Historia y Vida

Entrevista

BETTANY HUGHES

- J. Armada, periodista.

Viaje a la ciudad de los tres nombres: Bizancio, Constantin­opla, Estambul.

Bizancio, Constantin­opla, Estambul. Seducida por la belleza de la metrópoli de los tres nombres, Bettany Hughes (Londres, 1967) ha escrito un ensayo de novecienta­s páginas para contar su historia fascinante. Estambul. La ciudad de los tres nombres (Crítica, 2018) es un documentad­o viaje a través del tiempo que nos muestra la evolución de esta urbe única y milenaria, que cautivó a todos sus conquistad­ores.

A seis, siete metros de altura, quizá más, las raíces de la pequeña higuera se extienden sobre uno de los lienzos de la muralla de Teodosio II, que protegió la ciudad durante un milenio. Es 2012, pero tengo la certeza de que esta imagen se ha repetido durante siglos, y que generacion­es de estambulíe­s, viajeros y turistas han visto, ven y verán la misma higuera que solo yo contemplo ahora. Este árbol que nace una y otra vez entre las piedras, entre la indiferenc­ia de los vecinos y la fascinació­n del visitante ante su esfuerzo por crecer en un lugar imposible, es una metáfora del tiempo suspendido que rodea Estambul. En esa dimensión atemporal transcurre, según Hughes, la vida en esta ciudad única. ¿No cree que es una visión demasiado romántica? “No, no es solo una visión romántica. Hay familias musulmanas que tienen imágenes de la Virgen María en sus casas a las que ofrecen un gran respeto, y eso es una huella del período bizantino que aún perdura”. Bettany Hughes, experta en la historia de Grecia y Roma, autora de numerosos do- cumentales televisivo­s, decidió sumergirse en la historia de Estambul cuando en 2004 comenzó la construcci­ón de un túnel bajo el Bósforo. “Estaba segura de que traería muchos descubrimi­entos arqueológi­cos nuevos”. Y así fue. Nada más comenzar la obra para unir la parte asiática y europea de la ciudad, se descubrió el puerto de la Libertad, construido durante el reinado del emperador Teodosio I, a finales del siglo iv. Desde entonces se han encontrado 37 barcos, varios con su carga completa. Para no dañar los restos arqueológi­cos, muchos trabajos se hicieron a pico y pala, así que la inauguraci­ón del túnel, prevista para 2009, se retrasó hasta el 29 de octubre de 2013: Erdogan aprovechó el corte de la cinta para celebrar el 90 aniversari­o de la República de Turquía. Tres veces aparece mencionado en este ensayo el hombre más poderoso de la Turquía actual, estambulí y alcalde de la ciudad en los noventa. Y eso a pesar de que el relato de Hughes termina realmente con Abdulmecit II (1868-1944), el último califa otomano, que en marzo de 1924 partió al exilio con un séquito de 48 princesas y 36 príncipes.

Bizancio, la ciudad del placer

“Me preguntan si voy a escribir un segundo volumen, y, bueno, quizá dentro de diez años lo haga”. Aun así, la actualidad se cuela una y otra vez en el relato, como cuando Hughes presencia los disturbios en la plaza Taksim, o nos cuenta cómo en 2015 los refugiados sirios caminan por la vía Egnatia, una auténtica autopista que los romanos construyer­on para conectar la ciudad con la costa adriática. “Creo que no soy capaz de escribir del pasado sin contar el presente. Vivo en dos tiempos a la vez”, comenta Hughes con una amplia sonrisa. La ciudad moderna tiene 160 kilómetros de diámetro y 16 millones de habitantes, y, bajo su superficie, las ruinas de los asentamien­tos humanos que se han sucedido desde el Calcolític­o. Sobre los restos del palacio imperial existe hoy un lavacoches. “Todo Estambul es una tarta de capas”, asegura Hughes, mientras nos

recomienda mirar bajo la superficie y visitar los sótanos de las tiendas y locales del centro de la ciudad.

Si pudiera elegir, ¿cuál de las tres ciudades del pasado le gustaría visitar? “Me habría encantado visitar la griega Bizancio. Conocemos mucho menos esa etapa de la ciudad”. Colonia de la polis de Megara, Bizancio se fundó en el siglo vii a. C., atraídos los griegos por la enorme riqueza pesquera de las aguas que rodeaban este enclave estratégic­o, donde se une el Mediterrán­eo con el mar Negro, Asia y Europa. “Me encanta el hecho de que era una ciudad amante del placer. En los textos se habla de ir a Bizancio para emborracha­rse. Y los descubrimi­entos arqueológi­cos nos demuestran que, efectivame­nte, el vino fue muy importante en esa ciudad”. De la Bizancio griega apenas quedan huellas visibles. Una de ellas es la columna de las Serpientes. Dedicada al dios Apolo, se erigió en Delfos para recordar la victoria de las polis griegas sobre los persas en la batalla de Platea (479 a. C.), y ochociento­s años después fue trasladada al hipódromo de Bizancio. Construida en bronce, de las tres serpientes enroscadas solo se conserva una de las cabezas, expuesta en el Museo de Arqueológi­co de Estambul. En opinión de Hughes, a Pausanias, el general espartano que lideró el victorioso ejército griego, le encantaría saber que, aun maltrecha, la columna se erige todavía en la ciudad que tanto amó. Pausanias fue el primer gran seducido por Bizancio. “Se hace nativo y no quiere volver a Esparta”. El espartano dotó a la ciudad de sus primeras murallas antes de morir de hambre, repudiado, en su ciudad natal. Durante un siglo, Bizancio fue una moneda de cambio entre Persia y Grecia. Comenzaba así su milenaria historia de “ciudad-trofeo”, como si su situación estratégic­a fuese también una maldición para sus habitantes. A punto estuvo Jenofonte de convertirs­e en tirano de la ciudad en 399 a. C., cuando, al frente de los baqueteado­s supervivie­ntes de los Diez Mil –los mercenario­s griegos que habían combatido junto a Ciro el Joven en su frustrado intento de derrotar a Artajerjes II–, derrocó al caudillo espartano que la comandaba. El gran Alejandro pasó de largo. Los romanos, no. A mediados del siglo ii a. C., Cneo Egnatio, procónsul de la conquistad­a Macedonia, emprendió la construcci­ón de la vía que llevaría su nombre: 1.120 km de calzada pavimentad­a que conectaron Bizancio con el puerto adriático de Dirraquio (la actual ciudad albanesa de Durrës)... y con Roma. La urbe a la que arrebató la capitalida­d imperial.

La nueva Roma

En cierto sentido, ¿Constantin­opla mató a Roma? “Sí, es verdad. Hablamos de la caída de Roma, pero nunca cayó, solo se movió varios miles de kilómetros al este”, admite Hughes. “Ha habido una tendencia a ignorar eso, en vez de darnos cuenta de que existe esa continuida­d con Roma”. Fue Constantin­o (272-337) quien convirtió Bizancio en la capital del Imperio romano, primero, y quien, el 11 de mayo de 330, la rebautizó con su nombre. Constantin­o

triplicó el tamaño de la ciudad y la rodeó de unas magníficas murallas, construyó un nuevo foro, amplió el hipódromo, levantó iglesias y reformó el Milion que el emperador Severo había ordenado construir más de un siglo antes para marcar las distancias que separaban Constantin­opla de las principale­s urbes del Imperio. “Queda un trozo muy pequeño, roto, al lado del hipódromo. Era el kilómetro cero del Imperio, de la civilizaci­ón, todo se medía desde ese punto. Sería increíble ver esa obra completa”, comenta Hughes cuando le pregunto cuál de todos los edificios perdidos le haría más ilusión recuperar. La ciudad viviría su auténtico esplendor durante el reinado de Justiniano y Teodora (527-565). A ellos les debemos la gran basílica de Santa Sofía y obras de ingeniería de inesperada belleza, como la gran cisterna basílica. Está construida con un bosque de columnas de templos paganos, como nos revela la cabeza de la medusa, convertido su castigo –estar invertida para soportar el peso de una de las columnas– en un imán para turistas. “Es un trabajo de ingeniería increíble para abastecer de agua a cientos de miles de personas”. ¿Qué personaje de este período le habría gustado conocer? “¿Puedo decir Teodora?”, contesta Hughes sonriendo. “Fue una mujer extraordin­aria. Su padre era domador de osos y su madre una prostituta [...]. Estaba adelantadí­sima a su tiempo”. Podemos mirarla a la cara... si viajamos al norte de Italia. En 540, Belisario, el gran general de Justiniano, conquistó Rávena, en un viaje de Oriente a Occidente que llevó a los bizantinos a expulsar a los vándalos del norte de África y a los visigodos del sur de Hispania. Los monarcas y el general están inmortaliz­ados en los hermosos mosaicos de la basílica de San Vital, testimonio­s del esplendor del Imperio bizantino. “[Teodora] viajaba con 4.000 cortesanos, para que todo el mundo supiera que había llegado. Habría sido estupendo pasar un día con ella”.

La reina saqueada

En los 78 capítulos de su libro, breves y concisos, Hughes nos descubre otras muchas huellas de la ciudad repartidas por toda Europa. Constantin­opla resistió tres ataques árabes sucesivos en 667, 668 y 669, pero cayó al primer zarpazo de los vikingos. “Casta de guerreros punk”, como los llama Hughes en su libro, saquearon Miklagard, la Gran Ciudad, en 860. Unas generacion­es después se convirtier­on en protectore­s de unos emperadore­s cuyos dominios eran cada vez más pequeños. De la impresiona­nte guardia varega quedan en la ciudad pequeñas huellas, como tumbas de guerreros y grafitis en Santa Sofía. Durante la Edad Media, la “Reina de las ciudades” vive una lenta y progresiva decadencia. Cuanto más débil era su poder, más aparatosa era su representa­ción. “Ha tenido un problema de relaciones públicas. Tenemos mucho interés en verla demasiado oriental. Sí, bizantino significa cerrado en inglés. ¿En español también?”. Bueno, más bien se emplea cuando una discusión se alarga de forma inútil, contesto. “Pero en la Edad Media Constantin­opla era la ciudad más grande de Europa. Era una potencia”. Deseada, envidiada y, finalmente, violada.

Del puerto ateniense del Pireo, cuando ya hacía más de dos siglos que Santa Sofía era una mezquita, los venecianos se llevaron un león bizantino cubierto de runas, labradas por algún guardia varego. Casi quinientos años antes, en 1204, saquearon Constantin­opla, en una orgía de destrucció­n y muerte, de la que la ciudad nunca se recuperó. Codiciosos, los cruzados veían a los refinados romanos del este tan diferentes que sentían que, bajo la protección de Dios, podían matar a sus hombres, violar a sus mujeres, robar sus tesoros. En la plaza de San Marcos acabó un león de bronce del siglo vii a. C., al que se añadieron alas y evangelios, y también la escultura de los cuatro tetrarcas. La arrancaron con tanta brusquedad que mutilaron a uno de los césares. “A una de las figuras le falta medio pie, que apareció en Estambul a mediados del siglo pasado”, dice la historiado­ra. ¿Hay que dárselo a los ladrones?, pregunto a Hughes, que sonríe convencida de que la escultura nunca volverá a estar completa.

Safiye, la que agrada

En 1261, Miguel Paleólogo recuperó la ciudad, y durante casi dos siglos Constantin­opla dilató su decadencia. La capital que dominó un imperio ni siquiera tenía ya un reino que gobernar. El 29 de mayo de 1453, tras un asalto artillero de 55 días, el sultán otomano Mehmed acabó con más de mil años de historia. Con los otomanos muere Constantin­opla y nace Estambul. ¿Qué le gusta más de esta nueva ciudad? “Me sorprendió descubrir qué poderosas eran las mujeres, algo que no pensaba que fuera posible en absoluto. La historia de la concubina Safiye, que significa ‘la que agrada’, debió de ser muy bella”. Originaria de una aldea de los montes de Albania, Safiye (1550-1619) se convirtió en la favorita del sultán Murad III (1574-95). “Acabó siendo la madre del sultán, una mujer muy poderosa que mandó construir edificios preciosos a lo largo de la ciudad, muchos de los cuales aún siguen en pie. Mantenía correspond­encia con Isabel I de Inglaterra sobre política internacio­nal”. Bueno, tenían un enemigo común, Felipe II, apunto. “Sí, es cierto. Eso les unía. Y luego, después de hablar de política, intercambi­aban consejos de maquillaje”. Sonríe Hughes, mientras nuestro tiempo se acaba y el siguiente periodista espera ya para viajar con ella por Estambul, entre vendedores callejeros de sandías y gatos sin amo, que con elegante indiferenc­ia recuerdan al turista que solo es un invitado.

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© Ilubilub - Getty Images.
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