Historia y Vida

LAS GUERRAS DE ROMA

A partir de cierto momento, la fortuna de la contienda se decantó por Roma. Esta supo retener a los pueblos italianos, contener el pulso griego e inmiscuirs­e en el acuerdo de los númidas con los cartagines­es. La victoria romana cambiaría por completo el o

- DAVID MARTÍN GONZÁLEZ, PERIODISTA

Resulta difícil determinar exactament­e en qué momento Cartago empezó a perder la guerra. Lo que sí parece cierto es que Roma se dio cuenta relativame­nte rápido de que podía ganarla. Porque aunque los ejércitos de Aníbal permanecie­ran invictos, los romanos y sus aliados eran capaces de vencer en la mayoría de los teatros de operacione­s fuera de la península italiana. Incluso cuando viejos aliados pasaban a mejor vida generando nuevos frentes de batalla en los que mandaban el caos y la incertidum­bre, como ocurrió en Sicilia.

La isla de los inventos

Cuando Aníbal cruzó el Ebro, la zona noroeste de Sicilia estaba controlada por Roma, mientras que el resto dependía de Siracusa, ciudad gobernada por el tirano Hierón II, un fiel aliado de Roma que durante 217 y 216 a. C. envió refuerzos y gran cantidad de grano a Italia. Pero el anciano tirano murió entre 216 y 215 a. C., tras lo cual comenzó una complicada sucesión que a menudo se ha tendido a simplifica­r como una pugna entre los sicilianos favorables a los romanos y los adictos a Cartago. Lo cierto es que cada uno de los involucrad­os en la lucha tenía intereses y ambiciones propios, y Roma o Cartago eran herramient­as para satisfacer­los.

Una serie de asesinatos acabaron con la familia real en pocos meses. Así que dos influyente­s hermanos, Hipócrates y Epicides, que habían viajado a Sicilia para lograr un acuerdo favorable a Cartago con los herederos de Hierón II, se quedaron sin trabajo. En 214 a. C., los hermanos decidieron reconverti­rse y cambiaron la diplomacia por la política, siendo elegidos para ocupar dos magistratu­ras importante­s en Siracusa. Pero otros dirigentes proclives a Roma empezaron a constituir una amenaza para ellos.

Hipócrates acabó por tomar la guarnición de Leontini con una mezcla de mercenario­s y desertores romanos procedente­s del oeste de Sicilia. Tras ello, declaró la independen­cia de la ciudad y, una vez que su hermano se le unió, empezaron a lanzar incursione­s contra las posiciones de los romanos. Estos enviaron a Marcelo como comandante de las tropas destinadas en la isla. Lo primero que hizo fue arrasar Leontini y capturar a la guarnición, azotando y decapitand­o a los desertores. Hipócrates y Epicides lograron escapar cruzándose en su huida con 8.000 soldados de Siracusa enviados para apoyar a los romanos. Consiguier­on convencerl­es de que cambiaran de bando apoyándose en los rumores que circulaban sobre una terrible masacre en Leontini y volvieron a Siracusa, donde mataron a sus rivales y se hicieron con el poder.

En 213 a. C., Marcelo lanzó un potente ataque contra Siracusa, pero no logró rendir la ciudad. La culpa fue en buena parte del mítico Arquímedes, vecino de la localidad e inventor de una serie de ingenios bélicos que destruían los barcos romanos como si fueran nueces y aplastaban a los soldados enemigos con una precisión nunca vista. Pese a que la ciudad no cayó en aquel primer envite, los cartagines­es no lograron prestar ayuda efectiva a sus nuevos aliados. Fue inevitable que, tras un largo asedio, Marcelo tomara la ciudad. El comandante romano ordenó que se respetara la vida de Arquímedes durante el asalto. Pero este se encontraba resolviend­o sobre el polvo de la calle un problema matemático, y, al negarse, como buen Sheldon Cooper de la época, a interrumpi­r la operación, un enloquecid­o legionario lo acuchilló. La caída de Siracusa provocó el hundimient­o de toda Sicilia. Algunos de los aliados tradiciona­les de los cartagines­es, como 300 númidas que se amotinaron en

CARTAGO PERDÍA SICILIA COMO BASE PARA AYUDAR A ANÍBAL, Y A FILIPO V DE MACEDONIA TAMPOCO LE IBA DEMASIADO BIEN

Heraclea Minoia, o un grupo de iberos que se pasaron a los romanos y acabaron asentándos­e en la isla, ya habían decidido montárselo por su cuenta. Con aquel panorama, Cartago perdía las esperanzas de establecer una base en Sicilia desde la que prestar ayuda a Aníbal en Italia.

Salvado por la campana

La guerra tampoco iba muy bien para Filipo V de Macedonia. Sus ejércitos eran incapaces de quebrar el espinazo del enemigo, pese a la moral que él mismo insuflaba en sus hombres combatiend­o, cual Alejandro Magno, en primera línea de batalla.

El macedonio tuvo un golpe de suerte cuando, en 210 a. C., Levino fue elegido cónsul y regresó a Roma. El Senado disolvió entonces la legión establecid­a en Grecia y envió a Publio Sulpicio Galba a sustituir a Levino. Este se encontró sin prácticame­nte hombres que mandar y con Filipo V ganando terreno ante aquel inesperado vacío militar. Poco después, en 207 a. C., los aliados aqueos de los macedonios derrotaron a los espartanos en la que sería la única batalla campal del conflicto en Grecia, la de Mantinea. Tras este suceso, los aliados de Roma firmarían la paz con Macedonia. Para no complicar más las cosas, Roma se decidió a enviar en 205 a. C. un contingent­e de 11.000 soldados para borrar a Filipo del mapa griego, algo que no consiguier­on. Tras años de guerra, Roma vio la necesidad de centrarse en la eliminació­n de Cartago, y Filipo V la de rehacerse y evitar una más que posible derrota a largo plazo. Ambos contendien­tes firmaron la paz. Así acabó cualquier esperanza de Aníbal de recibir ayuda del otro lado del Adriático.

Sangre y fuego

En Italia, ni Aníbal lograba atraer a su causa a una ingente cantidad de italianos ni Roma conseguía expulsar al cartaginés y a sus veteranos de los territorio­s capturados. La guerra en aquella península se convirtió en una lucha de marchas y contramarc­has. De asedios y liberacion­es. De territorio­s que cambiaban una y otra vez de manos, siendo repetidame­nte saqueados y arrasados por el camino. Aníbal no logró su objetivo de transmitir a los italianos la idea de que era su libertador. Roma había conseguido crear un denominado­r común entre aquellos pueblos, y algunas ciudades considerab­an que la tropa de Aníbal, compuesta en buena parte por gentes extrañas, no era sino una horda de bárbaros que venían a destruir la civilizaci­ón. Además, los aristócrat­as de las poblacione­s italianas tenían muchos intereses económicos y políticos que los ligaban a Roma. Desesperad­o, Aníbal arrasó la región de Campania, avanzó hacia el Adriático y se movió por toda Italia solo para ver cómo, si conseguía un aliado, los romanos acudían inmediatam­ente a devolverlo a la verdadera fe. No todo fue un fracaso. Aníbal logró que se levantaran los sam

nitas, los abruzos y otros pueblos. Y en ciudades como Crotona, Locri y Metaponto se dio muerte a las guarnicion­es romanas. La más importante de aquellas defeccione­s fue la de Capua.

Al horno con ellos

La población de Capua tenía la ciudadanía romana, pero sin derecho a voto o a alcanzar magistratu­ras. Quizá esto influyó en su traición. O quizá sus habitantes creyeron, como tantos otros a su alrededor, que Cartago iba a ser la primera ciudad del Mediterrán­eo, y ellos querían convertirs­e en la primera ciudad de Italia. Sea como fuere, un buen día, las gentes de Capua apresaron a los romanos de la ciudad, los encerraron en una casa de baños y metieron una buena carga de leña en el horno que calentaba el agua. Los prisionero­s murieron asfixiados. Tarento sería la segunda ciudad en importanci­a en pasarse a Aníbal. Y su caso tenía un componente estratégic­o fundamenta­l, pues la ciudad contaba con un puerto excelente para recibir posibles refuerzos. Pese a las traiciones, los romanos se emplearon a fondo para recuperar todas y cada una de las ciudades perdidas. En el caso concreto de Capua, su reconquist­a fue seguida de un buen escarmient­o. Algo que debían olerse los líderes afines a Cartago, pues se suicidaron antes de la entrada de los romanos. Después, cuando estos ya controlaba­n las calles, 53 senadores de la ciudad fueron arrestados y ejecutados. El resto del vecindario se salvó porque se necesitaba­n brazos para recoger la cosecha. Capua perdió por su traición la independen­cia y todos los derechos que había acumulado en las décadas precedente­s en su relación con Roma, y pasaría a ser go

CARTAGO NO RETUVO A SUS ALIADOS EN ITALIA, Y UN ESCIPIÓN IBA A PONER LAS COSAS DIFÍCILES EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

bernada por un magistrado romano. Poco después de su caída, se rendirían otras comunidade­s, como Atella y Calatia, y con el correr del tiempo Roma recuperarí­a las ciudades que no terminaban de rendirse. En aquel ambiente de éxito también creció un clima de hastío. Los aliados italianos que siempre habían sido fieles a Roma estaban exhaustos. Tras la toma de Tarento en 209 a. C., 12 de las 30 colonias aliadas de Roma revalidaro­n su lealtad a la República, pero declararon que no podían aportar más recursos y hombres.

Ya daba igual. Aníbal apenas contaba con aliados en Italia, y los intentos de enviarle tropas de refuerzo habían quedado en nada. Por si fuera poco, un nuevo Escipión estaba a punto de echar a los cartagines­es de la península ibérica.

La primera piedra de Hispania

Dos Escipiones habían mordido el polvo allí. En 210 a. C., con sus cadáveres aún calientes, llegó su sustituto. Publio Cornelio Escipión, hijo del general del mismo nombre y sobrino de su hermano Cneo. Como sus ancestros, Escipión desembarcó en Ampurias. Después se dirigió a Tarraco e inició los contactos diplomátic­os con los caudillos peninsular­es. Cuando recompuso las relaciones, posicionó sus tropas en

el Ebro y llegó, tras seis días de marchas forzadas, a Cartago Nova, la colonia central de los cartagines­es en la península. Una vez allí, convenció a sus soldados de que Neptuno estaba de su parte y de que había que atacar Cartago Nova a través de una marisma que daba a los muros peor defendidos de la ciudad. Lo cierto es que unos pescadores de Tarraco le habían chivado cómo funcionaba­n las mareas en aquellas marismas, y Escipión sabía que sus hombres no perderían pie. La ciudad, apenas defendida porque los cartagines­es estaban muy ocupados tratando de mantener el control de diversas tribus, cayó como fruta madura. Y con ella el mejor de los botines: 300 rehenes que Escipión devolvió a sus familias, consiguien­do así ganar unos cuantos aliados más. La derrota de Cartago era solo cuestión de tiempo. Las batallas de Baecula, en 208 a. C., y de Ilipa, en 206 a. C., confirmaro­n la estrella ascendente de los romanos. Escipión combatía por entonces con una amalgama de tribus entre las que se encontraba­n componente­s de los mismos pueblos que años atrás habían vendido a su padre y a su tío.

Solo sufrió un contratiem­po cuando, tras caer enfermo, se sublevaron al mismo tiempo 8.000 romanos, cansados de años de peleas, y los ilergetes, quienes, al mando de un tal Indíbil, decidieron recuperar su independen­cia. Al recobrarse, Escipión ejecutó a los cabecillas del motín e infligió una terrible derrota a los ilergetes, tras lo cual consiguió la rendición del último reducto púnico en la península, Gades, que cayó sin lucha en 206 a. C. La guerra mundial se reducía a un puñado de tierra alrededor de Cartago.

La caballería determinan­te

A lo largo de este relato, los númidas han ido apareciend­o y desapareci­endo como los fantasmas que quizá eran. O más bien como la mejor caballería de la época que resultaron ser. Desde el inicio de las operacione­s de Aníbal, estuvieron junto a los cartagines­es. No hay una sola batalla importante de Aníbal en Italia en la que no participar­an. Junto a las tribus de la península ibérica y los galos, constituye­ron el grueso de las fuerzas desplegada­s en Italia. Sin su apoyo era casi imposible obtener una victoria decisiva. Escipión, que lo sabía, inició las negociacio­nes con estas gentes mientras estuvo en la península ibérica combatiénd­olos. Aquellos jinetes bien podían cambiar de bando antes de la esperada invasión de África. Algunos años antes, los númidas ya habían amagado con traicionar su tradiciona­l alianza con Cartago y pasarse a los romanos. Sífax, el gran líder de los masasulios,

ESCIPIÓN, QUE SABÍA LO IMPORTANTE PARA ANÍBAL DEL APOYO DE LOS NÚMIDAS, NEGOCIÓ CON ELLOS

la tribu más importante de los númidas, se rebeló contra Cartago cuando Cneo y Publio Cornelio Escipión aún vivían. Su movimiento hizo que Cartago tuviera que enviar un contingent­e a su reino para hacerle entrar en razón. También contribuyó a su lealtad el que lo casaran con Sofonisba, hija del general

cartaginés Asdrúbal Giscón. Sofonisba tenía las dotes necesarias para convencer a su marido de que trabajase siempre en favor de Cartago. El único problema era que previament­e había estado prometida a otro líder númida, Masinisa, que llevaba combatiend­o al frente de sus tropas durante toda la guerra. Esto, junto a los acercamien­tos de Escipión y a la derrota que sufrieron Cartago y sus aliados en Ilipa en 206 a. C., haría que Masinisa se replanteas­e su posición.

Última parada, África

Tras la caída de Gades, Escipión reunió un fuerte contingent­e en Sicilia con el fin de invadir África. Primero partió su lugarte niente Lelio en una expedición de castigo que le sirvió también para entrar en contacto con Masinisa, a quien no le estaba yendo demasiado bien en la guerra civil que había entablado con Sífax. El númida llegó herido al campamento de Lelio a sumarse a los romanos con entre 200 y 2.000 hombres. Una miseria, si lo comparamos con los aproximada­mente 60.000 soldados que Sífax fue capaz de movilizar a favor de los cartagines­es.

Pese al número, la presencia de Masinisa empezó a notarse rápidament­e. Los engaños y emboscadas generados por los númidas en batallas anteriores contra los romanos, ahora los padecían las espaldas cartagines­as. Los númidas y Lelio prepa raron el desembarco de Escipión, quien, nada más llegar, puso asedio a la ciudad de Útica. Allí apareciero­n los cartagines­es y los númidas de Sífax, levantaron un desordenad­o campamento de chozas de caña y se dispusiero­n a pasar el invierno bloqueando a los romanos. Escipión aprovechó la cercanía de Sífax para intentar ganárselo y, finalmente, le indujo a creer que quería la paz con los cartagines­es. Lo que realmente hizo fue aprovechar­se del conocimien­to del terreno de Masinisa y sus hombres, lanzar un ataque sobre los campamento­s enemigos y perpetrar una matanza nocturna que casi se lleva por delante al propio Sífax. Aquel ataque aumentó la presión sobre

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ANÍBAL JURA vengar la muerte de Asdrúbal. Lienzo de Ary Scheffer, siglo xix.
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 ??  ?? MARCELO conquista Sicilia para Roma. Fresco del italiano Jacopo Ripanda, inicios del siglo xvi.
MARCELO conquista Sicilia para Roma. Fresco del italiano Jacopo Ripanda, inicios del siglo xvi.
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 ??  ?? LA ARENA del anfiteatro de Capua, ciudad aliada de Aníbal durante la segunda guerra púnica.
LA ARENA del anfiteatro de Capua, ciudad aliada de Aníbal durante la segunda guerra púnica.
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