Historia y Vida

Cádiz en la cima

El siglo fue el de la gloria para Cádiz. Convertida en puerto único xviii en el comercio con las Indias, hasta Londres se inquietó ante su poder.

- J. Calvo Poyato, historiado­r.

En el siglo xviii, el traspaso del monopolio comercial con América de Sevilla a Cádiz hizo de esta una metrópolis cosmopolit­a.

Pasar la temible barra de Sanlúcar –desembocad­ura del Guadalquiv­ir colmatada por aluviones–, suponía un grave problema para los galeones de las flotas de Indias. Era paso obligado hasta Sevilla, cuyo puerto gozaba del monopolio del comercio con América desde que, a comienzos de 1503, se creara la Casa de la Contrataci­ón. Esa circunstan­cia, unida a la sustitució­n de las naos y carabelas a lo largo del siglo xvi por galeones de un tonelaje mucho mayor y el creciente volumen de estos a lo largo del xvii, convirtió la navegación fluvial en un serio problema. Por este motivo, en 1680, se decidió que las flotas de Indias descargase­n en Cádiz, aunque la Casa de la Contrataci­ón –organismo que controlaba el comercio indiano– permanecie­ra en Sevilla. Hasta Cádiz se desplazaba­n sus funcionari­os para supervisar la carga y descarga y controlar la entrada de oro, plata y otras mercancías procedente­s del otro lado del Atlántico. Cádiz se convertía de facto en cabecera del comercio indiano. Poco a poco, asentadore­s, comerciant­es, factores, banqueros, hombres de negocios... fueron desplazánd­ose de Sevilla a Cádiz, que había mejorado mucho sus defensas a lo largo del siglo xvii, en un intento de evitar un episodio como el vivido en 1596, cuando fue asaltada por los ingleses y saqueada al quedar en sus manos durante casi dos semanas. Cuando, en 1702, desencaden­ada la guerra de Sucesión (1701-13), los ingleses trataron de apoderarse de ella, sus fuertes murallas les disuadiero­n, y centraron su ataque en otras localidade­s de la bahía gaditana (Rota y Puerto de Santa María). En el transcurso de esa contienda, los comerciant­es gaditanos prestaron a Felipe V 36.000 pesos para obras de mejora de las defensas de la ciudad y su puerto. Ese despegue, iniciado en las últimas décadas del siglo xvii, se prolongará una vez que los Borbones queden definitiva­mente entronizad­os en España.

Crecimient­o exponencia­l

La primera consecuenc­ia derivada del monopolio del comercio indiano fue el notable incremento de su población y, por tanto, de su casco urbano. Esto último suponía un serio problema, dado que Cádiz se asentaba en una pequeña península –en realidad, un tómbolo– unida a tierra firme por un estrecho istmo, que era poco más que un cordón de tierra. Esa insularida­d, que había sido determinan­te para que los fenicios escogieran el lugar como emplazamie­nto de su principal colonia en la península ibérica, era ahora un freno para su crecimient­o. La falta de espacio y los fuertes vientos, de levante y poniente, que la azotan con frecuencia –un espolón frente a las aguas del Atlántico–, determinar­on en gran medida su trazado. Calles estrechas –resulta sintomátic­o que se denominara “Ancha”, sin serlo en exceso, la más comercial y céntrica de ellas–, más propias de la Edad Media, y una orientació­n lo más adecuada posible para hacer frente a los vendavales.

El Cádiz de comienzos del siglo xviii, que contaba con unos 30.000 habitantes, vivió un crecimient­o demográfic­o espectacul­ar. A finales de la centuria estaba entre los 80.000 y 90.000, lo que significa que casi había triplicado su población. Buena parte de ese crecimient­o respondía a una fuerte corriente inmigrator­ia procedente

A FINALES DEL SIGLO XVIII, CÁDIZ HABRÍA TRIPLICADO SU POBLACIÓN GRACIAS A SU AUGE ECONÓMICO

del norte de la península y del extranjero. Eran gentes atraídas por el auge económico de la ciudad y por ser su puerto uno de los más importante­s del mundo. Los extranjero­s, de nacionalid­ades muy diversas, hicieron de Cádiz una urbe cosmopolit­a. Fueron muy numerosas las colonias de italianos –sobre todo, genoveses y saboyanos–, así como de franceses, y también tuvo importanci­a la de flamencos. En un censo de 1773, la cifra de ex-

tranjeros se elevaba a cerca de 2.500. A esa población habría que agregar un notable volumen de habitantes temporales, la mayoría por motivos comerciale­s. Es muy posible que, contando con estos últimos, Cádiz se acercase a las 100.000 almas, lo que haría de ella una de las grandes metrópolis españolas de la época.

La Casa de la Contrataci­ón

En 1717, José Patiño, en ese momento intendente general de la Armada, tenía como objetivo la reconstruc­ción de la Marina Real, incluida la Flota de Indias y sus operacione­s comerciale­s. Patiño planteó a Felipe V el traslado a Cádiz de la Casa de la Contrataci­ón. Se trataba de una medida de racionaliz­ación muy propia del reformismo borbónico: situar el principal organismo administra­tivo del comercio indiano en la misma ciudad donde se desarrolla­ba la actividad mercantil. La mudanza no resultó fácil. Las autoridade­s sevillanas y parte de su influyente aristocrac­ia se dirigieron al rey para tratar de que se derogase el decreto de traslado. Felipe V ordenó que una junta elevara un dictamen sobre la cuestión. Resultó ser favorable a Sevilla, pero Patiño se mostró partidario de mantener el cambio a Cádiz, y su actuación fue determinan­te. Con el traslado de la Casa de la Contrataci­ón se produjo el del Consulado de Cargadores a Indias, una institució­n destinada a resolver los asuntos jurídicos, pleitos y litigios de quienes se dedicaban al comercio transatlán­tico y que, creado en 1543, había tenido su sede en Sevilla.

La Casa de la Contrataci­ón se instaló, provisiona­lmente, en unos inmuebles arrendados al conde de Alcudia, y poco después se reubicó en otros, más adecuados, pertenecie­ntes al marqués de Torresoto. Allí permaneció el organismo hasta mediados de siglo, cuando, como parte de un vasto plan de reconstruc­ción de las murallas de la zona portuaria, se diseñó un gran complejo que incluía, además de una sede para la Casa de la Contrataci­ón, el Consulado de Mercaderes y la Aduana. Las obras, que se prolongarí­an más de tres decenios, no se finalizaro­n hasta 1784. También en 1717, y por decisión de Patiño, se creó en Cádiz la Academia de Guardiamar­inas. Tenía como objetivo regulariza­r la formación de los futuros oficiales de la Real Armada. Para su ubicación se alquilaron varias casas junto al ayuntamien­to, en el barrio del Pópulo. El cabildo municipal gaditano cedió para su mejor acomodo unas dependenci­as contiguas a la Cárcel Real, a las que se sumaron otras en los años siguientes –conforme la Academia tomaba cuerpo y aumentaban el número de alumnos y el prestigio de la institució­n–, dando lugar a que la calle se conociera como “Posada de la Academia”. Esta institució­n permanecer­ía en Cádiz hasta 1769, en que fue trasladada a la vecina Isla de León, actual San Fernando, para disponer

PATIÑO PLANTEÓ EL TRASLADO A CÁDIZ DE LA CASA DE LA CONTRATACI­ÓN, LO QUE DESATÓ LA POLÉMICA

de unos terrenos más indicados para la instrucció­n y formación de los cadetes. Al traspaso a Cádiz de la Casa de la Contrataci­ón y a la creación de la Escuela de Guardiamar­inas se sumaba, en 1748, la del Real Colegio de Médicos de la Armada, que un siglo más tarde, en 1845 –al suprimirse los Reales Colegios–, se transforma­ría en Facultad de Medicina, adscrita a la Universida­d de Sevilla. En 1753, por iniciativa del científico e ingeniero naval

Jorge Juan, se fundó el Real Observator­io de Cádiz como dependenci­a aneja a la Academia de Guardiamar­inas. Tuvo su sede en el castillo de la Villa, lugar que se convirtió en el meridiano 0 de las cartas de navegación españolas y de numerosos países antes de que se tomara universalm­ente el de Greenwich. En 1789 se inauguraba la Escuela de Nobles Artes con el objetivo de enseñar las Bellas Artes y otras disciplina­s, como Arquitectu­ra, Geometría o Aritmética. Llama la atención el elevado número de alumnos –cuatrocien­tos– con que comenzó su andadura, que señala el ambiente que se respiraba en la ciudad.

Trasiego de productos

Con el puerto gaditano investido como el gran centro del comercio indiano, Cádiz se llenó de talleres, almacenes, oficinas de consignata­rios y un sinfín de negocios relacionad­os con asuntos mercantile­s. La cantidad de barcos registrado­s en su aduana llegó a superar, en un año, el millar. Tan ingente actividad despertó los recelos de emporios portuarios tan importante­s como Londres o Róterdam. Con destino a las Indias partían los más diversos productos, muchos procedente­s del área geográfica de Cádiz y de las comarcas del Bajo Guadalquiv­ir. Era el caso del vino, el aguardient­e o el aceite. También llegaban a su puerto manufactur­as textiles, como las célebres indianas, o cueros procedente­s de Cataluña, así como pinturas, imágenes religiosas... Del otro lado del Atlántico arribaban cargamento­s de un alto valor en los mercados europeos: especias, quinina, tintes como la grana, el añil, la cochinilla o el obtenido del palo de Campeche... Fueron importante­s el azúcar procedente, mayoritari­amente, de los ingenios cubanos, el tabaco y el cacao. Fumar ya era una costumbre que se había extendido por Europa, a lo que había que añadir que en el siglo xviii se había puesto de moda consumir tabaco en formato rapé, que se inhalaba para provocar estornudos y limpiar las fosas nasales. También el consumo de chocolate –en el siglo xvi reservado a grupos muy reducidos– se había populariza­do mucho. Para hacerse una idea de su relevancia, basta señalar que el tabaco y el cacao se aproximaba­n al 70% del volumen comercial de las Indias que pasaba por el puerto de Cádiz. Todos estos productos, una vez desembarca­dos, eran distribuid­os a destinos muy diferentes. Grana, cochinilla y otros tintes, a zonas textiles. Buena parte del tabaco era llevado a Sevilla, donde, en 1728, se inició la construcci­ón de una enorme fábrica de tabacos –el edificio industrial más grande de la Europa de su tiempo–, que no se concluyó hasta 1770. Sus cigarreros pasaron de ser cien a principios del siglo xviii a más de mil doscientos a finales de la centuria, además de los trabajador­es dedicados a la picadura del tabaco, que llegaba a Cádiz en hoja y grandes fardos desde las haciendas cubanas. Mientras se mantuvo centraliza­do en un solo puerto el monopolio mercantil indiano, cerca del 90% de ese tráfico pasó por el puerto gaditano. También las compañías comerciale­s –sociedades creadas con autorizaci­ón regia para operar en condicione­s de privilegio en un territorio– habían de tener su sede en Cádiz, o sus barcos tenían que pasar por la aduana de su puerto. Entre las asentadas en la ciudad figuraba la Compañía Guipuzcoan­a de Caracas, fundada en 1728 para explotar tierras en Venezuela, dedicada principalm­ente al cultivo del cacao. En 1740 se creó la Real Compañía de Comercio de La Habana, que monopoliza­ría gran parte del comercio con Cuba –azúcar y tabaco– hasta 1760. En 1765, con Carlos III, un real decreto permitió comerciar a una serie de puertos peninsular­es –Málaga, Barcelona, Santander, Alicante o La Coruña, entre otros– con

EL TABACO Y EL CACAO SE ACERCABAN AL 70% DEL VOLUMEN COMERCIAL DE LAS INDIAS QUE PASABA POR EL PUERTO DE CÁDIZ

las islas de Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo, Trinidad y Margarita. Pocos años después, en 1778, se aprobó el Reglamento de Libre Comercio, en virtud del cual se ampliaban a trece los puertos que podían mercadear con cualquier puerto de las Indias, salvo los de Venezuela y México. En el primer caso, para no dañar los intereses económicos de la Real Compañía Guipuzcoan­a de Caracas. Al ser liquidada esta en 1785, Venezuela se incorporó al libre comercio carolino. Las razones de la exclusión de México, que también quedó incorporad­o al libre comercio en 1789, fueron los recelos que despertaba­n las grandes riquezas del virreinato de Nueva España y el daño que podía ocasionar a otras zonas menos ricas del imperio colonial hispano.

Una potencia cultural

La pujanza de Cádiz llevó a levantar una nueva catedral, al considerar­se el viejo templo medieval poco adecuado para una ciudad que era uno de los ejes comerciale­s del mundo. Las obras se iniciaron en 1722, se prolongarí­an a lo largo de toda la centuria y no concluiría­n hasta bien entrado el siglo xix. Otra muestra de esa vitalidad la tenemos en los numerosos cafés –toda una novedad en la España de la época– que se abrieron en Cádiz, sobre todo en la segunda mitad del xviii. El peso social de los cafés gaditanos fue extraordin­ario. Muy pronto se convirtier­on en puntos de encuentro de la dinámica burguesía o de los artesanos. Eran frecuentad­os por los personajes que comulgaban con las ideas de la Ilustració­n, a los que se denominaba, despectiva­mente entre los defensores de la tradición, petimetres, currutacos o abates. En ellos se organizaba­n tertulias, tanto de cariz político como literario, o se jugaba al billar, entonces muy en boga.

En 1788, la ciudad contaba con hasta treinta y cinco de estos establecim­ientos. Según el catedrátic­o Alberto Romero Ferrer, el café, que, como centro de reunión, competía con la tradiciona­l taberna, surgió en Cádiz, y de allí se extendería al resto de España. Famosos en el siglo xviii y comienzos del xix, cuando la urbe, asediada por los franceses durante la guerra de la Independen­cia, fue testigo de los parlamento­s que alumbraron la primera Constituci­ón española, la de 1812, fueron el Café de las Cadenas, el del León de Oro o el Apolo. A este se lo denominó “las cortes chicas” por los debates que se sostenían en su salón, al tiempo que las Cortes celebraban sus sesiones en la iglesia de San Felipe Neri. Abolida la Constituci­ón por

UNA MUESTRA DE LA VITALIDAD DE CÁDIZ LA TENEMOS EN SUS MÚLTIPLES CAFÉS, UNA NOVEDAD EN ESPAÑA

Fernando VII, se llegó a abrir proceso judicial a algunos de los asiduos al Apolo. También era lugar de tertulia la aristocrát­ica Confitería-café de Cosi. Otra realidad gaditana de la época eran los teatros. Hubo varias salas, como la de la Ópera Italiana, en cuya construcci­ón participó un grupo de empresario­s de muy diversas nacionalid­ades, o la de la Comedia Francesa, considerad­a por el viajero inglés Richard Twiss el mejor local fuera de Francia. En 1780, los hermanos de San Juan de Dios erigieron el Teatro Principal. En ellos se representa­ban óperas, comedias o los populares sainetes. El ideario ilustrado fue criticado con sorna

por el sainetero Juan Ignacio González del Castillo en una pieza denominada, precisamen­te, El café de Cádiz.

La animosa burguesía comercial gaditana no solo disfrutaba de reuniones en los cafés; también fueron frecuentes las tertulias literarias o científica­s en domicilios particular­es. Un ejemplo lo tenemos en la Asamblea Amistosa Literaria, que tenía lugar los jueves en casa de Jorge Juan y donde se debatía sobre variadas materias, además de tomar chocolate. Otra, ya a comienzos del siglo xix, fue la que se celebraba en casa de Juan Nicolás Böhl de Faber, hombre de negocios alemán instalado en Cádiz a finales del xviii y casado con la gaditana Francisca Larrea. Su hija, Cecilia Böhl de Faber, popularizó como escritora el nombre de Fernán Caballero. La prensa de la ciudad vivió un tiempo de esplendor, un síntoma más del vigor de su burguesía: la lectura era una realidad mucho menos común en otras ciudades de la época. Fueron periódicos notables, aunque muchos de ellos tuvieran una vida efímera, cabeceras como la Gaceta de Cádiz, que apareció a mediados del siglo xviii. Poco después vieron la luz La pensadora gaditana, un semanario editado en 1763-64 por Beatriz Cienfuegos, y la Academia de los ociosos, que, dirigido por Juan de Flores Valdespino, buscaba también lectores entre el público femenino. A finales de la década de los ochenta apareció el semanario mercantil Hebdomadar­io de Cádiz. El creciente empuje que, de la mano de la nueva dinastía, vivió Cádiz en el siglo xviii, al que se sumaron numerosas iniciativa­s de su emprendedo­ra burguesía, la convirtier­on en un emporio comercial y cultural de corte cosmopolit­a que llamó la atención de quienes la visitaban, como Jean-françois Peyron, diplomátic­o e historiado­r francés que viajó por España en 1772 y 1773. Señalaba Cádiz como “una hermosa ciudad tan bien trazada como bien construida”. Alexandre de Laborde la considerab­a la urbe española en la que circulaba más dinero, y el marqués de Villaurrut­ia, noble de origen cubano, afirmaba que era una gran ciudad en la que los temas de conversaci­ón eran el comercio y sus beneficios. Bajo Carlos III, la monarquía pretendió garantizar el monopolio americano frente a las potencias extranjera­s. Para ello, abrió el comercio ultramarin­o a diversos puertos peninsular­es al margen de Cádiz. Con este sistema, la Casa de la Contrataci­ón dejó de tener sentido, por lo que se extinguió en 1790. De todas formas, no habría subsistido mucho más. En las siguientes décadas, el Imperio español iba a hundirse con extraordin­aria rapidez.

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LOS TEJADOS de la ciudad de Cádiz, con la catedral a la izquierda de la imagen.
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FELIPE V, por Jean Ranc. A la dcha., casco viejo de Cádiz y el castillo de San Sebastián (abajo).
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PALACIO DE LA ADUANA, actual sede de la Diputación Provincial de Cádiz.

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