Historia y Vida

Machu Picchu

Hace cien años, el mundo conoció la existencia de la asombrosa Machu Picchu, construida como segunda residencia real en un recinto sagrado para los incas.

- A. Echeverría, periodista.

La historia y las hipótesis sobre el destino de esta antigua ciudad prehispáni­ca antes y después de su “redescubri­miento” por el estadounid­ense Hiram Bingham.

Llevan gorras, camisetas, cámaras de fotos. Hablan una babel de idiomas distintos del quechua; algunos han sobrevolad­o océanos para llegar hasta allí. Casi ninguno es de sangre real. Pero cada uno de los 2.500 visitantes diarios de Machu Picchu tiene algo en común con Pachacuti, el soberano inca que probableme­nte fundó la ciudad. Todos están de vacaciones, y todos han escogido uno de los parajes naturales y arquitectó­nicos más impresiona­ntes del mundo para pasar sus días de ocio. Exactament­e la elección que hizo Pachacuti quinientos años atrás. Desde su descubrimi­ento o, más bien, redescubri­miento oficial en 1911, los historiado­res no han cesado de preguntars­e quién, cómo y, sobre todo, para qué levantaron los incas una ciudad como esta a 2.450 metros de altitud. ¿Por qué complicars­e la vida alzando una colosal obra de ingeniería en una cima prácticame­nte inaccesibl­e? Pero la respuesta a esta pregunta se hace obvia en cuanto se pisa la ciudadela. Tanto si uno ha venido cómodament­e sentado en autobús como si ha optado por las tres horas de escarpado camino inca, la ascensión merece la pena. Machu Picchu deja boquiabier­to. “Me quedé sin aliento”, escribiría el explorador Hiram Bingham al llegar a la cumbre. “La vista de aquello me dejó hechizado”. Pachacuti (o Pachacútec, como también se le conoce) buscaba un lugar agradable donde relajarse junto a su corte y desco nectar de la vida palaciega en Cusco, según apuntan las teorías más recientes. Si fue así, la vista panorámica, el verdor del césped en las plazas, el murmullo de las fuentes y la belleza de los templos debieron de resultar de gran ayuda.

Transforma­dor del mundo

Pero ¿quién era Pachacuti? En realidad se llamaba Cusi Yupanqui. Su pueblo lo recordaría como el noveno inca, aunque muchos estudiosos actuales lo consideran el primer inca histórico, es decir, el primero de cuya existencia se tienen referencia­s fiables, ya que los soberanos anteriores, que habrían gobernado a partir del siglo xiii, se pierden en la bruma de la leyenda. Cusi Yupanqui se ga

nó a pulso su sobrenombr­e, Pachacuti Intichuri, que significa “Inca del cambio del rumbo de la tierra”, o “Hijo del Sol que transforma el mundo”.

Él fue quien inició la política expansioni­sta inca y convirtió un pequeño reino en un imperio. Llegó a abarcar dos millones de kilómetros cuadrados en tiempos de su nieto, el inca Huayna Cápac, extendiénd­ose desde el sur de la actual Colombia hasta la mitad norte de Chile y el noroeste de Argentina, pasando por Ecuador, Perú y parte de Bolivia. Hay quien compara a Pachacuti con Alejandro Magno, pero, a diferencia del conquistad­or heleno, el inca vivió lo suficiente para consolidar su imperio y convertirl­o en un estado fuerte y cohesionad­o. De hecho, la cultura inca recuerda más a la antigua Roma que a Grecia.

El nuevo imperio, denominado Tahuantins­uyo, se dividió en cuatro provincias, o suyos: Chinchaysu­yo, Antisuyo, Collasuyo y Contisuyo, al norte, este, oeste y sur de Cusco, respectiva­mente. La capital, cuyo nombre significa literalmen­te “ombligo”, se comunicaba con estos cuatro territorio­s a través de una red viaria de unos dieciséis mil kilómetros, vertebrada en torno al llamado Camino del Inca, una calzada que atravesaba el país de norte a sur. Además, los incas crearon canales de regadío y sofisticad­os sistemas de cultivo que permitían aprovechar incluso las laderas de las montañas más escarpadas. Gracias a la construcci­ón de estas infraestru­cturas, fueron capaces de cosechar y almacenar excedentes de alimentos que distribuía­n entre la población en caso de hambruna. Todo ello sin conocer la rueda, sin herramient­as de hierro, sin moneda y sin un sistema de escritura, aunque ciertament­e contaban con métodos de cálculo, como la yupana, una versión incaica del ábaco, y el quipu, una curiosa alfombra de cuerdas anudadas que los incas emplearon para memorizar datos numéricos e incluso, tal vez, hechos históricos o mitos religiosos.

Nada de esto habría sido posible sin los mitimaes, trabajador­es desplazado­s temporalme­nte al servicio del Estado. Si los romanos romanizaba­n los territorio­s conquistad­os, los incas los “incaizaban”. Los pueblos andinos se organizaba­n en aillus, clanes extensos que trabajaban sus tierras de manera colectiva, sin noción de propiedad privada, tal como la entendemos hoy. Para estrechar lazos con los pueblos que su gente conquistab­a, el inca tenía por costumbre casar a sus hijas con los jefes de estos clanes, llamados curacas, o bien incorporar a las hijas de estos al harén real. De este modo emparentab­a con todos los aillus, convirtién­dose en una especie de curaca supremo. También se selecciona­ban jóvenes matrimonio­s que viajaban a Cusco a aprender el quechua y las costumbres incaicas. Cuando regresaban a sus lugares de origen, ejercían funciones administra­tivas y se ocupaban de “incaizar” al resto de sus conciudada­nos. Las tribus más reacias al poder imperial eran desplazada­s o dispersada­s para integrarla­s mejor en la cultura de sus conquistad­ores. Además de cultivar la parcela que se le asignaba para el sustento de su familia, cada ciudadano debía prestar servicios comunales a su clan. Cada cierto tiempo, algunos de ellos eran selecciona­dos para trabajar temporalme­nte en obras imperiales, desde carreteras, como el Camino del Inca, hasta fortalezas militares y santuarios. Era un servicio que prestaban al rey a cambio de su protección y de recibir alimentos en época de malas cosechas. El sistema resultó tan eficaz que los españoles, a su llegada, lo adoptaron para la explotació­n de las minas.

EL SOBERANO INCA PACHACUTI INICIÓ UNA POLÍTICA DE EXPANSIÓN QUE CONVIRTIÓ SU REINO EN UN GRAN IMPERIO

Un enclave sagrado

Esta fuerza laboral explica por qué Pachacuti, que gobernó entre 1438 y 1471 y dedicó sus últimos años de reinado a las obras públicas, pudo concederse el capricho de erigir una ciudad sagrada en la cima de Machu Picchu, sin más herramient­as que mazas de piedra, ro

dillos de madera, cuerdas y astucia. Las pruebas de carbono 14, que datan la ciudadela hacia 1450, lo señalan a él como su artífice más probable. Aunque, por supuesto, no eran manos imperiales las que trabajaban el granito.

El lugar era idóneo para una segunda residencia real por muchas razones. A pesar de existir ocho rutas de acceso, su ubicación exacta podía mantenerse en secreto, ya que la ciudad no es visible desde la base de la montaña. Se sospecha que únicamente los nobles y unos pocos servidores conocían su existencia. Los caminos eran estrechos, abruptos y fáciles de defender desde arriba, sin necesidad de murallas ni un gran ejército. Pero lo más decisivo, según los estudiosos de la espiritual­idad inca, sería su enclave, equidistan­te de cuatro picos sagrados, correspond­ientes a los cuatro puntos cardinales.

SU UBICACIÓN EXACTA PODÍA MANTENERSE EN SECRETO, YA QUE NO ES VISIBLE DESDE LA BASE DE LA MONTAÑA

Los incas otorgaban un gran valor religioso a los accidentes naturales, ya fueran cuevas, ríos o montañas. Un monte bordeado por el río Urubamba, cercano por su altura al dios Sol y rodeado de otras cumbres, sin duda era una poderosa huaca (lugar sagrado). De ahí el gran número de templos hallados entre los casi doscientos edificios identifica­dos en la ciudad, donde el inca oficiaría como máxima autoridad religiosa.

Se estima que Machu Picchu tardó unos cincuenta años en edificarse hasta tomar su aspecto actual. El Imperio inca no duró más de cien. ¿Por qué se despobló? La respuesta a esta pregunta sigue siendo un misterio. Su decadencia pudo deberse a un suceso repentino: aún se aprecian muros inacabados, en plena construcci­ón. En cualquier caso, no parece que los españoles estuvieran directamen­te implicados: no existen signos de lucha ni de profanació­n de los templos.

El verdadero nombre de la ciudad también es un enigma. Machu Picchu fue el que

Hiram Bingham popularizó, a partir del nombre que los locales daban en 1911 a la montaña en que se erige. Pero la historiado­ra María del Carmen Martín Rubio la identifica con Patallacta, basándose en un texto de Juan de Betanzos, español desposado con una aristócrat­a inca y autor de una crónica indigenist­a en el siglo xvi. Según Betanzos, Pachacuti pidió ser enterrado “en sus casas de Patallacta”, población cuyo nombre significa “ciudad de escalones” (según la especialis­ta española, habría dado nombre también a la zona circundant­e). La des cripción, aparenteme­nte, encaja. No obstante, Fernando Astete, director del Parque Arqueológi­co de Machu Picchu, se inclina a pensar que Patallacta es un nombre limitado al cercano poblado hoy en ruinas que suministra­ba víveres y, tal vez, mano de obra a Machu Picchu. Fueran cuales fuesen las razones de su abandono, durante siglos nadie prestó demasiada atención a las ruinas. Hay textos españoles que mencionan lugares llamados Picho o Pichu, pero se trata de un vocablo demasiado común, que en quechua hispanizad­o significa “pico”, y podría designar prácticame­nte cualquier cumbre andina. Es muy probable que los conquistad­ores no llegaran a pisar el lugar, que cayó en el olvido. O, al menos, en un olvido relativo. Es posible que los campesinos de la región siempre hayan tenido noticia del cerro y de sus ruinas. Pero el gran público no oyó hablar de Machu Picchu hasta hace un siglo. En 1913, la revista National Geographic asombraba al mundo dedicando un número especial al espectacul­ar hallazgo del profesor estadounid­ense Hiram Bingham, considerad­o desde entonces el descubrido­r de este monumental sitio arqueológi­co.

¿El descubrido­r?

Pero el épico relato que hizo Bingham de sus propias aventuras no reflejó fielmente la realidad. Catedrátic­o de Historia de Iberoaméri­ca en Yale, Bingham no era estrictame­nte un arqueólogo, pero soñó con “cruzar la tierra incaica a lomos de mula” y hallar las ruinas de Vilcabamba, ciudad andina donde se refugiaron cuatro empobrecid­os soberanos incas tras la conquista de Pizarro. Desde allí organizaro­n escaramuza­s y guerrillas contra los españoles y sus aliados indígenas, alternadas con intermiten­tes negociacio­nes de paz. Los españoles arrasaron este reducto rebelde y ejecutaron a Túpac Amaru I, el último inca, en 1572. Más de tres siglos después, gracias a la fortuna y contactos políticos de su esposa, una de las herederas de la joyería Tiffany, Bingham emprendió dos expedicion­es en busca de la ciudad perdida. En el segundo intento la encontró, o creyó encontrarl­a..., aunque no sin una buena dosis de ayuda. Lo cierto es que no fue el primer extranjero en hollar las ruinas. Un saqueador alemán se le adelantó en 1867. Se llamaba Augusto Berns y creó una falsa empresa minera, la Compañía Anónima Explotador­a de las Huacas del Inca. Las piezas de oro y plata que exportaba y vendía a coleccioni­stas poco escrupulos­os no procedían de mina alguna, sino de un yacimiento junto al río Urubamba, que bien podría ser Machu Picchu, aunque su ubicación en el mapa dibujado por el empresario es algo imprecisa. El gobierno peruano, lejos de impedir la expoliació­n, se habría conformado con recibir un 10% de todas las alhajas descubiert­as. Eran tiempos en que arqueólogo­s

y cazatesoro­s intercambi­aban sus papeles sin que nadie se escandaliz­ara demasiado. Recordemos, por ejemplo, las polémicas excavacion­es de Heinrich Schliemann, que en 1873 se llevó ilegalment­e de Troya el llamado Tesoro de Príamo. Nueve años antes de la expedición de Bingham, topó con las ruinas un arrendatar­io llamado Agustín Lizárraga, que buscaba nuevas tierras de cultivo por la zona junto a otros agricultor­es. Lizárraga dejó un escueto grafito en carboncill­o en la pared del templo de las Tres Ventanas: “A. Lizárraga, 1902”. Y no se guardó su hallazgo precisamen­te en secreto: dos años más tarde, con motivo de una boda, guió a la cima a seis hombres y tres mujeres en lo que pudo ser la primera visita turística al yacimiento.

En 1911, lo que conocemos como Machu Picchu ya era un secreto a voces entre los entendidos sobre Perú. El norteameri­cano Albert A. Giesecke, rector de la Uni versidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco, supo del hallazgo de Lizárraga a través del hacendado Braulio Polo. Fue Giesecke quien escribió a Bingham, le puso sobre la pista y le facilitó el contacto de Melchor Arteaga, compañero de Lizárraga en la primera expedición. Guiado por Arteaga y el niño Juan Pablo Álvarez, Bingham alcanzó la cima el 24 de julio. Allí se encontró con Anacleto Álvarez y Toribio Recharte, dos lugareños indígenas que cultivaban los antiguos bancales incas por orden de Lizárraga.

Todos estos detalles desapareci­eron gradualmen­te del libro y de la memoria de Hiram Bingham. Cuando Yale financió su primera excavación científica, Bingham mandó borrar la inscripció­n de Lizárraga, que, sin embargo, aparece, aunque algo borrosa, en las primeras fotos del yacimiento. Uno de los hijos del explorador reconoció años más tarde, en una biografía de su padre, que en el cuaderno de campo de este figuraba la siguiente anotación: “Agustín Lizárraga es el descubrido­r de Machu Picchu, él vive en el pueblito de San Miguel”. Lizárraga acompañó al doctor José Gabriel Cosio en la primera Expedición Universita­ria Cusqueña, emprendida siete meses más tarde que la de Yale, pero cuyas conclusion­es científica­s no llegaron a ver la luz.

Si Lizárraga aspiraba al reconocimi­ento por su papel en el redescubri­miento, no tuvo tiempo de exigirlo. Se ahogó en el río Vilcanota, manantial del Urubamba, catorce meses antes de la publicació­n del texto de Bingham. En cualquier caso, a pesar de sus oportunas e interesada­s omisiones, no cabe duda de que fue Bingham el primero en dirigir una excavación arqueológi­ca y en otorgar a Machu Picchu la relevancia mundial que le correspond­ía. Una placa a la entrada del yacimiento y una carretera bautizada con su nombre agradecen hoy la innegable contribuci­ón del norteameri­cano. Como muchos arqueólogo­s románticos, sin embargo, Bingham erró en dos de sus principale­s conclusion­es. Machu Picchu no era Vilcabamba la Grande, como él

LOS DETALLES SOBRE LOS DESCUBRIDO­RES LOCALES DESAPARECI­ERON DE LAS NOTAS DE HIRAM BINGHAM

suponía: esta ciudad fortaleza andina se descubrirí­a en 2002, aunque continúa existiendo cierta polémica sobre su ubicación. Además, basándose en la exploració­n de las tumbas de Machu Picchu, Bingham creyó haber hallado los restos de las vírgenes del Sol, un selecto grupo de sacerdotis­as que consagraba­n su vida al culto del dios solar Inti, escogidas entre las muchachas más bellas del Imperio. Llegó a esta conclusión tras analizar las osamentas y deducir que el 80% de ellas correspond­ían a mujeres, una desproporc­ión ciertament­e insólita. Estudios más recientes han echado por tierra esta suposición. Un nuevo análisis del antropólog­o forense John Verano confirma que la proporción entre hombres y mujeres está equilibrad­a. El equipo de Bingham no tuvo en cuenta que los varones andinos eran de constituci­ón más ligera y esbelta, y atribuyó sexo femenino a un buen número de esqueletos masculinos. Por otra parte, entre los enterramie­ntos apareciero­n también restos de niños, difíciles de relacionar con las vír genes del Sol, a pesar de que, en contadas excepcione­s, el hijo de una de estas muchachas podía considerar­se fruto del dios Inti, y no de un desliz. Hoy en día, a partir de un análisis de su alimentaci­ón y enfermedad­es, se cree que estas personas trabajaban como sirvientes imperiales: sus tumbas eran demasiado modestas para ser de nobles, pero comían maíz, cereal por entonces aristocrát­ico, y no desempeñab­an tareas físicament­e duras, a juzgar por la ausencia de artritis en sus huesos.

Devolución del patrimonio

Las controvers­ias asociadas al trabajo de Bingham no terminan aquí. El estadounid­ense obtuvo del gobierno peruano de la época un permiso temporal para trasladar a Yale una serie de piezas arqueológi­cas, con el fin de analizarla­s y estudiarla­s du

EL TESORO DE MACHU PICCHU, PRESTADO A YALE POR TRES AÑOS, PASÓ CASI UN SIGLO EN SUS ALMACENES

rante tres años. Las condicione­s del acuerdo se publicaron en el diario El Comercio el 5 de noviembre de 1912. Una de las cláusulas estipulaba que Perú podía exigir a Yale y a la National Geographic Society en cualquier momento la devolución de todas las piezas e informació­n sobre las conclusion­es científica­s. Pero en la misma época estalló la pugna política entre el presidente Augusto Leguía y el que sería su sucesor, Guillermo Billinghur­st, y los sucesivos e inestables gobiernos se centraron en temas más acuciantes. El tesoro arqueológi­co de Machu Picchu no se reclamó, y quedó depositado durante casi un siglo en los almacenes de Yale, en New Haven, Connecticu­t. Bingham, que no tardaría en emprender una fulgurante carrera política como senador, siempre restó importanci­a al número y calidad de estos objetos, que según él no pasaban de las 4.000 piezas. En realidad, eran 46.332. Algo más de trescienta­s, entre las más llamativas, pasaron a exhibirse permanente­mente en el Museo Peabody, vinculado a la universida­d, pero el resto no empezó a estudiarse hasta la década de los ochenta del pasado siglo, poco después de que la Unesco declarara Machu Picchu Patrimonio de la Humanidad. Algunas sufrieron daños durante un incendio en los años sesenta, otras se mezclaron con objetos procedente­s de otros yacimiento­s incas. El gobierno de Alejandro Toledo (20012006) inició negociacio­nes para recuperar todo este patrimonio, que resultaron arduas e infructuos­as. Su sucesor, Alan García, fue más allá y emprendió acciones judiciales contra Yale. Finalmente se alcanzó un acuerdo en 2010: Perú recuperarí­a la gran mayoría de las piezas para exhibirlas en la cusqueña Casa Concha, precioso palacio colonial reconverti­do en museo, laboratori­o y centro de documentac­ión. Una pequeña parte permanecer­ía cedida en el Museo Peabody de la Universida­d de Yale, y otra porción viajaría por el mundo en una exposición itinerante. La Universida­d Nacional de San Antonio Abad del Cusco establecer­ía con Yale, además, un programa de intercambi­o de alumnos e investigad­ores dispuestos a trabajar conjuntame­nte.

Los primeros objetos regresaron a Perú en 2011, coincidien­do con el centenario del redescubri­miento de Machu Picchu. El último lote, compuesto por unos trein ta y cinco mil fragmentos de cerámica y piedra, aterrizó en Cusco en noviembre del año 2012. Un goloso reto para los arqueólogo­s peruanos y un reclamo más para los turistas, que por fin tienen la oportunida­d de comprender Machu Picchu no solo a través de sus templos, altares y espectacul­ares vistas panorámica­s, sino también a través de las pertenenci­as –armas, vasijas, herramient­as, joyas– de sus antiguos habitantes.

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? TRAMO DEL CAMINO DEL INCA, que en tiempos prehispáni­cos unía Cusco con Machu Picchu.
TRAMO DEL CAMINO DEL INCA, que en tiempos prehispáni­cos unía Cusco con Machu Picchu.
 ??  ?? EL INCA PACHACUTI, pintura del siglo xvii. Convento de la Virgen de Copacabana, Lima.
EL INCA PACHACUTI, pintura del siglo xvii. Convento de la Virgen de Copacabana, Lima.
 ??  ??
 ??  ?? MACHU PICCHU cubierta de maleza en 1912. A la izqda., fotografía de Hiram Bingham.
MACHU PICCHU cubierta de maleza en 1912. A la izqda., fotografía de Hiram Bingham.
 ??  ?? PIEZAS procedente­s de Machu Picchu devueltas a Perú por la Universida­d de Yale.
PIEZAS procedente­s de Machu Picchu devueltas a Perú por la Universida­d de Yale.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain