Barbanegra
El último gran pirata clásico del Caribe tuvo una existencia de timador y maleante, con un final, eso sí, digno de las películas del género. Su buque insignia es actualmente objeto de rescate.
Hace 300 años, en Carolina del Norte, caía abatido Barbanegra, el último pirata del Caribe de la era clásica. Al margen de su fiereza implacable, se construyó una imagen espeluznante para conseguir que fuese el terror el que hiciese parte de su trabajo de pillaje.
Este año se cumplen justo 300 desde que la fragata Queen Anne’s Revenge encalló en el verano de 1718 y su legendario capitán cayó abatido al acercarse ese invierno. El Caribe y las Indias Occidentales siguieron sufriendo a algún que otro pirata durante un tiempo más. Sin embargo, el temido Barbanegra fue el último de auténtico renombre en la edad de oro de este fenómeno criminal típico de las Américas coloniales. Lo que se conoce de él antes de convertirse en un sinónimo de piratería se basa en conjeturas. Se cree que Edward Teach, un nombre entre otros posibles, nació en el último tercio del siglo xvii en la ciudad inglesa de Bristol, por esas fechas el segundo puerto de Gran Bretaña. Además de este entorno marinero, puede que perteneciera a una familia acomodada, ya que sabía leer y escribir cuando solo las élites lo hacían. Es probable que, de joven, el futuro azote del Caribe y la costa atlántica de lo que pronto sería Estados Unidos se enrolara para combatir en la Royal Navy al estallar la guerra de Sucesión española. Es así como habría llegado a las aguas tropicales del Nuevo Mundo. Allí habría tenido por teatro de operaciones la guerra de la reina Ana. Era el capítulo norteamericano de la guerra de Sucesión española y la explicación del nombre que pondría más tarde a su nave principal (Queen Anne’s Revenge: “La venganza de la reina Ana”). Su papel en este conflicto habría sido el de corsario, quizá con base en Jamaica. Su biografía comienza a tomar cuerpo a partir de la primera noticia escrita que se tiene de sus actividades como pirata.
A las órdenes de Hornigold
En el verano de 1716, un registro en la bitácora de otro notorio bandido marino, Benjamin Hornigold, refiere que se habían adueñado juntos, al frente de una temible banda, de varios mercantes que transportaban vino y harina en torno a las Bermudas. Barbanegra aparece perfilado como el segundo de Hornigold. Comandaba una balandra, la embarcación pirata más ha
bitual –una relativamente ligera, con cubierta y un único mástil–, servida por seis cañones y 70 tripulantes.
Su jefe, un marino experimentado, excorsario y personaje influyente en Nassau, desde donde operaba –con el corrupto gobierno de Bahamas metido en el bolsillo–, no habría hecho a Teach su mano derecha de no haber confiado en su lealtad, pericia y ferocidad. Por ello se cree que Hornigold tuteló en persona, quizá a lo largo de dos años, el ascenso de Barbanegra en el escalafón pirata. Lo encumbró a la capitanía, primero, de la balandra mencionada y, más adelante, de su propia nave insignia. No les iba mal en su asociación. En la primavera de 1717 capturaron y saquearon al menos ocho mercantes en diferentes puntos del litoral atlántico de EE. UU. Ese verano, la banda de Hornigold sumó otro activo a sus filas al recalar en las Bahamas para descansar. Incorporó a Stede Bonnet, un señorito de Barbados, de familia terrateniente, que se había hecho a la mar sediento de aventura. Recordado como “El pirata caballero”, Bonnet resaltaba entre sus toscos camaradas de profesión por su atuendo y modales versallescos. Su pronta amistad con Teach refuerza la teoría de que Barbanegra provenía de buena cuna.
Terror en la Costa Este
Lo cierto es que Bonnet puso al servicio de este último su balandra, la Revenge. Se debió quizá a que se estaba recuperando de las heridas causadas por un enfrentamiento con una nave española o sencillamente a que “El pirata caballero” era un gran compañero de juergas, pero un capitán desastroso. Al frente de esta embarcación, más recia que la anterior, dotada con una docena de cañones y un centenar de secuaces, Barbanegra se pasó el otoño de 1717 castigando el litoral de EE. UU. Abordó una quincena de barcos con amarre en Charleston, la bahía de Chesapeake, Filadelfia, Nueva York y Boston en apenas tres semanas de octubre. Después enfiló al Caribe para guarecerse del invierno. En noviembre, mientras bordeaba las Antillas Menores, se topó a la altura de
las islas de Barlovento con el sueño flotante de cualquier pirata ambicioso: La Concorde, una fragata francesa que trasladaba sin escolta de África a América medio millar de esclavos para vender a las plantaciones de azúcar. Los barcos negreros eran botines ideales para la piratería por su velocidad y amplias bodegas. Mal armada con solo 14 cañones y, además, con la tripulación diezmada por el escorbuto y la disentería, dos males comunes a bordo, Barbanegra se apropió de la nave sin tener que disparar ni una de sus 20 piezas de artillería.
Tras henchir de cañones La Concorde y rebautizarla Queen Anne’s Revenge, Teach se encontró al frente de un peque ño ejército. Comandaba unos doscientos cincuenta hombres distribuidos en cuatro embarcaciones, pues se había hecho cargo de las fuerzas del capitán Hornigold. Parte de estas estaban irritadas con su antiguo jefe por su negativa a asaltar barcos ingleses. Así que Benjamin Hornigold decidió a inicios de 1718 que era un buen momento para dejar atrás el mar y centrarse en las plantaciones que había comprado en Nueva Providencia, la isla principal del archipiélago de las Bahamas. Pudo hacerlo sin problemas, al acogerse a una amnistía decretada el año anterior por Jorge I –el primer Hannover que rigió Gran Bretaña– a aquellos piratas que abandonaran sus operaciones.
El gran diablo
El edicto, por otro lado, castigaba con la horca, amputaciones, tortura, confiscaciones y otras penas severas a los reincidentes. La Paz de Utrecht había zanjado la guerra de Sucesión en 1713, pero con ello había dejado en el paro a miles de corsarios e infantes de la Royal Navy y otras armadas. Las aguas del Nuevo Mundo, en consecuencia, se infestaron de piratas. De ahí que Londres y otros estados europeos dictaran en los años siguientes leyes muy agresivas para fulminar esta plaga, la última oleada clásica de la región.
Esta normativa se contó entre los factores que acabaron con la edad de oro de la piratería en América. Prueba de ello fue que,
apenas una década más tarde, asolaba la zona solo uno de cada diez piratas de antaño, y se daban anualmente apenas media docena de ataques. Antes superaban el medio centenar. Únicamente los capitanes más temerarios persistieron en sus actividades en este período final desde el edicto británico de 1717. Barbanegra destacó, sin duda, como el más espectacular. Emancipado de su padrino en el crimen y perseguido como nunca, se entregó a un frenesí de atracos. En las Indias Occidentales asaltó tanto posesiones francesas (la colonia de Guadalupe, un mercante en San Cristóbal y Nieves...) como inglesas (una balandra en las islas Vírgenes). Después puso rumbo al oeste para atacar intereses españoles. Su campaña contra barcos fondeados en el golfo de México y en poblados de la península de Yucatán le valió el mote de “El gran diablo”. A este apodo contribuyó, por supuesto, su carácter cruel. No hay registros fidedignos de que matase o torturase a ninguna de sus víctimas. Sin embargo, una vez disparó en la rodilla a su primer oficial solo para llamarlo al orden. Lo dejó lisiado de por vida. También hay testimonios de que a las mujeres que se negaban a entregarle sus anillos por las buenas les cercenaba los dedos sin más.
Cambio de guarida
Como contrapartida de este temperamento explosivo y sanguinario, se dice que solía ser magnánimo con las personas que le obedecían sin rechistar. Y se trataba incuestionablemente de un hombre valiente. Dio muestra de ello en enero de 1718, por ejemplo, cuando hizo frente en un duelo naval a todo un buque de guerra, el Scarborough, que montaba 32 cañones e infantes de marina profesionales. Fue justo por esas fechas cuando Barbanegra se estableció en la isla Ocracoke, delante de la costa, repleta de meandros –léase escondrijos–, de Carolina del Norte. Se trató de una previsión afortunada. Unos meses después, las Bahamas, su base anterior, serían gobernadas por Woodes Rogers, un excorsario que, al blanquearse, se lanzó a extirpar a conciencia la piratería local, lo que aceleró su disminución. Teach contaba en su nuevo hogar norcarolino con la complicidad del mismísimo gobernador. El corrupto Charles Eden encubría legalmente o miraba hacia otro lado cuando su socio, que le recompensaba estas gentilezas con parte del botín, daba un golpe o vendía lo robado a los respetables ciudadanos de su territorio. A nadie le importaba si Barbanegra dirigía su pandilla a un viejo naufragio, como hizo en Florida en busca de restos de la
CONTABA EN OCRACOKE CON LA COMPLICIDAD DEL GOBERNADOR, CHARLES EDEN, RECOMPENSADO CON PARTE DEL BOTÍN
Flota de Indias hispana, hundida tres años antes y repleta de oro y plata. Pero Eden se veía en un aprieto si el despiadado capitán no prosperaba lo suficiente como para tener aplacados a sus bandidos. Para paliar la situación, se desmandaba. Ocurrió al volver de Florida. Teach regresó con las bodegas vacías. Su paso siguiente fue, por tanto, una osadía inusitada: el bloqueo y extorsión de la pujante capital colonial de la otra Carolina, la del Sur, lo que resultó difícil de justificar hasta para Eden.
El pirata humeante
El chantaje a Charleston constituyó el golpe maestro de Barbanegra. No solo por su espectacularidad y duración, sino
también por haber sido incruento. Produjo un jugoso botín sin tener que disparar ni un tiro. Un atraco de estas características era el ideal pirata y muestra la profesionalidad de Teach. Su estilo delictivo, de hecho, solió basarse menos en la violencia que en la intimidación. Tanto la enormidad de su buque insignia como la bandera negra que lo remataba –con un esqueleto de demonio alzando una copa y alanceando un corazón sangrante– estaban dirigidas a causar pavor. La propia imagen de Barbanegra, que parecía salida del infierno, era deliberada, para facilitar su tarea de bandido. Un asalto se simplificaba mucho si la mala fama de un pirata inspiraba tanto miedo que paralizaba a sus presas. Permitía atacar y huir con rapidez y sin combatir, lo que ahorraba esfuerzos, recursos y riesgos. Alto para su tiempo –medía más de metro ochenta–, ancho de hombros, fuerte y de facciones afiladas, Teach no solo llevaba larga la barba oscura que le valió su apodo; también la trenzaba con cintas de colores, como un salvaje para una sociedad en la que los hombres de bien iban rasurados. Este aspecto excéntrico y atemorizante lo llevaba al extremo, con un gran sentido teatral, al emprender un abordaje. En un hábil ejercicio de marketing de época, en esas ocasiones se vestía íntegramente de negro, se cruzaba el pecho y la cintura con tres pares de pistolas más algunas dagas, empuñaba un sable grande en la mano derecha y, en la izquierda, portaba además un garrote. Por si fuera poco, consciente de la importancia de una imagen impactante en el negocio de provocar terror, metía bajo su tricornio mechas de cáñamo encendidas. Su cara, dominada por dos ojos de expresión intencionadamente alocada y enrojecidos por la humareda, emergía entre un chisporroteo constante como si saliera del mismísimo averno.
Detenido por los elementos
Todo este despliegue escénico, más la audacia de sus atracos, hacía que la mayoría de sus víctimas entregasen pacíficamente la carga, el barco o lo que se terciara. Nadie quería líos con un monstruo así. Menos cuando, en su momento álgido, iba secundado por cuatro naves y hasta cuatrocientos sicarios erizados de cañones, arcabuces, trabucos, hachas, sables y cuchillos. Convertido tras el bloqueo de Charleston en el enemigo público número uno de los futuros Estados Unidos, a Barbanegra le convenía esfumarse durante un tiempo. Puso proa a Carolina del Norte para extraviarse entre las múltiples sinuosidades de su costa y estar al amparo de su socio, el gobernador Eden. Pero eran aguas poco profundas para el calado del Queen
Anne’s Revenge. El barco encalló a toda vela en los bancos de arena que había a la altura de la ensenada de Beaufort. No hubo más remedio que abandonar la fragata allí. Durante siglos se ha dicho que quizá se trató de una estratagema de Teach para desprenderse de la mayoría de su flotilla, que había crecido demasiado, y ocultarle en la misma jugada la mayor parte del botín de Charleston. Sin embargo, evidencias arqueológicas de 2008 han desmentido esta versión. Barbanegra intentó salvar la embarcación hasta el último momento, pero no lo logró, pese a su probada destreza náutica. El caso es que, tras este accidente en junio de 1718, decidió retirarse de la piratería. Trasladó las posesiones que pudo a la balandra Adventure, capitaneada por su mano derecha, Israel Hands, un nombre después inmortalizado por Robert L. Stevenson en La isla del tesoro. Además, dejó en un islote desierto a varias decenas de los marineros más díscolos y se adueñó de sus pertenencias. Y, por último, devolvió el mando de la Revenge a Stede Bonnet, que quería seguir las andadas.
Barbanegra, un Barbazul
Después, Barbanegra navegó hacia la aldea norcarolina de Bath con unos sesenta de sus secuaces más leales. Allí aceptó de su socio, el gobernador Eden, el indulto de la Corona británica, se com pró tierras y una casa y, en un alarde de integración social, hasta se casó con la hija de un terrateniente local. La chica, de escasos 16 años, era la decimocuarta esposa que tomaba Barbanegra, de creer a un biógrafo de la época.
Esta comedia duró apenas semanas. Al cabo de un mes, Teach pidió a las autoridades una patente de corso y, no mucho después, regresó directamente a la piratería por libre. En realidad, durante su supuesto retiro en Bath había recibido visitas cuando menos sospechosas, como el cruel pirata Charles Vane o el menos peligroso, pero no mejor, “Calico Jack” Rackham. Con ambos montó una fiesta escandalosa para el villorrio protestante. En agosto terminaron de caer las máscaras. Un día, Teach y sus hombres volvieron a su atracadero en la isla Ocracoke con un barco, aparte del suyo, cargado de azúcar y cacao. El capitán explicó que
SU ASPECTO MONSTRUOSO HACÍA QUE LA MAYORÍA DE SUS VÍCTIMAS ENTREGASEN LA CARGA SIN MÁS
había encontrado la nave y los valiosos alimentos navegando a la deriva en alta mar. Eden y su oficial de aduanas le creyeron a pies juntillas, desde luego: confiscaron la carga y ordenaron quemar la nave hasta la línea de flotación.
Sin embargo, pronto corrió la voz de que, en realidad, los dos funcionarios se habrían repartido el flete con el pirata y habrían incendiado el barco para eliminar evidencias. ¿Por qué? Barbanegra había asaltado dos mercantes franceses no lejos de las Bermudas y había hecho pasar la tripulación de una de las naves a la otra. Así justificaría que la primera, con la carga, iba sin gente ni rumbo, y que podía quedársela o entregarla a las autoridades, de acuerdo con las leyes del mar. Fue la gota que colmó el vaso para los colonos norcarolinos. Los armadores regionales temieron que el pirata atacase sus barcos y atrajera tal vez a otros forajidos. Además, estaban hartos de tenerlo de vecino. Sus matones se emborrachaban y la liaban parda un día sí y otro también. El capitán los dejaba hacer, huraño, imprevisible y desafiante. Incluso se rumoreaba, como recogió su primer biógrafo en 1724, que a su joven esposa la “forzaba a prostituirse” con un puñado de sus esbirros, “uno tras otro”.
Duelo en cubierta
Una comitiva de notables presentó sus quejas al gobernador del estado colindante, Virginia, en busca de justicia. A Alexander Spotswood también le preocupaba tener tan cerca de su jurisdicción a Barbanegra, por lo que, saltándose sus competencias, alquiló de su bolsillo dos balandras, la Pearl y la Lyme, y las dotó con unos sesenta marinos de guerra de la Royal Navy. Los lideraba el teniente Robert Maynard. Sus órdenes eran claras: capturar a Teach vivo o muerto. Corrían los últimos días de 1718. Cuando Barbanegra vio llegar las naves armadas al lugar donde estaba anclado, próximo a su guarida, retó a sus perseguidores a que le dieran alcance. Los efectivos de Maynard triplicaban los suyos, pero él era quien era. Ese día, sin embargo, tenía el tiempo en contra. Había poco viento. No pudo maniobrar como le hubiese gustado. Observó, no obstante, que las balandras oficiales de pronto se detuvieron y escoraron: habían encallado en un banco de arena. Así que ordenó a sus hombres que remaran hacia el enemigo y, tras embestirlo, saltó al abordaje.
La escena siguiente fue la única de Teach con algún parecido a la piratería idealizada de Hollywood: un duelo a muerte en cubierta, a pleno sol. Después de matar a varios infantes de marina, Barbanegra corrió hacia el teniente Maynard, al identificarlo en la Pearl. Llevaba un sable ensangrentado en una mano y una pistola cargada en la otra. Lucharon como leones. Ambos combatientes primero dispararon, pero no hicieron blanco. Aunque Maynard creyó ver que había atra
MAYNARD CREYÓ HABERLE DADO A BARBANEGRA, PERO ESTE CONTINUÓ PELEANDO COMO SI NADA
vesado a Barbanegra, el pirata continuó peleando como si nada. Entonces, Teach soltó un mandoble que partió en dos el hierro del teniente. Iba a rematarlo cuando un marino de la Royal Navy se adelantó por detrás de Maynard y lanzó un sablazo letal a la garganta de Barbanegra. El pirata continuó moviendo el brazo armado, pero cada vez con menos fuerza.
Comenzó a trastabillar y terminó derrumbándose sobre la cubierta.
Una leyenda viva
Cuando examinaron su cadáver, se le encontraron cinco heridas de bala y veinte de arma blanca. Maynard ordenó que le cortaran la cabeza, como prueba para reclamar una recompensa de 100 libras esterlinas, y se lanzara el cuerpo al mar. Según la leyenda, el capitán decapitado nadó tres veces alrededor del barco antes de hundirse para siempre. La cabeza de Barbanegra viajó después en la Pearl hasta Virginia colgada del bauprés, pudriéndose día a día a la vista de todos. Pedagogía de la época. Era un modo de hacer público que, una vez más, el bien había vencido al mal en su eterna batalla. El reinado de terror de Barbanegra duró en torno a dos años. Se calcula que en ese período asaltó unos cuarenta barcos, además de protagonizar los raids contra Charleston y las poblaciones yucatecas. No fue ni de lejos el pirata más exitoso en términos materiales. A su muerte, su botín consistía en “25 pipas de azúcar, 11 toneles y 145 bolsas de cacao, un barril de índigo y una bala de algodón”. Ningún tesoro formidable. Sin embargo, este bandolero de los mares supo forjar ya en vida, con astucia, teatralidad y descaro, un personaje legendario que, como tal, supera en popularidad todavía hoy a cualquier otro de su oficio. Enmarcada su trayectoria en una hora crepuscular para la piratería clásica, fue como si esta se despidiera con él a lo grande.