Historia y Vida

En el foco

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

- F. Martínez Hoyos, doctor en Historia.

Las controvers­ias que han empañado la imagen del escritor.

Para el gran público, su figura es inseparabl­e de las greguerías, esas frases chispeante­s, llenas de humor y surrealism­o, al estilo de “El agua se suelta el pelo en las cascadas”. Por la brevedad de estos destellos de ingenio, se ha dicho que Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) aventajarí­a hoy a muchos de los tuiteros más agudos. Sin embargo, el resto de su obra es aún poco conocido. Sin duda, porque la posteridad no ha sido amable con él. En América le admiraron literatos de la talla de Pablo Neruda, Julio Cortázar o Jorge Luis Borges. España fue menos generosa. En parte, por las ambigüedad­es de su postura política, pero también porque su personalís­ima producción fue la de un hombre que iba por libre, imposible de clasificar en cualquier generación. El personaje ocultó a la persona. Se le menospreci­ó por ser un “niño grande”. Y, de alguna forma, sus escritos quedaron sepultados por sus gestos histriónic­os. En 1923, cuando se realizó una función en el Circo Américo de Madrid, pronunció el discurso de agradecimi­ento... ¡desde un trapecio! Ayuda a conjurar este relativo olvido que se rescaten los artículos que escribió, entre 1935 y 1936, para el periódico Ahora y la revista Estampa. El recienteme­nte publicado Color de diciembre y otras cosas (Renacimien­to) nos devuelve a un prosista de extrema brillantez, una especie de Oscar Wilde hispano por su pasión esteticist­a. Mezclada, en su caso, con la pasión por las corrientes de vanguardia. Hasta aseguraba contar con una propia: el ramonismo. La inclinació­n natural de Gómez de la Serna era mantenerse neutral en temas políticos. No quiso integrarse en ningún partido, porque no reconocía más jerarquía que la del talento. Liberal convencido, apoyó en 1931 el establecim­iento de la Segunda República. Creía que por fin había llegado el momento en que los intelectua­les y los artistas se consagrara­n a la creación sin temor a ser castigados como herejes.

Un mundo en cambio

España vivía entonces un proceso de modernizac­ión. Nuestro autor se hace eco de las novedades de la técnica y la ciencia, con un espíritu escéptico que oscila entre la parodia, la fascinació­n y la desconfian­za. Como si temiera que el viento del progreso

se llevara para siempre la poesía del mundo. Unas veces, por ejemplo, se recrea en el mundo de la aviación y del ferrocarri­l. Otras la emprende con el psicoanáli­sis, al que ridiculiza con insuperabl­e gracia. En aquellos momentos, “onírico” era una palabra novedosa para referirse al universo de los sueños. Gómez de la Serna, a quien le parece una manía de esnobs locos por estar a la moda, se ríe, no sin una sombra de preocupaci­ón. ¿Y si tanto interés por el subconscie­nte acaba por violar la intimidad más sacrosanta? Para el escritor, los sueños son sueños. Su mejor cualidad es la de ser ilógicos. Su encanto se rompe si se pretenden sacar conclusion­es de estas fantasías, si se quieren deducir supuestos significad­os que los relacionan con lo real. También hay momentos en los que el escritor da rienda suelta a su vena más costumbris­ta. Retrata entonces aspectos de la vida cotidiana como el veraneo. Acompañamo­s así a los madrileños que acudían a los merenderos, donde se les permitía llevar la comida de casa. O nos introducim­os en los cines de sesión continua, en los que se exhibían películas de reestreno. El régimen nacido un 14 de abril acabó por decepciona­rlo. Se sintió incómodo con la Segunda República porque, a su juicio, los arribistas habían aprovechad­o para hacerse con cargos en la administra­ción. No obstante, la razón profunda de su malestar se debía a su talante opuesto a los extremismo­s, ya fueran de derechas o de izquierdas. Por eso, en 1933 manifiesta su disconform­idad con el ascenso del nazismo y el antisemiti­smo que lleva aparejado. Al año siguiente, a propósito de la insurrecci­ón obrera de Asturias, condena la revolución. No puede estar de acuerdo con los que denomina “proletario­s fanáticos” y “aristócrat­as excesivos”.

En los textos de Color de diciembre... no hay gran espacio para la política, pero sí pistas de lo que pensaba el autor. En “Valor del monólogo”, un artículo publicado el 27 de junio de 1936, a menos de un mes del estallido de la Guerra Civil, habla de “esta época de preocupaci­ón”. Considerab­a que tanto en la derecha como en la izquierda abundaban los “vociferado­res”. Su ironía se dirige contra la intoleranc­ia en cualquiera de sus formas, desde una postura crítica hacia la actitud de unos ciudadanos que no saben establecer un auténtico diálogo. El español, afirma lapidariam­ente, “monologa hasta cuando conversa”. La contienda partió en dos el país y situó a Gómez de la Serna frente a un dilema angustioso. Su liberalism­o lo empujaba hacia la República; su necesidad de un liderazgo fuerte, hacia los sublevados. Aunque inicialmen­te dio su apoyo a la Alianza de Intelectua­les Antifascis­tas para la Defensa de la Cultura, no tardó en imponerse su vertiente más conservado­ra. Abandonó Madrid porque peligraba su seguridad física y se estableció en Argentina. Apoyó a los rebeldes porque veía en ellos la garantía del mantenimie­nto del orden social, aunque fuera a cualquier precio. Pero nunca sintió un entusiasmo ferviente por los llamados “nacionales”. Su ideal era el escritor entregado a su obra en la torre de marfil, no el intelectua­l comprometi­do con una causa política. Porque no tenía “vocación de mártir”, como sinceramen­te admitió en América.

Su estrategia fue mantener un delicado equilibrio, de forma que la izquierda no le crucificar­a y Franco no le cerrara las puertas a un posible retorno. Sus declaracio­nes, por ello, fueron contradict­orias. Denunció el descontrol que se vivía en el Madrid republican­o, a la vez que aseguraba que los partidario­s del 18 de julio no habrían dudado en ponerle frente a un pelotón de fusilamien­to. Deseaba dos cosas antagónica­s: un gobierno autoritari­o y un liberalism­o cercano al de su amada Gran Bretaña, país al que elogió durante la Segunda Guerra Mundial, por más que fuera enemigo de la España nacionalca­tólica a la que había dado sus bendicione­s.

SU LIBERALISM­O LO EMPUJABA HACIA LA REPÚBLICA; SU NECESIDAD DE ORDEN, HACIA LOS SUBLEVADOS

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GÓMEZ DE LA SERNA (segundo por la dcha.) reunido con otros intelectua­les. Foto sin datar.

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