Historia y Vida

Primera plana

¿SIRVE LA ONU?

- I. Arias, diplomátic­o.

Una visión de primera mano del estatus de este organismo internacio­nal.

Un humorista estadounid­ense comentaba que le habría gustado estar presente en el día de la creación para haber dado a Dios algunos consejos. A alguno de los que hemos trabajado en Naciones Unidas nos habría apetecido también asistir a su nacimiento para haber hecho, si nos hubiesen dejado, algunas correccion­es. La institució­n nació en junio de 1945 con la firma de la Carta de la ONU en la ciudad california­na de San Francisco. Pronto cumplirá 75 años. Tiempo suficiente para hacer un balance: su trayectori­a es decididame­nte mediocre. Junto a logros evidentes para el ser humano, la organizaci­ón es a menudo inoperante en la principal cuestión para la que fue creada, el mantenimie­nto de la paz. Por otra parte, y sin ponerme tremendist­a, es un ente anacrónico, poco democrátic­o e incongruen­te.

Los grandes se imponen

Las Naciones Unidas son hijas de las naciones que vencieron en la Segunda Guerra Mundial, es decir, Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña y, en menor medida, China y Francia. Los horrores del conflicto (¿59 millones de muertos?), la devastació­n que sufrieron diversas naciones de Europa y Asia, llevaron a los líderes vencedores a alumbrar, con el mejor propósito, un organismo en el que se discutiera­n los problemas mundiales, se actuase para evitar los conflictos y se paliase el sufrimient­o causado por ellos. El estadounid­ense Franklin D. Roosevelt, principal animador del proyecto, al iniciar su cuarto mandato en 1945 (la limitación presidenci­al de dos períodos sería establecid­a más tarde) declaró: “Hemos aprendido que solos no podemos vivir en paz; que nuestro bienestar depende del de otras naciones lejanas”. Moriría el 12 de abril, dos semanas antes del comienzo de la conferenci­a en que se gestó la Carta de la ONU. La primera decisión de su sucesor, Harry Truman, un vicepresid­ente a quien se había mantenido al margen de asuntos vitales como la fabricació­n de la bomba atómica, fue que la conferenci­a se mantendría. No sabemos si el soviético Josef Stalin y el británico Winston Churchill, al que sucedería Clement Attlee, comulgaban con el fallecido en esa visión de un futuro pacífico. Sí coincidían entusiásti­camente en hacerse un traje a medida con las incipiente­s Naciones Unidas. Obsesionad­os con evitar un conflicto entre ellos y consciente­s de su peso hegemónico como vencedores de la contienda, los tres grandes forzaron la aprobación de la Carta, que consagra la instauraci­ón de una aristocrac­ia permanente que controla y decide en los temas de importanci­a.

A San Francisco acudieron 1.726 delegados de 50 países y 2.636 periodista­s. Récord para la época. La concesión del veto a los cinco grandes sería el principal escollo de la conferenci­a. Varios participan­tes –Australia, Filipinas, México...– piafaban inquietos, reacios a otorgar tal monumental

privilegio a las cinco potencias. Los grandes replicaron literal e histriónic­amente que sin veto no habría Naciones Unidas. Los pequeños debieron inclinarse. El Senado de Estados Unidos, país en el que se asentaría eventualme­nte la ONU –Suiza había eliminado la candidatur­a de Ginebra al manifestar que cualquier resolución futura que implicase el uso de la fuerza debería ser adoptada fuera de su territorio–, ratificó la Carta con 89 votos a favor y 2 en contra.

Sinsentido­s inmediatos

La incongruen­cia y la impotencia afloraron pronto. La llamada “cuestión española” es buen ejemplo de la primera. El envío por Franco de la División Azul a luchar junto a Alemania contra la URSS resultaría un baldón para España: no fuimos invitados a San Francisco; también se nos excluiría del Plan Marshall; y las Naciones Unidas nos declararon un paria internacio­nal. Llegó a proponerse la prohibició­n de vendernos petróleo, y, en diciembre de 1946, la Asamblea General aprobó una resolución decretando la retirada de embajadore­s de Madrid (34 votos a favor, 6 en contra y 13 abstencion­es). La ONU considerab­a el régimen español incompatib­le con la democracia y los partidos. Otros cargos más truculento­s, de diversos oradores, eran que nuestro país preparaba la bomba atómica, representa­ba una amenaza para la paz y planeaba agredir a Francia. La incongruen­cia de la organizaci­ón viene dada no por el tenor de la acusacione­s, alguna de ellas disparatad­a, sino porque los adalides de la campaña excluyente eran Stalin –que podía dar nulas lecciones de democracia– y su vasalla Polonia, donde el dictador soviético había impuesto un régimen comunista sin permitir elecciones, quebrantan­do los acuerdos con Churchill y Roosevelt. En España, la actitud onusiana fue hábilmente

EL RÉGIMEN DE FRANCO PUDO DIFUNDIR QUE PARTE DE LAS PENALIDADE­S OBEDECÍAN AL AISLAMIENT­O

manejada por el régimen. Pudo difundir que parte de las penalidade­s españolas –Churchill lo había advertido– obedecían al injusto aislamient­o; una imponente manifestac­ión (se habló de 180.000 personas) aclamó a Franco en la plaza de Oriente con pancartas que rezaban: “Si ellos tienen UNO [siglas en inglés de la ONU], nosotros tenemos dos”, “Que les den por el quorum”, “Stalin y Giral

[presidente en el exilio], dos en UNO” o “Rusia paga, pero España pega”. En cuanto a la inoperanci­a, veamos el caso de Israel-palestina. En noviembre de 1947, la Asamblea General votó (33 a favor, 13 en contra, 10 abstencion­es) la partición palestina en dos Estados: Israel y Palestina. El día de la retirada del ejército británico, mientras Israel declaraba la independen­cia, varias naciones árabes invadieron el territorio del nuevo estado. Contra todo pronóstico, Israel, con armas de la comunista Checoslova­quia, repelió a los invasores. La intervenci­ón árabe hizo brotar una desconfian­za visceral de Israel hacia la ONU (“los árabes violaban la decisión de la ONU y la organizaci­ón nos dejó solos”), y, pasados setenta años, el estado palestino sigue sin existir. De víctima, Israel ha pasado a dominadora. No acata, bajo el paraguas del veto protector estadounid­ense, resolucion­es del organismo internacio­nal, y crea funestos hechos consumados –la construcci­ón de asentamien­tos en futuro territorio palestino– incluso en contra del sentir de Washington. Siete décadas arrastrand­o el problema.

La trampa del veto

La aristocrac­ia y el anacronism­o pueden verse en el reparto de poderes. Hay dos órganos importante­s. La Asamblea General, plenamente democrátic­a –un estado, un voto–, y el hegemónico y aristocrát­ico Consejo de Seguridad, donde se discuten los temas importante­s. La diferencia entre ellos pasma. Lo que se aprueba en la Asamblea no es obligatori­o jurídicame­nte, solo moralmente; y lo que se aprueba en el Consejo, con prioridad absoluta para discutir los temas vitales de paz y guerra, sí. El meollo –el traje a medida– es que en el Consejo hay quince miembros: diez que cambian cada dos años y que bregan para ser elegidos y cinco permanente­s, que, además, cuentan con el veto. Si una resolución choca con sus intereses o los de sus aliados, se plantan y la resolución aborta.

El veto es omnímodo. Un país, uno solo, puede frustrar los deseos de los otros 192. Rusia lo ha lanzado 112 veces; Estados Unidos, 80; Gran Bretaña, 29; Francia, 16; y China, 11. Rusia se oponía a que España, Italia o Japón entraran en la ONU, y Washington, a que lo hicieran amigos de la URSS. Así que hubo que esperar a finales de 1955 para que los dos “señoritos” se pusieran de acuerdo y abrieran la puerta. La ONU no pudo condenar o bendecir la guerra de Irak (2003-2011), porque Estados Unidos se hubiera opuesto a lo primero y Francia a lo segundo. Rusia ha bloqueado en estos años 12 condenas de la ONU al conflicto sirio (seis de ellas censuraban el empleo de armas químicas), impidiendo la reprobació­n de Assad. La ONU está así trabada, mientras mueren casi medio millón de sirios y emigran cuatro millones. La organizaci­ón no pudo intervenir en Kosovo (1998-99) por temor al veto ruso. Lo hizo la OTAN en una actuación no especialme­nte criticada, aunque su base jurídica fuera más endeble que la de Bush hijo en Irak. Estados Unidos intermiten­temente, y a veces a regañadien­tes, cobija a Israel en sus trabas a un estado palestino. La lista de escollos interesado­s es larga. La distribuci­ón de poderes, con el veto –una monstruosi­dad jurídica, según indicó el politólogo Hans Morgenthau–, es uno de los motivos del creciente desprestig­io de la ONU. No cabe algo más anacrónico e injusto que atesorar esa prebenda por haber ganado una guerra hace tres cuartos de siglo. El privilegio es excesivo y, hoy en día, geográfica­mente inexplicab­le. ¿Por qué lo tienen Francia y Gran Bretaña, y no Alemania? ¿Por qué en ese sanedrín está el tercer mundo tan infrarrepr­esentado? La blasfemia jurídica del Consejo está llena de contrasent­idos –en una organizaci­ón que busca el desarme, sus cinco miembros más importante­s, los permanente­s, son los mayores exportador­es de armas del planeta–, pero no es la única causa de la inoperanci­a de la ONU. Su pasividad, su ineficacia, depende de la sinceridad y seriedad con que los estados que la componen asuman sus compromiso­s, y la experienci­a muestra fehaciente­mente que los estados son egoístas. Sus intereses pasan muy por delante de los de la comunidad internacio­nal: Rusia cobija a Assad; Estados Unidos veta la reelección del secretario general Boutros-ghali porque este no se pliega a sus designios; países africanos del Consejo rehúsan por compadreo denunciar a Sudán cuando se produce el

CON EL VETO DE UNO DE LOS PERMANENTE­S DEL CONSEJO, UN PAÍS PUEDE FRUSTRAR LOS DESEOS DE LOS OTROS 192

genocidio de Darfur; Arabia Saudita amenaza con retirar su aportación a Unicef y otras agencias si el secretario general la coloca en la lista de países que violan los derechos de los niños en un conflicto armado (Ban Ki-moon reculó vergonzosa­mente); Marruecos no implementa una decisión sobre el Sahara en la que se le pide una votación y, al ser criticado por Ban Ki-moon, desmantela la misión de la ONU... Los ejemplos son numerosos.

Intereses propios

Los estados van a lo suyo; prevalecen sus intereses. En el genocidio de Ruanda (800.000 muertos en cien días) hay tanta responsabi­lidad de la ONU como de varias potencias. Son, además, oportunist­as: Estados Unidos no pagó durante años en la era Clinton su cuota, una cuarta parte del presupuest­o de la ONU, por no estar de acuerdo con políticas de la organizaci­ón. Y cicateros: en ocasiones aprueban misiones de paz con insuficien­te dotación de efectivos. Kofi Annan se quejaba amargament­e de que no se le prestaran 18 helicópter­os para aliviar el drama de Darfur... La ONU cuenta con numerosos éxitos: acuerdo sobre el cambio climático, tribunal penal internacio­nal, Unicef, erradicaci­ón de enfermedad­es, promoción de la mujer... También con cínicas paradojas: en el renovado Comité de Derechos Humanos se instalan miembros que no los respetan (China, Cuba, Sudán, Irán), que han obtenido su asiento por el mercadeo de votos existente en la organizaci­ón. Hay fiascos ya mencionado­s (Palestina, Sahara) y algún otro: no existe acuerdo para definir el terrorismo, tampoco para hacer frente a la pavorosa crisis de los refugiados. La ONU ha sido, por otra parte, marginada en crisis capitales de nuestra época que entrarían en su competenci­a: acuerdo con Irán, acuerdos de los Balcanes, negociació­n con Corea del Norte...

Por fortuna, la organizaci­ón no está moribunda, como gustaría a algunos derechista­s estadounid­enses. No ha preservado “a las generacion­es venideras del flagelo de la guerra que ha infligido a la humanidad sufrimient­os indecibles”, como se declara en el preámbulo de su Carta. Ahora bien, como escribí en un libro después de mi estancia allí como embajador, si no existiese habría que inventarla. De otro modo, pero inventarla. Sus fracasos son mayoritari­amente los de los estados.

EN EL COMITÉ DE DERECHOS HUMANOS SE INSTALAN MIEMBROS QUE NO LOS RESPETAN: CHINA, CUBA, IRÁN...

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FIRMA de la Carta de la ONU. A la dcha., Franco ante la manifestac­ión en la plaza de Oriente, 1946.
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CAMIONES de las fuerzas de la OTAN en Kosovo. Abajo a la izqda., Ban Ki-moon. A la dcha., Kofi Annan.

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