“¡YUPI, VAMOS A MORIR TODOS!”
A principios de 1968, 485.000 estadounidenses combatían en Vietnam. Era la cifra más alta desde que comenzó la conflagración, pero William Westmoreland, su comandante en jefe, insistía en que la derrota del
enemigo era inminente. El general se equivocaba por completo: la victoria tenía un precio que Estados Unidos no podía pagar.
Nuestra misión no consistía en ganar terreno o tomar posiciones, sino, simplemente, en matar: matar comunistas, tantos como fuera posible. Apilarlos como leña”. El teniente Philip Caputo llegó a Vietnam en marzo de 1965 como un bisoño oficial de infantería de la 9.ª brigada expedicionaria de Infantería de Marina, la primera unidad de combate estadounidense enviada a la guerra. Para Caputo, la guerra fue “una cuestión de soportar semanas de ansiosa espera y, durante azarosos intervalos, de conducir feroces cacerías humanas a través de junglas y ciénagas donde los francotiradores nos hostigaban continuamente y las trampas explosivas nos derribaban de uno en uno”. Abrasado por el sol en la estación seca, calado hasta los huesos durante el monzón, Caputo anhelaba una gran batalla. “Para nosotros no hubo ninguna Normandía ni ningún Gettysburg, ni épicos encuentros que decidieran los destinos de ejércitos o naciones”. La lucha deseada llegó cuando ya estaba licenciado y cambió para siempre el curso de la guerra.
Cuentacuentos en Hué
La madrugada del 31 de enero de 1968, mientras las familias vietnamitas se preparaban para la fiesta del Tet (la celebración el año nuevo lunar), 84.000 soldados del Ejército de Vietnam del Norte (EVN) y guerrilleros del Viet Cong atacaron más de un centenar de ciudades y bases militares en Vietnam del Sur. Fue una sorpresa táctica total. En Saigón, la lucha llegó hasta los jardines de la embajada estadounidense, aunque los norvietnamitas no lograron su objetivo. “Ambos bandos calcularon terriblemente mal –escribe Mark Bowden en Hué, 1968, el mejor relato de la batalla–. Hanói contaba con un alzamiento popular que nunca llegó, mientras Washington y Saigón, obcecadas, se negaban a creer la verdad”. Cuando acaba la ofensiva, los norvietnamitas tienen cerca de 58.000 muertos, por menos de 9.000 estadounidenses y survietnamitas. Todos los ataques son repelidos en cuestión de horas o días. Excepto en Hué, la antigua capital imperial, que con sus 140.000 habitantes es la tercera ciudad de Vietnam del Sur.
Es la batalla que tanto esperan los estadounidenses. Y, sin embargo, su respues
ta es lenta, torpe e improvisada. Westmoreland menosprecia tanto a su enemigo que tarda días en admitir la verdad: los norvietnamitas han conquistado la mayor parte de la ciudad, excepto dos pequeños cuarteles del ejército estadounidense y el ejército survietnamita. Durante las primeras 48 horas, ignorando la realidad, los estadounidenses envían una compañía de marines tras otra, que son diezmadas en una lucha callejera para la que no están entrenadas. “¿Qué tipo de combate va a ser?”, pregunta micro en mano John Laurence, periodista de la CBS. “Casa por casa, habitación por habitación”, responde el teniente coronel Ernie Cheatham, que no duda en dirigir el fuego de los On tos. Feos y vulnerables, estos vehículos de seis cañones fueron la pesadilla de los norvietnamitas en Hué. Con tácticas y armas improvisadas, como estos “Frankenmóviles”, los marines emprenden la reconquista de la ciudad, destruyéndola. “Para los soldados rasos, que carecían de una perspectiva de la batalla –escribe Bow den–, cada día resultaba igual al anterior. Comenzaban a avanzar por la mañana, pasando por nuevas calles y entrando en nuevas casas. Cada día caían más de ellos”. Entre esos marines física y emocionalmente agotados, asustados y furiosos está Stephen Berntson. Berntson es un snuffie, un corresponsal de guerra de los marines. Llega a Hué a los pocos días de comenzar la batalla. Enseguida advierte que nunca ha visto nada igual en los ocho meses que lleva en Vietnam. Los marines confían en Storyteller, “Cuentacuentos”, como se le conoce. Sienten que en sus artículos para Sea Tiger, el diario de los marines, o para el independiente Star and Stripes no les traicionará. Los primeros días ayuda a entregar munición y a recoger heridos, pero finalmente coge un M16 y se une a uno de los pelotones de marines que se abren camino a través de las paredes de las casas. Toma notas cada noche, intentando reflejar la crueldad de la lucha. Cuentacuentos tiene dos cámaras de fotos, pero la imagen representativa de Hué no es suya, sino de John Olson (es la que abre este artículo). Sobre uno de los cuatro tanques Patton que, por casualidad, combaten en Hué, se apiñan siete marines. Completamente tumbado, con el pecho descubierto y parcialmente vendado, uno de ellos
EN HUÉ, LOS MARINES SON DIEZMADOS EN UNA LUCHA CALLEJERA PARA LA QUE NO ESTÁN ENTRENADOS
parece unido a la vida solo por el gotero que sostiene un sanitario. Pese a la gravedad de sus heridas, el marine Alvin Bert Grantham sobrevivirá. Es uno de los 1.554 estadounidenses heridos en la batalla. Entre ellos también está Cuentacuentos, a quien un disparo destroza un brazo. Otros 250 estadounidenses han muerto. Los norvietnamitas sufren más de tres mil bajas. Para Westmoreland, la victoria es incuestionable. Pero el 27 de febrero la CBS emite “Quién, qué, cuándo, dónde, por qué: Informe desde Vietnam”, un reportaje en el que Walter Cronkite cuestiona la versión oficial tras su paso veloz por Hué: “Decir que estamos atrapados en un punto muerto parece la única conclusión realista”.
La masacre de My Lai
Cuando la batalla termina, el 80% de Hué está destruido. Más de cinco mil civiles, la cifra exacta nunca se supo, han muerto; 2.800, según el historiador Douglas Pike, ejecutados por los norvietnamitas por ser “enemigos del pueblo”. El resto, víctima de los disparos y bombardeos de ambos bandos. La Ofensiva del Tet llevó la brutalidad de la guerra del campo a las ciudades. En Saigón, el general Nguyen Ngoc Loan, jefe de la policía, ejecutó a un vietcong que acababa de matar a uno de sus hombres. Eddie Adams, fotógrafo de AP, captó el momento en que el disparo de revólver le atraviesa la cabeza. La imagen se convirtió en icono de una guerra cada vez más cruel. Adams era uno de los quinientos corresponsales que trabajaban en Vietnam en 1968. “Tuvieron más acceso a los combates y menos censura gubernamental que en cualquier otra guerra anterior o posterior”, afirma el profesor Christian G. Appy. Y, sin embargo, ignoraron durante meses el mayor crimen de guerra cometido por los estadounidenses en Vietnam.
A las ocho de la mañana del 16 de marzo de 1968, 105 soldados de la Compañía Charlie de la 11.ª Brigada de la División Americal, liderados por el teniente William
DURANTE HORAS, SIN NINGUNA RESISTENCIA, UNA COMPAÑÍA ASESINÓ EN MY LAI A CIVILES INDEFENSOS
“Rusty” Calley, llegaron a una aldea de la costa nororiental de Vietnam del Sur. Buscaban a efectivos del 48.º Batallón del Viet Cong. Pero en My Lai solo había civiles indefensos. Durante horas, sin ninguna resistencia, asesinaron a hombres, mujeres, niños, ancianos e incluso bebés. “En el lapso de unas cuantas horas –escribe la especialista Joanna Bourke–, los miembros de la Compañía Charlie se habían ‘divertido’ y reído violando y sodomizando mu
jeres, desgarrando vaginas con la ayuda de sus cuchillos, pasando civiles por la bayoneta, arrancando el cuero cabelludo a los cadáveres, grabando en sus pechos un as de picas o la inscripción ‘Compañía C’”. Solo unos pocos eludieron participar. Richard Pendleton declararía que solo disparó contra animales. No quería desobedecer abiertamente las órdenes de Calley. “Nadie me vio no hacerlo. Así que nadie se me vino encima”.
Unas quinientas personas fueron asesinadas en My Lai. Pero los superiores de Calley ocultaron el crimen. Fue un veterano quien destapó la matanza. Ron Ridenhour conversó con cinco testigos oculares. Cuando regresó a Estados Unidos escribió al Pentágono, al gobierno y a los líderes del Congreso. Presionado, el Ejército abrió una investigación que descubrió “que al menos cincuenta oficiales, incluidos generales –refiere Christian G. Appy–, tenían un conocimiento considerable de la masacre [...] y todos habían apoyado la maniobra de encubrimiento”. Hasta el capellán de la división ocultó el crimen cuando un suboficial que había participado en la matanza acudió a él. Dieciocho oficiales y nueve soldados fueron imputados, pero solo Calley se sentó en el banquillo. El teniente, que tenía 25 años cuando cometió el crimen, fue condenado en 1971 a cadena perpetua por el asesinato de 22 civiles. Solo cumplió tres años y medio de pena antes de que el presidente Nixon le concediera el beneficio del arresto domiciliario. Muchos estadounidenses se negaron a creer la masacre. Los parachoques de cientos de miles de coches lucían pegatinas con el lema “Calley libre”, y un grupo de country bautizado “Compañía C” publicó una canción para defenderlo. Pero cuando el crimen se hizo público, “los relatos de actos de menor escala de mutilaciones, torturas, violaciones y asesinatos empezaron a salir a la luz cada vez con más frecuencia”, indica Appy. Millones de estadounidenses, que veían una guerra casi sin violencia en sus televisores, descubrieron el “Programa Fénix”, que causó el asesinato de miles de survietnamitas por ser sospechosos de pertenecer al Viet Cong. Y conocieron también que existían “zonas de fuego libre”, donde cualquier blanco era legítimo. En 1971, Calley, que no pidió perdón públicamente hasta 2009, dio su versión en un relato que tituló Body Count, el nombre de la táctica estadounidense en Vietnam: “... nuestra misión en My Lai no era perversa. Se trataba simplemente de ‘ir y destruirla’”.
Si está muerto, es un vietcong
“Muchos de nosotros arrasamos aldeas enteras”, recuerda un miembro de las Fuerzas Especiales. “Todos teníamos miedo de ser los siguientes a los que se haría consejo de guerra o que se nos llamaría a testificar contra alguien o contra nosotros
mismos”. El testimonio –recogido por Joanna Bourke en Sed de sangre– refleja el sentimiento de miles de soldados después de que la masacre de My Lai centrase el foco informativo en los crímenes de guerra. A su llegada a Vietnam, cada soldado recibía un folleto con las reglas de combate, lo que no impidió que la guerra fuese cruel y sangrienta. Sin contar los juicios relacionados con My Lai, entre enero de 1965 y agosto de 1973 solo se celebraron 36 consejos por crímenes de guerra. Vetada la invasión de Vietnam del Norte, enfrentado a un enemigo invisible, Westmoreland convirtió su estrategia en una cuestión aritmética. Creía que vencería si sus soldados mataban al mayor número posible de adversarios.
Era la orden principal de los jóvenes que combatían en Vietnam: matar “amarillos”. “Todo el esfuerzo de guerra estaba construido sobre tres pilares: la zona de fuego libre, la misión de búsqueda y destrucción y el recuento de víctimas”, cuenta Michael Bernhardt, uno de los pocos miembros de la Compañía C que ni participó ni encubrió la masacre de My Lai. “La zona de fuego libre significa disparar a cualquier cosa que se moviera. La misión de búsqueda y destrucción es simplemente otra manera de disparar a cualquier cosa que se mueva. Yo lo llamo la zona de fuego libre portátil, la llevas contigo adonde quieras. Y el re cuento de las víctimas es la herramienta para medir el éxito o fracaso de cualquier acción. Teniendo en cuenta estos tres elementos, no hay que ser un genio para imaginarse cómo termina todo”. Había un elemento más que Bernhardt no menciona, aunque no lo ignoraba: la inexperiencia vital de los soldados y de los oficiales que los dirigían sobre el terreno.
La edad media de los estadounidenses que combatieron en Vietnam era de 19 años, frente a los 27 de los que lucharon en la II Guerra Mundial. En su tienda de campaña, en su barracón, en su chaleco antibalas... tachaban uno a uno los días de los 12 meses que debían combatir (13 en el caso de los marines). “El servicio de un año –cuen ta Westmoreland en sus memorias– les daba a los hombres una meta concreta. Era bueno para la moral”. Pero, a diferencia de sus padres, pasaban meses, y no semanas, en combate; hasta 80 días seguidos en el caso de los marines. Cualquier amuleto valía para llegar ileso a la meta. “El teniente Cross llevaba su guijarro de la buena suerte –relata el escritor y veterano Tim O’brien–. Dave Jensen llevaba una pata de conejo. Norman Bowker, por lo demás una persona muy amable, llevaba un pulgar que le había regalado Michael Sanders [...]. Se lo había cortado al cadáver de un vietcong”. Profanar cadáveres era una práctica demasiado habitual: “Si está muerto –solían decir los soldados–, es un vietcong”.
LOS SOLDADOS DESHUMANIZAN AL ENEMIGO: “SI NO ES HUMANO, NO IMPORTA TANTO QUE ESTÉ MUERTO”
Sobre los cadáveres, los soldados dejaban a veces parches con insignias de su unidad, o les cortaban las orejas para demostrar el número de enemigos que habían matado. Inmersos en el horror, deshumanizan al enemigo. “Aprendí que las palabras establecían una diferencia. [...] si no es humano, no importa tanto que esté muerto –cuenta O’brien–. [...] Un bebé vietnamita, que estaba tendido cerca, era un cacahuete tostado”. Mientras pierden su
humanidad, ven cómo sus compañeros y amigos mueren o son heridos uno tras otro, víctimas de un enemigo que está en todas partes y en ninguna. Tienen el dominio absoluto del aire y cientos de helicópteros que pueden llevarlos en menos de cinco minutos a un hospital de campaña, traer refuerzos o enviarles comida caliente a mitad de la selva, pero se sienten impotentes. Su percepción era acertada. Los analistas concluyeron que solo tuvieron la iniciativa en el 14% de los enfrentamientos. Charlie, como apodaban al enemigo, siempre elegía cuándo atacar.
El abismo moral
Y a veces lo hacía en mitad de un concierto, aunque en el escenario estuviera James Brown. “Oí a alguien decir que los negros iban a luchar a Vietnam, pero que los artistas negros no iríamos –contó la estrella a Christian G. Appy–. Así que me ofrecí a ir, pero el gobierno no quiso”. En el verano de 1968, Brown actuó durante dos semanas en Vietnam. “Los soldados me trataban como a un dios”. Volando de base a base en un helicóptero Chinook, dio hasta tres conciertos al día. Una de sus actuaciones fue interrumpida por un tiroteo. “¡No te preocupes –gritaron los soldados–, no dejaremos que Charlie te alcance!”. Brown no saludó a los soldados negros con el puño en alto y cerrado, cual militante del “Black Power”, pero asegura que replicó a un general cuando este negó que hubiera un problema racial en el Ejército. Vietnam fue la primera guerra donde los soldados blancos y negros estadounidenses no estuvieron segregados. La mayoría tenía algo en común: pertenecían a la clase obrera. Durante los años sesenta y principios de los setenta, 27 millones de jóvenes estuvieron en edad de prestar el servicio militar. Solo el 10% luchó en Vietnam. Otro 30%
fue destinado a las bases que, en plena Guerra Fría, EE. UU. tenía a lo largo del mundo. El resto eludió el servicio militar por causas médicas o por ir a la universidad. “Los blancos sanos y con buenos contactos –afirma Appy– tenían más posibilidades de evitar Vietnam y ser asignados a la reserva”. Huir a Canadá era otra opción. Tim O’brien lo pensó hasta el último momento de su instrucción. Sabía que la guerra era injusta, pero no quería avergonzar a sus padres. “La guerra siempre resulta atractiva para los jóvenes que nada saben de ella –escribe Philip Caputo–, pero para decidirnos a vestir el uniforme también nos había seducido el reto de Kennedy en el sentido de preguntaos qué podéis hacer por vuestro país”. Para la clase obrera, como contó muy bien Michael Cimino en El cazador, era un rito ineludible. Tim O’brien era una excepción. La mayoría de los soldados sabía poco o nada de los vietnamitas. Llegaban al país como reemplazos individuales, lo que hacía aún más peligrosa su incorporación al combate. “Éramos invencibles –recuerda Josh Cruze, que ingresó en los marines a los 17 años–. [...] Hasta que vimos cuál era la realidad y no fuimos capaces de lidiar con ella”. Se habían criado jugando con pistolas y metralletas de plástico, viendo las películas de guerra de John Wayne..., y ahora
estaban al otro lado del mundo, en una guerra sin frente, donde no distinguían al enemigo de los civiles a los que, supuestamente, debían defender. “Nosotros, la generación del baby-boom –recordó el activista Fred Branfman, uno de los primeros en denunciar los crímenes de guerra en Vietnam–, crecimos con las secuelas de la ‘buena guerra’ y creíamos realmente en Estados Unidos [...]. Entonces llegó Vietnam y destruyó todos los ideales. Creo que esa conmoción arrojó a toda una generación a un abismo moral”.
Tras 1968 nada fue igual. Si, en enero, el 61% de los estadounidenses apoyaba la guerra frente a un 22% que estaba en contra, para el verano, los opositores ya eran mayoría. Los soldados lo notaron al volver. “Llegaban a casa solos, no con su unidad –escribe Joanna Bourke–. [...] a menudo se topaban con un recibimiento hostil y era probable que se les tratara como leprosos, idiotas o asesinos de niños”. Uno de cada cuatro sufriría estrés postraumático. “Algunos casos extremos consideraron aquella experiencia gloriosa, mientras que la mayoría pensábamos que había sido solo asombrosa –escribe Michael Herr en su magistral Despachos de guerra–. Creo que Vietnam fue lo que tuvimos nosotros en lugar de una infancia feliz”. La guerra, que empezó de manera difusa, se tornó en 1968 una pesadilla indefendible, pero los estadounidenses lucharon cinco años más para lograr una “paz honorable”. Cuando llegó, 58.193 de sus hombres habían muerto. Una cifra que habría llegado a los doce millones si EE. UU. hubiera perdido la misma proporción de población que Vietnam.