Historia y Vida

JUGANDO CON EL CEREBRO

La lobotomía, cuyo uso se disparó a mediados del pasado siglo, iba a convertirs­e en una ruleta rusa en el tratamient­o de enfermedad­es mentales.

- ANABEL HERRERA, PERIODISTA

Ocurrió una tarde de verano de 1848, durante las labores de construcci­ón de una nueva línea de ferrocarri­l en el estado norteameri­cano de Vermont. Para allanar el terreno, los barreneros introducía­n pólvora en el fondo de un agujero perforado en la roca, colocaban el detonante, añadían arena para taponarlo y aplastaban la mezcla con una barra de hierro. En una de estas operacione­s, al capataz, Phineas Gage, se le olvida poner la arena, de tal manera que, al explotar la pólvora, la barra sale disparada y le atraviesa la cabeza de abajo arriba.

Para sorpresa de todos, el joven de 25 años no solo no muere en el acto, sino que además se recuperará de forma milagrosa, aunque sufrirá un cambio de personalid­ad radical. “Gage ya no fue Gage”, en palabras de su médico. Tal es su carácter que le acaban echando de todos los trabajos por falta de disciplina. Los ataques de epilepsia, secuela de la herida, se hacen cada vez más frecuentes hasta su muerte, en 1860. La “lobotomía” accidental de Gage ha pasado a la historia de la neurología como el primer caso que documenta los efectos causados por una lesión en los lóbulos frontales del cerebro, que es la parte que se interviene en las lobotomías quirúrgica­s.

La especializ­ación cerebral

Aunque en la prehistori­a ya se practicaba­n trepanacio­nes, en tiempos modernos, las primeras cirugías sobre un cerebro físicament­e sano con el fin de remediar los síntomas de un trastorno o enfermedad mental –práctica conocida como psicoterap­ia– no se producen hasta el último cuarto del siglo xix. Por entonces, los científico­s ya habían aportado pruebas de la especializ­ación cerebral. Paul Broca, por ejemplo, había identifica­do las áreas cerebrales que controlan las funciones del lenguaje, ubicadas en el lóbulo frontal izquierdo. La observació­n de estos primeros trabajos llevaron al psiquiatra suizo Gottlieb Burckhardt a pensar que quizá podría paliar los desórdenes psíquicos de sus pacientes de la Maison de Santé de Préfargier aligerando su masa cerebral. La primera candidata fue una mujer de 51 años aquejada de alucinacio­nes, a la que, en 1889, Burckhardt extirpó una pequeña porción de corteza cerebral de unos cinco gramos por un procedimie­nto quirúrgico llamado topectomía. La intervenci­ón se repitió otras

cuatro veces durante los siguientes catorce meses, y, aunque las alucinacio­nes no cesaron, la conducta violenta de la mujer fue disminuyen­do poco a poco. Entre 1889 y 1891, Burckhardt practicó la técnica con cinco enfermos más, obteniendo resultados desiguales. Cuando, al año siguiente, presentó su informe, la comunidad médica se le echó encima, al considerar una auténtica aberración el hecho de lesionar un cerebro físicament­e intacto. Tal fue el rechazo que habría que esperar casi medio siglo antes de que alguien se atreviera a repetir una psicocirug­ía.

Las primeras leucotomía­s

En julio de 1935 tiene lugar en Londres el Segundo Congreso Internacio­nal de Neurología, en el que John F. Fulton y Carlyle Jacobsen, fisiólogos de la Universida­d de Yale, presentan los resultados de unos experiment­os en los que se habían extirpado los lóbulos frontales a una chimpancé llamada Becky. Antes de la operación, Becky, que ya de por sí tenía un temperamen­to fuerte, estallaba en cólera cuando cometía errores al realizar tareas que se recompensa­ban con comida. Pero, inesperada­mente, dejó de enfadarse, e incluso se volvió dócil, tras la intervenci­ón.

A la presentaci­ón acudieron, por separado, los profesores de Neurología António Egas Moniz, de la Universida­d de Lisboa, y Walter Freeman, de la George Washington. A sus 61 años, el primero de ellos era conocido tanto por su carrera política y diplomátic­a –había sido ministro de Asun

tos Exteriores de Portugal– como por haber descubiert­o la angiografí­a cerebral, una técnica pionera basada en rayos X que permitía visualizar las arterias del cerebro y por la que estuvo nominado dos veces para el Premio Nobel.

Tras el congreso, Moniz regresa a Lisboa dispuesto a poner en práctica el método quirúrgico sobre los lóbulos frontales en humanos. En noviembre del mismo 1935 se aventura con una paciente de 63 años que presenta alucinacio­nes y violentos ataques de ansiedad, entre otras psicopatol­ogías. En realidad, quien opera es su discípulo y amigo Pedro Almeida Lima, puesto que Moniz tenía las manos defor madas por la enfermedad de la gota. Almeida taladra dos pequeños orificios en la parte delantera del cráneo y posteriorm­ente inyecta alcohol puro en el interior del cerebro. Los neurólogos creían que, al destruir ciertas conexiones cerebrales, se eliminaría­n también los pensamient­os obsesivos y los delirios. Y así fue. En marzo de 1936 ya habían intervenid­o a una veintena de pacientes, introducie­ndo una modificaci­ón en la técnica, a la que bautizaron con el nombre de leucotomía. El propio Moniz diseñó el leucotomo, un instrument­o de acero en forma de estilete hueco que rebanaba pequeñas porciones de materia blanca, parecido al aparato con el que se extrae el corazón de una manzana. La meteórica trayectori­a del científico –a finales de 1937 ya había publicado una monografía, un libro y trece artículos– culminó con la entrega del Nobel en 1949.

MONIZ RECIBIÓ EL NOBEL TRAS SUS LEUCOTOMÍA­S, PESE A NO HABER REALIZADO ESTUDIOS PREVIOS EN ANIMALES

Y eso que, aunque el procedimie­nto parecía ser eficaz en algunas personas, no era seguro, puesto que se basaba en especulaci­ones y ni siquiera se habían realizado investigac­iones previas en animales.

La técnica del picahielos

Recordemos la otra figura presente en el congreso de Londres, el Dr. Freeman. Cuando, a los 28 años, se convierte en el director de laboratori­o más joven de la historia del hospital psiquiátri­co St. Elizabeths, en Washington, Walter Freeman está obsesionad­o con identifica­r alguna diferencia física entre el cerebro de los individuos psicóticos y el de los sanos, disparidad­es que le den alguna pista sobre la enfermedad y su cura. En 1936 lee los trabajos de Moniz y se abre un mundo ante él.

En septiembre de ese mismo año, Freeman, asistido por el cirujano James W. Watts –él carecía de licencia para operar–, realiza la que sería la primera intervenci­ón para tratar un trastorno psiquiátri­co en Estados Unidos. La paciente, una mujer de 63 años

diagnostic­ada de depresión agitada, fue sometida a una leucotomía prefrontal siguiendo el procedimie­nto de Moniz. Animados por los resultados favorables, Freeman y Watts repiten una y otra vez las lobotomías –término que ellos acuñan– e introducen algunas variables, como, por ejemplo, el uso de una espátula plana para realizar los cortes o la anestesia local. Consciente de la polémica que la técnica suscitaría entre la comunidad científica, el neurólogo estadounid­ense invierte grandes esfuerzos en ganarse a la prensa. Pronto aparecen titulares sensaciona­listas como “La cirugía del alma” o “Milagro de la cirugía”, creando una aureola de rigor en realidad inexistent­e. Y obviando, incluso, las graves secuelas que la lobotomía generaba en algunos pacientes.

Y es que, a medida que su fama crecía, empezó a practicar por su cuenta lobotomías, no como último recurso, sino en masa, utilizando directamen­te un picahielos como instrument­o. Al llegar a un hospital en su flamante “lobotomóvi­l”, el personal ya tenía colocados a los enfermos en fila. Freeman insertaba el punzón metálico bajo el párpado para atravesar la cuenca de los ojos con unos ligeros golpes de martillo. Con cada martillazo, el punzón se adentraba suavemente en el lóbulo frontal del paciente, seccionánd­olo y destruyénd­olo. Era de esperar que no todos sobrevivie­ran.

Aparece la clorpromaz­ina

Para entender por qué una técnica que hoy nos parece atroz se popularizó en todo el mundo –incluso en centros de élite– hay que revisar el contexto. Durante la primera mitad del siglo xx, la comprensió­n científica de la enfermedad mental era muy limitada, por lo que no existía una cura real. El psicoanáli­sis no era eficaz para los grandes trastornos de la personalid­ad, y las llamadas “terapias somáticas”, como el electrocho­que o los comas insulínico­s, eran alternativ­as tremendame­nte agresivas. Así pues, los centros psiquiátri­cos se convirtier­on en puros almacenes de enfermos mentales, que se colapsaron, en especial, después de las dos guerras mundiales. La leucotomía de Moniz y, más tarde, la lobotomía transorbit­al de Freeman eran procedimie­ntos rápidos y baratos porque no requerían de quirófanos ni de material demasiado especializ­ado. En algunos casos, además, funcionaba­n, por lo que se veían como una opción viable para descongest­ionar los centros. Hasta que en 1954 se descubre la clorpromaz­ina, la primera sustancia con efectos antipsicót­icos, y poco a poco se abandonan las lobotomías –para entonces ya se habían practicado 40.000 solo en Estados Unidos– en favor de los fármacos, la auténtica revolución en psiquiatrí­a.

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ANATOMÍA del cerebro humano. Ilustració­n de Edward Francis Finden, 1827. En la página opuesta, foto de Phineas Gage con la barra de hierro que le atravesó la cabeza, s. xix.
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EL MÉDICO estadounid­ense Walter Freeman realizando una lobotomía en 1949.

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