Joseph Fouché
Fue un hombre de fuertes convicciones, dispuesto a colocar a Francia en la senda liberal. Dispuso para ello tanto de cintura política como de firmeza. También de habilidad más que suficiente para sobrevivir a los incesantes ataques de sus enemigos.
El tópico lo presenta como un traidor, pero fue un político de fuertes convicciones, firme y muy hábil.
Hay hombres cuya biografía es como un meridiano que permite cartografiar el mapa de la época en que vivieron. Tal fue el caso del enigmático Joseph Fouché, cuya trayectoria atraviesa toda la Revolución Francesa, hasta la Restauración, cual ejemplo máximo de intelección y supervivencia política. Lejos de la leyenda negra que hizo de él un paradigma de la traición y la amoralidad, subrayando la irracionalidad del personaje con un bestiario que va desde la hiena, el camaleón o la serpiente al pulpo tentacular, Fouché fue un proteico animal político con cualidades excepcionales para el desempeño del poder. Discípulo aventajado de Maquiavelo, pensaba que la política era “la de las circunstancias”. El “monarca de la opinión”, como lo designó con frase esclarecida su amiga madame de Chastenay, descubrió que el poder es, ante todo, eficacia, información y propaganda. Su sagacidad para prever y prevenir las transformaciones que iban a producirse con las rupturas revolucionarias y la construcción de un orden nuevo fue, a todas luces, extraordinaria.
El revolucionario metódico
Nació Joseph Fouché el 21 de mayo de 1759 en Nantes, el principal puerto negrero de Francia. Su padre, capitán de navío, se enriqueció con el tráfico de seres humanos de Guinea a Santo Domingo, donde adquirió una plantación de caña de azúcar. Décadas después, en Lyon, Fouché celebraría la abolición de la esclavitud liberando a “un grupo de negros de ambos sexos encadenados” en una ceremonia simbólica digna de un gran director de escena.
A los nueve años ingresa en el Colegio de los Oratorianos de Nantes. A los veinte es novicio, pero no se ordena. Hijo de las Luces y profesor eminente, entre 1782 y 1792, da clase en varios colegios oratorianos, se entusiasma con los avances científicos, como los inventos en el campo de la electricidad, y es de los primeros en subirse a un globo aerostático. Entra en contacto con los círculos revolucionarios e ingresa en la logia masónica del Gran Oriente. Conoce a Maximilien de Robespierre –cuya hermana Charlotte le atribuyó un apócrifo cortejo– y le presmoral
ta dinero para que pueda asistir a los Estados Generales. En 1792 deja la enseñanza y preside la Sociedad de Amigos de la Constitución de Nantes. Cuelga la sotana y el 16 de septiembre contrae matrimonio con Bonne-jeanne Coiquaud. Tendrán siete hijos, aunque tres fallecerían en la más tierna infancia. Poco antes, el 28 de agosto, Fouché ha sido elegido diputado girondino en la Convención Nacional. No descuella por su oratoria en la tribuna, pero sí por sus informes para nacionalizar la enseñanza o confiscar los bienes de los “contrarrevolucionarios armados contra la Nación”. A partir de septiembre frecuenta el Club de los Jacobinos, donde reencuentra a Robespierre y se enfrenta a él por la violencia con que ataca a los girondinos. Pensaba oponerse a la muerte de Luis XVI, pero el 16 de enero de 1793 se suma a la mayoría y vota el regicidio. No cambia de opinión por un cálculo político oportunista, sino por descubrir documentos que comprometían al destronado Luis Capeto intentando comprar con “oro la conciencia de los diputados”. Deja los bancos de los girondinos y se sienta en la Montaña con los jacobinos.
El 9 de marzo de 1793 es destinado a los departamentos del Loire para activar una leva de 300.000 hombres. Cuando el general
Iba a oponerse a la muerte de Luis XVI, pero se sumará a la mayoría
La Bourdonnaye logra despejar las rutas de realistas insurrectos, Fouché recorre en una campaña relámpago Nantes, Aube, la Côte-d’or, Troyes... Se instala en Nevers con su esposa, y el 10 de agosto nace su hija, a la que da el nombre
de Nièvre. Reformador social, ambiciona edificar un sistema de enseñanza laico y racional, impone a los ricos un impuesto proporcional a las necesidades de los pobres, y proclama el derecho al trabajo y la abolición del celibato clerical. Ecologista avant la lettre, protege los bosques nacionales. Prefiere los juicios públicos de los sediciosos a la guillotina. Persigue el pillaje y consigue créditos para que los Comités Filantrópicos y las Hermanas de la Caridad socorran a los indigentes. Hace construir nuevas calles en Nevers, establece una fundición de armas y preserva la biblioteca y las obras de arte, que, tras su partida, caerán en la incuria. Se granjea la estima de la población. El alcalde de Clamecy rinde homenaje al “ángel de paz descendido de la Montaña para vivificar nuestros valles”. La Convención lo felicita, la prensa nacional difunde sus éxitos contra los liberticidas y crece su ejecutoria política. Fouché no quiere dejar Nièvre, pero la Convención le obliga el 7 de noviembre a trasladarse a Lyon, población de 130.000 habitantes, armada y fortificada militarmente por el realista Précy desde el 29 de mayo, que se había convertido en el principal bastión contrarrevolucionario. El 12 de octubre, irritada por la insurrección y la larga resistencia, la Convención aprueba un decreto terrible. Lyon, rebautizada como “Villa Liberada”, debía ser destruida y borrada del mapa. El Comité de Salvación Pública confía esa misión a Collot D’herbois y nombra a Fouché su adjunto. Collot depura y encarcela. Fouché aplica sus doctrinas sociales y racionalistas. El 27 de noviembre, la Comisión Revolucionaria presidida por el general Parein inicia los juicios sumarios y las ejecuciones masivas de los rebeldes. Fouché, electrizado por el salvífico terror, participa del derramamiento de sangre y hace honor al estigma indeleble del “ametrallador de Lyon”. Cuando la Comisión cesa su actividad el 6 de abril de 1794 han sido ejecutados 1.910 insurrectos. Absueltos, 1.682. Fouché dirá en sus Memorias que la Convención redujo sus funciones en provincias a las de un “hombre-máquina” sin poder de decisión. Y justificará la ferocidad represiva por la urgencia –real– de salvar la integridad territorial del país, amenazada por Austria, Inglaterra y otras potencias europeas.
En ese momento de agitación revolucionaria, descrito por Stendhal como el “más bello de la historia moderna”, Fouché lleva en Lyon una vida familiar serena y tranquila. Por las noches se reencuentra con su mujer y su hija Nièvre, cuya frágil salud le atormenta. Su principal preocupación es implementar, en el plano social, una batería de decretos que, antes del célebre manifiesto de Karl Marx, constituyen la primera expresión del comunismo moderno. Su guerra contra los “ricos egoístas” es una guerra de clases más que una guerra política: distribución del “pan de la igualdad”; asistencia a enfermos, viejos, huérfanos o indigentes; trabajo para todos los ciudadanos e imposición a los ricos de una tasa revolucionaria proporcional a su fortuna e incivismo. Su racionalismo volteriano lo convierte en un apóstol de la lucha contra el fanatismo y de la descristianización, aunque salva a varios clérigos, antiguos alumnos oratorianos, escondiéndolos en su propia casa. Nunca se enriqueció por medios ilícitos y persiguió el pillaje.
En las listas negras
En París, Robespierre comienza su obsesiva campaña contra la descristianización, cuyo campeón es el ateísta Fouché. Este
pasa al ataque y, el 5 de enero de 1794, denuncia ante el Comité de Salvación Pública a Gouly, un agente de Robespierre. Reduce los 32 Comités Revolucionarios de Lyon a 9, uno por distrito. El 6 de febrero ordena que cesen las ejecuciones a cañonazos, y el 18 prohíbe los arrestos por delitos del pasado y decreta una amnistía. En abril es llamado a París, sabiendo que está “inscrito en las tablas de Robespierre en la columna de los muertos”. Cuando se entrevistan, Robespierre se encoleriza porque su interlocutor no comulga con el culto al Ser Supremo del “Incorruptible”. Hébert, Danton y Desmoulins han sido guillotinados, y Fouché corre el mismo peligro. Robespierre le odia, y comunica a sus colaboradores que hay que aplastar a “esa serpiente”. Con el mismo frenesí con que se puso al servicio del Terror, Fouché lucha por salvar su vida. Collot se solidariza con él en el Comité de Salvación Pública. Si Robespierre ansía su cabeza, tendrá que conseguirla en la Convención. Fouché despliega entonces todo su instinto de supervivencia. Intriga, conspira y logra el apoyo de Barras y otros líderes jacobinos. Arquitecto del complot del 9 termidor (24 de julio de 1794), en medio de la anarquía general que sucede a la caída de Robespierre, Fouché cree encontrar en Babeuf, cuyas doctrinas comparte, al hombre capaz de imprimir un sesgo socialista a la revolución. Durante los seis primeros meses de 1795, Fouché es objeto de ataques incesantes por apoyar a Babeuf y por su pasada actuación en Lyon. Tallien pide su arresto el 2 de abril, pero él se defiende alegando que durante sus misiones en provincias “ordenó las medidas severas que las circunstancias y los decretos de la Convención exigían”. Reconoce abiertamente que la ejecución de las órdenes pudo ser a veces “injusta y atroz”, pero se exculpa del sistema exterminador organizado por Robespierre en Lyon, y afirma que modificó “las medidas de destrucción en medidas de utilidad pública y embellecimiento”. Logra no ser deteni
Se exculpa del sistema de exterminio ordenado en Lyon por Robespierre
do gracias a la protección de Barras, pero cae en desgracia y desaparece por completo de la escena política. Tres semanas después del golpe de Estado, la Convención Nacional amnistía a Fouché y a otros diputados. En la más absoluta miseria, sin medios para mantener a su familia, implora a Barras –“quien no puede negarle nada”– que le busque un empleo. El 10 de noviembre de 1796 es nombrado agente del gobierno en una circunscripción militar. Vive en Toulouse, ya que la ley del 10 de mayo impide residir en París a los antiguos miembros de la Convención sin funciones. Por mediación de Barras, obtiene autorización para habitar en Montmorency, donde crea una pequeña empresa de hilatura de lino. Pierde a un hijo recién nacido, “el único que me quedaba para consolarme de las injusticias y de las maldades de los hombres –escribe–. Estoy destinado a llorar eternamente”.
Vuelta al escenario
A principios de 1797 empieza a transmitir a Barras informes policiales sobre todos los partidos que el Directorio tenía interés en conocer y vigilar. Se asocia con Lombard-taradeau y Réal en la compañía Ouen, dedicada al suministro de víveres. Revende su participación y obtiene un beneficio considerable. Conoce a madame de Chastenay, que será una de sus amigas más fieles. Está decidido a no aceptar ninguna misión que no le sitúe de nuevo en la primera línea política. El 6 de octubre de 1798, Barras vence las prevenciones de sus colegas y Fouché es nombrado embajador del Directorio en Milán, capital de la joven República Cisalpina, desde donde ha de propagarse la revolución por Italia. Cuando llega, la situación es convulsa. El general Brune ha dado un golpe militar. Fouché reconoce a las nuevas autoridades y asume el poder ejecutivo. Poco después, Brune es relevado por el general Joubert, con quien Fouché también simpatiza y comparte opiniones e ideas de orden y moderación. Ambos rechazan ejecutar los decretos más radicales del Directorio, y Fouché es obligado a regresar a Francia en enero de 1799. En París, la situación política es muy volátil. Sieyès, Ducos, Gohier y Moulin entran en el Directorio. Joubert y Barras imponen a Talleyrand, ministro de Relaciones Exteriores, el nombramiento de Fouché como embajador plenipotenciario en la República Bátava (Holanda), el 4 de julio de 1799, con instrucciones precisas. Deberá conseguir que el general Brune sea aceptado como comandante en jefe del ejército bátavo, asegurar a los holandeses su independencia si se mantienen fieles a Francia e incitarlos a defenderse del previsible ataque de Inglaterra. En pocos días, el embajador Fouché obtiene un éxito sin precedentes. Promete al general Daendels, hombre fuerte de la República Bátava, defender su país de toda amenaza o invasión del enemigo común inglés, y el 15 de julio consigue que el Directorio bátavo someta sus tropas regulares al general Brune. Fouché deja Holanda el 24 de julio con grandes elogios del presidente del Directorio Ejecutivo bátavo y la aureola de diplomático hábil. El futuro le sonríe.
Creador de la policía moderna
Para combatir el desorden y la anarquía, el Directorio había creado un Ministerio de la Policía General el 2 de enero de 1796. Nueve ministros se habían sucedido en tres años y medio, incapaces de restablecer el orden y la paz interior en todo el territorio nacional. Fouché ambiciona el puesto. Su amigo Barras y Talleyrand –impresionado por la amistad de Fouché con los generales Joubert y Brune– le apoyan. Convencen a Sieyès y a otros miembros del Directorio de que solo un jacobino tan enérgico como Fouché puede
enfrentarse a sus correligionarios, cada vez más audaces y violentos. Nombrado ministro de la Policía, Fouché llega a París el 29 de julio de 1799. Ocupará dicho cargo, con algunas interrupciones, a lo largo del Directorio, el Consulado y el Imperio hasta la Restauración de Luis XVIII en 1815. Con altura de miras, Fouché sabe juzgar el pasado y prever el futuro. Su despacho, donde trabaja diez horas al día, permanece abierto a todos. Quienes esperan encontrar a un ogro, salen convencidos de haber negociado con una paloma. El Directorio no consigue asentar su autoridad y los complots se multiplican. El 16 de octubre de 1799 regresa sorpresivamente a París el general Bonaparte, comandante del ejército de Egipto. Después del 18 brumario, Bonaparte, en calidad de primer cónsul, confirma a Fouché en sus funciones como ministro de la Policía el 25 de diciembre, aunque es consciente –escribe– de que no ha roto del todo con “sus amigos los terroristas”. Mientras Bonaparte da pruebas de su genio militar y escapa milagrosamente a un sangriento atentado en diciembre de 1800, Fouché aborta varias conjuras y procura aliviar la miserable situación de los emigrados realistas o de las familias de los republicanos proscritos. Napoleón premiará sus servicios otorgándole el título de duque de Otranto el 15 de agosto de 1809. El duque de Otranto mantiene la seguridad y el orden, colabora con las potencias amigas y vigila a los gobiernos enemigos, solapando al Ministerio de Relaciones Exteriores. Napoleón puede dedicarse a sus batallas, mientras Fouché asegura la paz y la administración interior de Francia. Junto con Talleyrand, es el único hombre de Estado, poderoso y prácticamente independiente, entre meros ejecutores de la política napoleónica. Sueña con equilibrar las facciones contrarias y desempeña un papel moderador, reconocido por un emperador demasiado impulsivo.
Contra el techo de cristal
El 20 de marzo de 1815, Fouché se postula como ministro de Relaciones Exteriores. Pero Napoleón le obliga a encargarse de nuevo de la policía tras haberlo cesado por segunda vez. La opinión pú
blica acoge favorablemente su retorno, ya que representa una garantía liberal para frenar el “despotismo” imperial. Con su franqueza habitual, Fouché aconseja al emperador que proclame la República y se conforme con el cargo de generalísimo. Más adelante le propondrá retirarse a Estados Unidos. Aunque no sea responsable de la diplomacia, actúa como tal y envía emisarios a Inglaterra y Viena para negociar la paz. Napoleón querrá fusilarlo, pero Fouché consigue salvarse hasta la derrota de Waterloo el 18 de julio de ese año.
Tras la caída de Napoleón, Fouché negocia con las potencias aliadas y ejerce las funciones de jefe del Estado. Contribuye al retorno de la monarquía y Luis XVIII lo mantiene al frente de la Policía. Suplica al rey que promulgue una amnistía general y comete un grave error al intentar que el Borbón acepte el liberalismo. Los realistas que le habían apoyado le abandonan. Decazes, que ambiciona sustituirle en el ministerio, le ataca y espía todos sus movimientos. Fouché vuelve a temer por su vida.
Pese a que el sistema electoral, con 15.000 electores para toda Francia, está cuidadosamente estudiado para constituir un Parlamento realista, el duque de Otranto logra ser elegido diputado por París en agosto. Sin embargo, se verá relegado a la embajada francesa de Sajonia debido a la presión de los monárquicos más reaccionarios. En 1816 es destituido por la ley que proscribe a los regicidas y se refugia en el Imperio austríaco. Durante un tiempo reside en Linz y posteriormente en Trieste, donde fallece en 1820. ●