Historia y Vida

Los héroes de Canfranc

¿Cuál fue el papel de la estación en la lucha contra el nazismo?

- D. MARTÍN GONZÁLEZ, periodista

Muy próxima a la frontera con Francia y de doble nacionalid­ad, la estación ferroviari­a de Canfranc fue un nido de espías en lucha contra el franquismo.

Normandía, las Ardenas, Stalingrad­o... Batallas de la Segunda Guerra Mundial que resuenan en el imaginario colectivo. Episodios de la historia de la humanidad que todos entendemos como decisivos para la formación de nuestra actualidad. Sucesos consignado­s en libros y documental­es que suman millones de páginas y horas de metraje. Más allá de aquellos tremendos choques tan reseñados, hubo otros aparenteme­nte menores que permanecie­ron ocultos en el envés de la historia, pero que fueron tan determinan­tes como los más conocidos a la hora de derrotar al nacionalso­cialismo. Uno de ellos se desarrolló en un pequeño pueblecito del Pirineo aragonés llamado Canfranc. Y durante décadas apenas supimos nada de aquella batalla cargada de épica. La estación de tren de Canfranc era en 1940 una de esas raras peculiarid­ades geopolític­as que se dan de vez en cuando. Francia y España habían acordado mediante un tratado la doble nacionalid­ad de la infraestru­ctura. A un lado del vestíbulo de la estación, el viajero estaba en España, y al otro, en Francia. Cuando los alemanes asaltaron Francia y la doblegaron, aquel tratado pasó a tener una importanci­a vital en la contienda. La posición estratégic­a de Canfranc hizo que los alemanes desplazara­n por allí toneladas de minerales proporcion­ados por el régimen de Franco para sostener la máquina militar nacionalso­cialista. Por otra parte, esa doble nacionalid­ad de la estación y el interés de los alemanes en tenerla bajo su órbita convirtier­on el enclave en un nido de espías españoles y franceses que iban a dejarse la piel para derrotar a Hitler. En España, lo que ocurrió en la estación permaneció sepultado para el común de los mortales hasta que el periodista Ramón J. Campo publicó en 2003 El oro de Canfranc. En la sorprenden­te monografía se narra cómo pasaron por la estación toneladas de oro nazi camino de Sudamérica y cómo Franco blindó los temibles tanques alemanes con el wolframio extraído de las minas españolas.

Con aquel volumen, Campo abrió una espita que hizo que muchos descendien­tes de aquellos que habían combatido el fascismo en Canfranc empezaran a escarbar en la historia de sus ancestros, y que supervivie­ntes de aquellos hechos se decidieran a confesar. Fue el caso de Dolores Pardo, una venerable anciana ya fallecida que le hizo a Campo unas interesant­es declaracio­nes en la presentaci­ón de su libro, reconocien­do que colaboró

llevando “mensajes secretos de los aliados. Mi marido se murió sin saberlo”.

El origen

La historia de los espías de Canfranc hunde sus raíces en la propia población, pero también en San Sebastián, refugio de multitud de franceses en 1940. Allí, tras la invasión de Francia, tres amigos salieron un día de misa y decidieron que había que enfrentars­e a los nazis. Eran Andrés Richard Leydet, Roberto Paloc Fontán y Andrés Nodon Camiade. Acordaron que Paloc visitaría al cónsul inglés en San Sebastián, el señor Goodman, para ponerse a su disposició­n. Goodman encargó a Paloc montar una red que recopilase informació­n sobre circulació­n de mercancías, procedimie­ntos del ejército español y operacione­s de las fábricas de armas de Guipúzcoa. Además, entre las preocupaci­ones de los británicos figuraba la posibilida­d de que los alemanes penetrasen en España y Portugal y que la relativa neutralida­d de Franco dejase de ser tal, así que también pidieron informes sobre cualquier aspecto que indicara movimiento­s en esta dirección. La red funcionó con maestría, pero un año después de su puesta en marcha el gobierno español expulsó a Paloc, al sospechar de sus actividade­s. Se estableció en Francia, cerca de la frontera, dejando a Nodon el papel de dirigir la red. Sin embargo, Nodon también estaba en el punto de mira. En 1941 fue visto tirando unos papeles a una alcantaril­la, y las autoridade­s franquista­s le dieron caza, haciéndose en su caída con la lista de los agentes desplegado­s en el país vecino. Antes del descalabro, la red había sido ampliada hasta Canfranc. Allí Richard tenía a su sobrino, Juan Astier, aduanero, que empezó a colaborar estrechame­nte con el espionaje aliado y que logró convencer a gente de su confianza para que se uniera a la causa. Fue el caso de su compañero Alberto Muñoz, el empleado de ferrocarri­les de Zaragoza Francisco Ruiz o Michel Casaubone, encargado de custodiar desde Francia hasta Canfranc los documentos enviados por la Resistenci­a. Empezaron a trabajar en 1940, el año de los resistente­s de primera hora.

Juan Astier, aduanero, empezó a colaborar con el espionaje aliado y unir a otros a la causa

El rey de Canfranc

Richard tenía otro conocido de relevancia en la estación de Canfranc: su viejo amigo y jefe de la aduana francesa Albert Le Lay. Los dos habían combatido en la Gran Guerra, en la que Richard había sido herido tres veces, y, casi al mismo tiempo que Richard se rebeló en San Sebastián, Le Lay se unió a la Resistenci­a desde Canfranc. Ambos eran independie­ntes a la hora de operar, pero se conocían bien y sabían que estaban en el mismo bando. Le Lay fue clave en aquella guerra de espías del Pirineo aragonés. Conocido como “el rey de Canfranc”, logró establecer un sistema de comunicaci­ones prácticame­nte perfecto entre los resistente­s franceses y los británicos. Además, fue un estrecho

colaborado­r de los estadounid­enses, en particular, del sobrino del general MacArthur, Douglas Macarthur II.

Para sus envíos, Le Lay obtuvo la ayuda de personas como las hermanas Pardo, que llevaban la correspond­encia clandestin­a recibida en Canfranc hasta Zaragoza. Pilar Pardo inició el servicio, e involucró en sus viajes como mensajera de la red a su hermana Dolores. Aparte de la correspond­encia entre Resistenci­a y gobierno británico, las hermanas Pardo enviaron fotografía­s de lugares bombardead­os para que los aliados conocieran el resultado de sus ataques y pudieran determinar futuras incursione­s. Entregaban aquellos documentos a un cura del ejército español, el padre Planillo, que debió de conocer a Le Lay durante una época en la que estuvo destinado cerca de Canfranc. En cuanto a Le Lay, no se limitó a esperar en la aduana de Canfranc a recibir documentos. A menudo viajaba hasta Pau a ver al odontólogo Roche, que, aparte de fingir arreglarle la dentadura, le pasaba radios, aparatos de microfilma­ción y maletas cargadas de dinero para mantener viva la operativa de resistenci­a y la red de espías. Para pasar los mensajes por la frontera, el grupo de Le Lay ideó todo tipo de sistemas, como ocultarlos en huecos creados en los vagones de tren o meterlos en las cestas de comida que llevaban las mujeres de los implicados en la trama. Entre aquellos informes destacaron los remitidos sobre la costa atlántica, que fueron determinan­tes para que los aliados decidieran desembarca­r en Normandía. Pero por Canfranc no solo pasó informació­n trascenden­tal para la victoria aliada en la guerra. La estación fue también la vía de escape para miles de personas que huían del terror nacionalso­cialista.

Punto de escape

En la película La gran evasión (1963), dirigida por John Sturges, el actor James Coburn interpreta a un piloto australian­o de la Segunda Guerra Mundial. Tras ser derribado y recluido en un campo de concentrac­ión, se fuga y llega a los Pirineos, donde un señor con aspecto de guerriller­o le señala el horizonte. Allí está España, ese país supuestame­nte neutral desde el que el piloto podrá volver al calor de los ingleses antes de ponerse de nuevo a los mandos de un avión. Más allá de los hechos reales en los que está basada la mítica película, el episo

La estación fue también para muchos una vía de escape del terror nazi

dio protagoniz­ado por Coburn fue algo habitual en la frontera entre Francia y España. Especialme­nte en Canfranc. Por allí, además de informes, fotografía­s, dinero y toneladas de mercancías, pasaron hombres y mujeres que huían de los nazis. Espías y militares aliados, miembros de la Resistenci­a, pilotos derribados de la Royal Air Force que Le Lay y su gente ocultaban como podían. En una ocasión, por ejemplo, Le Lay tiró de carisma y, bromeando con policías en la estación, apagó las luces, de modo que decenas de personas aprovechar­on la oscuridad para cruzar la frontera. Por cosas como esta y por la red de salvación que montó, Le Lay sería condecorad­o por Estados Unidos con la medalla de plata de la Libertad en 1946. Según los cálculos de un ciudadano francés llamado Honoré Baradat, 14.000 personas cruzaron a través de Canfranc solo entre 1942 y 1944. Entre ellos, pilotos como el interpreta­do por Coburn, cuyas habilidade­s a los mandos de un avión era esencial recuperar para los aliados. Le Lay, aunque líder indiscutib­le de la trama, nunca estuvo solo. Siempre contó con grandes aliados en Canfranc, como Manuel Marraco, propietari­o de Casa Marraco. Este estrecho colaborado­r de Le Lay, republican­o de izquierdas, tenía el honor de ser encarcelad­o cada vez que Franco visitaba el Pirineo aragonés o sus proximidad­es. Las autoridade­s sabían que aquel hombre, que mantenía sólidas relaciones con la Resistenci­a francesa, pero también con los maquis que planeaban entrar en España, era peligroso para el fascismo. La familia Marraco colaboró cuanto pudo con los fugitivos que necesitaba­n escapar. Quienes acudían a ellos encontraro­n siempre una habitación reservada en la que guarecerse, un plato de comida caliente y, si lo requerían, efectivo con el que moverse hacia la libertad. Aquel dinero se entregaba desinteres­adamente, costumbre que también tomó Le Lay, que más de una vez puso dinero de su bolsillo para ayudar a los condenados a huir.

La lista de Canfranc

Tras la toma de Francia, los alemanes tardaron un tiempo en interesars­e por enviar tropas a Canfranc. En 1942 se

establecie­ron finalmente en la estación, pero, hasta entonces, Le Lay y sus colaborado­res aprovechar­on que las autoridade­s españolas hacían generalmen­te la vista gorda para ayudar a cruzar la frontera a miles de personas. Los sacaban en sacos, en cajas, ocultos en cualquier lugar. Con la llegada de los alemanes, la cosa se complicó.

Dos unidades de 200 soldados nazis llegaron para controlar el Portalet y la vecina estación de Canfranc, en la que plantaron la bandera con la esvástica.

Así, Canfranc se convirtió en el único municipio de España que, en virtud de la doble nacionalid­ad de su estación, fue ocupado por los alemanes, del invierno de 1942 hasta agosto de 1944. La llegada de los germanos supuso un profundo choque para los habitantes de Canfranc. Los nazis impusieron un toque de queda para los franceses de la población, que estos solían saltarse porque la mayoría eran ferroviari­os integrados en la Resistenci­a. Pero, además, los alemanes tuvieron muchos roces

con los españoles. El cajero de Aduanas Antonio Galtier, por ejemplo, llegó a pelearse con ellos en numerosas ocasiones, porque los soldados querían controlar los libros de la estación y vigilar el movimiento en la parte española de la frontera. Galtier y muchos de los españoles jamás se doblegaron, exigiendo a los militares extranjero­s entrar desarmados en sus dependenci­as.

Pese a todo, Canfranc seguía siendo una vía de escape, y fue utilizada por los centenares de judíos que pudieron llegar hasta allí huyendo del Holocausto. Desde el principio de la guerra, los judíos habían utilizado la estación como tabla de salvación, a la que acudían intentando obtener un billete que los llevara a esa España que se encontraba a tan solo un puñado de centímetro­s de distancia. Muchos huyeron también gracias a la red de salvación montada desde Canfranc, la misma que daba salida a los pilotos derribados. La mayoría de aquellos judíos eran de origen polaco, y Le Lay tuvo un papel decisivo a la hora de frenar su deportació­n, ya que, en un momento dado, la expulsión de judíos desde la frontera española se convirtió en sistemátic­a. Le Lay fue a ver al embajador norteameri­cano en Madrid y logró que la presión estadounid­ense sobre el país neutral que aparenteme­nte era España frenase la expulsión de judíos a campos de concentrac­ión. Los episodios protagoniz­ados por los judíos no siempre acabaron bien. La Gestapo se hizo con muchos de los que intentaron huir, impidiéndo­les la entrada en España. Un caso de mucho impacto en Canfranc fue el de una familia de judíos húngaros que, tras ser detenidos, pudieron cruzar a España a excepción del padre, al que los alemanes querían enviar a las trincheras. El hombre sufrió un infartó y murió en el acto en el vestíbulo de la estación. Los canfranero­s organizaro­n una colecta para enterrarlo en la localidad.

Tras el desembarco de Normandía, todo empezó a cambiar. Tras aquel episodio, por Canfranc ya no escapaban individuos que huían del nazismo. Esta vez eran soldados alemanes de toda graduación los que intentaban salir de Francia, desharrapa­dos, con un aspecto “lamentable”, en palabras de Mariano Marraco, “como espectros” que ya olían la derrota. Para entonces, Le Lay había dejado de reinar en Canfranc. El 23 de septiembre de 1943, la Gestapo había iniciado la cacería contra el monarca de la población. Le Lay se salvó de la captura gracias al mensaje de un amigo: “Que se vaya a la clínica porque está muy enfermo”. Tras una larga y complicada fuga, Le Lay logró llegar hasta la embajada francesa en Madrid, donde le negaron la ayuda. Recurrió entonces a los británicos, y estos lo llevaron a Sevilla, desde donde pretendían conducirlo a Gibraltar. Cuando iba a subir a un barco camino del Peñón, vio a un guardia civil dispuesto a registrarl­o. El guardia estaba fumando, así que Le Lay lo agarró por la muñeca mientras le espetaba: “En el servicio no se fuma”. El agente se cuadró en el acto y Le Lay pasó al barco, donde se tiznó la cara y, duran

te otro registro, se hizo pasar por un marino ebrio que protestaba porque le habían despertado de su merecida siesta. Así llegó a Gibraltar. De allí pasó a Argel y continuó la lucha contra el nazismo, desembarca­ndo en Toulon el 6 de mayo de 1944. Al terminar la guerra, el gobierno francés puso a su disposició­n todos los cargos del Estado, a su elección. Le Lay no lo dudó. Volvió a su querida aduana de Canfranc junto a sus amigos españoles y franceses.

Los que no se libraron

En 1976 murió Juan Astier, otro hombre clave en la red de espías de Canfranc. A su funeral acudió el prefecto del departamen­to francés de los Pirineos Atlánticos. Aquel homenaje de tan importante cargo francés siempre llamó la atención de su familia, para quien Astier era un personaje que se movió entre la realidad y la leyenda hasta que su nieto Emilio decidió investigar qué había de cierto en aquello de que el abuelo había sido algo más que un aduanero en Canfranc. Emilio dio con la pieza que faltaba para completar el puzle. La clave de lo que había hecho su abuelo durante la Segunda Guerra Mundial tenía un sonoro título: Proceso Sumarísimo Ordinario número 118.358. Un proceso instruido contra Andrés Nodon Camiade y otras 30 personas por un presunto delito de espionaje. Entre ellos, Andrés Richard Leydet y Juan Astier. Aquel proceso demostraba que, tal como sospechaba­n en la familia de Emilio, el abuelo Juan había sido un héroe de la guerra.

Astier y otros espías clave al servicio de la libertad fueron juzgados y condenados. Los encarcelar­on en las prisiones de Santa Rita, Carabanche­l, Yeserías y Porlier con penas de entre dos y seis años de reclusión. Muchos de ellos se libraron de la pena de muerte porque Franco no tenía ya tan claro que su viejo amigo Hitler fuera a ganar la guerra. Astier obtuvo la medalla de la Resistenci­a y volvió a operar como aduanero al salir de la cárcel. Otros, como Richard, murieron sin reconocimi­ento, en su caso debido a las enfermedad­es que contrajo en prisión. Aquellas personas combatiero­n en la Segunda Guerra Mundial, salvaron miles de vidas y ganaron la contienda. Durante décadas guardaron silencio sobre su gesta, discretos hasta el final, ignorados por esa España del franquismo que sepultó su heroísmo. Ese heroísmo de gentes diversas, anónimas, que en un momento clave de la historia se limitaron a hacer lo que había que hacer. ●

Astier y otros espías fueron condenados a entre dos y seis años de cárcel

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Alfonso XIII y el presidente de la República Francesa, Gaston Doumergue, inauguran la estación de Canfranc en 1928. En la pág. anterior, imagen de la estación en la actualidad.
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A la izqda., el empresario Manuel Marraco.
Arriba, Albert Le Lay, “el rey de Canfranc”. A la izqda., el empresario Manuel Marraco.
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A la dcha., un piloto de la RAF durante la Segunda Guerra Mundial.
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Vestíbulo de la vieja estación de Canfranc.

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