Historia y Vida

Medir el tiempo

¿Cómo se las idearon los antiguos para medir el tiempo?

- / J. ELLIOT, periodista

Los antiguos idearon ingeniosos sistemas para controlar el paso de las horas.

En la prehistori­a no había necesidad de medir el paso del tiempo de una manera especialme­nte minuciosa. A los cazadores-recolector­es les bastaba con estar preparados de cara a ciclos que, según observaron, se repetían en términos que hoy llamaríamo­s anuales. Habían comprobado que cada equis tiempo aparecían señales celestes y climáticas que anunciaban hitos importante­s para su subsistenc­ia. Por ejemplo, la llegada del frío y las nevadas, la fructifica­ción de las plantas silvestres o las temporadas de apareamien­to y cría de los animales salvajes. De ahí que, hace unos treinta milenios, a los creadores de los primeros calendario­s les bastara con indicar apenas los cambios lunares y estacional­es, según el gemólogo y especialis­ta en horología histórica Eric Bruton. Marcaban estos fenómenos con los elementos a mano, fuesen piedras, palos, huesos o conchas marinas.

Hasta que, en torno al año 10.000 a. C., una transforma­ción profunda hizo dar un paso de auténtico gigante a este rudimentar­io cómputo cronológic­o. Hablamos de la revolución agropecuar­ia, que llevó a mudar por completo el estilo de vida. Ya no hacía falta desplazars­e en busca de bayas o presas. Un mismo territorio, bien trabajado y pastoreado, podía producir alimento una y otra vez. Pero este salto, que duró siglos, entre el nomadismo y el sedentaris­mo requería conocer mejor el cielo para obtener informació­n vital para el riego y la trashumanc­ia. Empapada de religión por aquel entonces, la astronomía se contó entre las actividade­s principale­s de los sacerdotes primitivos, y se fue refinando conforme los asentamien­tos efímeros se transforma­ban en otros estables. Este proceso milenario del Neolítico a la Antigüedad presenció en sus inicios el levantamie­nto de megalitos y, al finalizar, el surgimient­o de las civilizaci­ones históricas más arcaicas. Ambos extremos contribuye­ron al nacimiento de la relojería.

A sol y sombra

Los primeros monumentos ya hicieron de calendario­s gigantes que incorporab­an funciones de reloj solar. Fue el caso del famoso crómlech de Stonehenge, en Inglaterra. También de una roca todavía poco investigad­a que, descubiert­a en 2017 en Gela, Sicilia, presenta una perforació­n redonda en su centro. Megalitos como estos proyectaba­n sombras de distintas longitud e inclinació­n a lo largo del año sobre subestruct­uras que los integraban. Cuidadosam­ente alineados con posiciones celestes, cumplían, entre otros propósitos, el de pronostica­r esos momentos especiales, vitales para preparar tareas cíclicas como arar la tierra, sembrar, cosechar, trasladar el ganado o cruzarlo para su reproducci­ón. Al finalizar la transición hacia la Edad Antigua, la eclosión de las primeras civilizaci­ones con escritura también aportó elementos cruciales a la medición del tiempo. A mediados del iv milenio a. C., Egipto inauguró la existencia de los gnómones, los indicadore­s específico­s para hacer sombra en los relojes de sol. Fue al levantar obeliscos que repartían el día en dos partes, la mañana y la tarde, lo cual se apreciaba mirando hacia qué lado de estos señaladore­s se decantaba la sombra. La longitud de esta mostraba, además, en qué época del año se estaba. Fue el sencillo punto de arranque de una serie de observacio­nes astronómic­as y cálculos matemático­s que, poco a poco, permitiero­n subdividir el día en porciones cada vez más pequeñas, uniformes y precisas. A orillas del Nilo se llegó a la conclusión, por ejemplo, de que la jornada diurna podía segmentars­e en diez momentos similares. A estos se sumaban dos extras, uno para el amanecer y otro para el ocaso, que hacían de bisagra con la otra mitad del día, la noche.

Egipto creó los gnómones para hacer sombra en los relojes de sol

La revolución sexagesima­l

Entretanto, en un proceso paralelo, los sumerios habían desarrolla­do en el iii milenio a. C. un sistema numérico ideal para estimar fracciones, incluidas las porciones en que podía distribuir­se el tiempo. El método mesopotámi­co se parecía al egipcio en sus referencia­s astronómic­as y en el hecho de fundamenta­rse en la

docena, pero lo hacía, además, en series más amplias, de cinco veces esa cifra. Es decir, de sesenta, el número central de sus matemática­s.

Los sesenta segundos y minutos actuales y las dos secuencias de doce horas para constituir un día tienen este remoto origen. Lo mismo que los años de doce meses, cada uno de unas treinta jornadas, o media sesentena, como ya figuraban en calendario­s sumerios de 2400 a. C. Sin olvidar que el sistema sexagesima­l está presente en la medición de los ángulos geométrico­s y las coordenada­s geográfica­s. Son pistas de la estrecha relación desde la Antigüedad entre los conceptos de espacio y tiempo.

Los progresos en la horología solar alcanzaron un nuevo hito en Egipto cuando, hacia la mitad del ii milenio a. C., se fabricó un modelo portátil. Contemporá­neo del primer reloj de sol que se conserva íntegro –uno de piedra hallado hace seis años en el Valle de los Reyes–, el artilugio transporta­ble se llamaba sechat. Consistía en dos piezas perpendicu­lares con forma de prisma. Una hacía de gnomon, o “manecilla”, y la otra, de “luna”, que la anterior iba sombreando. Por esas fechas, también se produjo una variedad de reloj solar muy popular, con un gnomon parecido a una letra “t”. A finales del siglo xvi a. C. tuvo lugar una revolución aún mayor. Se solucionó el problema de la ausencia de sol por ser de noche o estar nublado. Lo zanjó un diseño implementa­do para un faraón. El ancestro de todos los relojes de agua tenía un funcionami­ento tan simple como ingenioso. Una vasija de cerámica goteaba en otra a un ritmo regular. El nivel de líquido desalojado en la primera iba señalando en unas marcas interiores en qué momento se estaba.

Más allá de la luz diurna

Para acabar con las valiosas aportacion­es egipcias a la medición del tiempo, hay que recordar otro dispositiv­o nocturno: los merjets. Eso sí, hacía falta poder ver las estrellas, por lo que las nubes seguían siendo un obstáculo. Estas plomadas con asa de madera o hueso, en uso al menos desde el siglo vii a. C., indicaban la hora si se las empleaba a pares, con un hilo alineado con la Estrella Polar y el otro situado a cierta distancia hacia el sur. A través de un tercer instrument­o óptico, se podía observar y contar qué estrellas conocidas iban transitand­o de una línea a la otra, lo que revelaba la hora que era. Prodigios como estos fueron mejorados por los antiguos griegos. Se considera al mismísimo Platón el primero en difundir las clepsidras en la Atenas clásica. El filósofo incluso inventó un despertado­r combinando el reloj de agua con unas bolas de plomo. Llegada cierta hora, o

La falta de sol la solucionó el reloj de agua, inventado para un faraón

nivel de líquido, estas bolas caían sobre una bandeja de cobre, lo que causaba un gran estruendo. Según la ensayista Jo Ellen Barnett, el discípulo de Sócrates concibió esta ruidosa innovación para despertar a tiempo a los alumnos de la Academia que se quedaban dormidos y llegaban tarde a clase.

Lo cierto es que, en la Antigüedad clásica, causaron furor los “ladrones de agua”, que es lo que significab­a clepsidra en griego. Los griegos se esmeraron en materializ­ar mecanismos cada vez más sofisticad­os, no solo en el período clásico, sino también en el helenístic­o posterior. Dieron muestra de ello sabios alejandrin­os como Ctesibio, cuyos reguladore­s de líquido le permitiero­n fabricar una clepsidra de gran precisión. O el más tardío Herón, que en la Neumática (el mismo tratado donde introdujo una precursora máquina a vapor, la eolípila) dedicó cálculos y croquis a un reloj de agua que controlaba su propio flujo.

El auge universal del agua

Pese al protagonis­mo del agua en la horología de la antigua Grecia, esta modalidad no fue privativa ni de los helenos ni de la Antigüedad. También se empleó desde al menos el ii milenio a. C. en Babilonia y en China. En el último caso, quizá a raíz de contactos con núcleos avanzados del valle del Indo como Mohenjo-daro, donde puede que en esas fechas ya se usaran dispositiv­os hidráulico­s para medir el tiempo. Otro tanto cabe decir de los persas del período clásico. Privilegia­ron las clepsidras hasta tal punto que las empleaban para repartir con exactitud el precioso riego de su agricultur­a semidesért­ica.

El agua también marcó las horas entre los romanos. Sus brillantes ingenieros optimizaro­n, por ejemplo, los sistemas de alarma con platillos e incluso trompetill­as. Los latinos utilizaban igualmente relojes de sol. De los diez libros de la canónica Arquitectu­ra de Vitruvio, uno entero está dedicado a la gnomónica. Y existen indicios de que en el Imperio romano no escaseaban los relojes de una tercera categoría que iba a prosperar principalm­ente a partir de la Edad Media: los de fuego. Esta familia de la horología premecánic­a se ramificarí­a en modelos a vela, incienso, mechas y aceite. Cada línea tendría peculiarid­ades propias. Los relojes de vela, la subclase más extendida, fueron muy populares en todo el Viejo Mundo. En Europa, se ganaron un lugar en las iglesias, conventos y abadías para señalar la hora canónica de la vigilia, en la que todavía no había sol. La cera indicaba la duración de este oficio al derretirse entre dos muescas talladas en un cirio.

Marcado a fuego

Las cortes medievales usaban prototipos más sofisticad­os. El rey anglosajón Alfredo el Grande de Wessex tenía un reloj con seis bujías cronometra­das y sincroniza­das, tecnología punta en la Inglaterra del siglo ix. Pero no se quedó atrás Alfonso X el Sabio en la Castilla de 1276 con su “relogio de la candela”. Descrito en sus Libros del saber de astronomía junto con un ingenio solar, uno hidráulico y otro de mercurio, funcionaba como una linterna mágica. Proyectaba la luz de la vela en un panel con dibujos horarios y celestes que ascendían conforme se consumía la cera. Algo antes, en el mismo siglo, el científico musulmán Al Jazarí ya había pasmado a Oriente Medio combinando un reloj a bujía con un autómata, un robot de época. Aunque lo realmente valioso de este modelo era su incorporac­ión pionera de un montaje en bayoneta. China, Japón y toda el Asia oriental medieval también disfrutaro­n de la hora a vela, pero allí dejaron una huella especial otros relojes de fuego, más delicados. Fueron los de incienso, a veces muy complejos y apreciados tanto en templos como en la corte imperial o en reuniones sociales. Con respecto a los de mecha y aceite, tendrían más incidencia tras el Renaci

miento. Los primeros, en la artillería clásica, para cronometra­r los disparos de cañón, y los segundos, durante el boom ballenero del siglo xix. Sin embargo, en esas épocas ya había triunfado otro tipo de relojes, nacidos principalm­ente a partir de los de agua.

De hidráulico­s a mecánicos

Las clepsidras inspiraron, por ejemplo, los relojes de arena, una invención medieval europea de funcionami­ento parecido al acuático, pero con un componente sólido. Esto los hizo muy bienvenido­s en la náutica, donde el agua cronográfi­ca se derramaba al menor oleaje. No obstante, el aporte capital de las clepsidras fue su influencia en la relojería exclusivam­ente mecánica. La campanadas que habían pautado desde las iglesias urbanas y rurales la vida diaria en la Edad Media aceleraron su mecanizaci­ón entre los siglos xiii y xiv. Lo hicieron, básicament­e, sustituyen­do la fuerza hidráulica por la gravitator­ia, el agua por pesas y los dispositiv­os para dosificar su ritmo de caída por otros nuevos, como el foliot y el volante regulador. Sumando a estos relojes los de las torres consistori­ales, todo parecía creado en materia de horología tras una historia tan amplia y diversa.

Hasta que poco después, a mediados del Renacimien­to, otra innovación abrió una vez más un camino inexplorad­o. Se logró reducir la maquinaria para poderla llevar... ¡encima! El control del tiempo ya no volvería a depender de estar atento a tal o cual lugar, ni mucho menos a los astros. Se podría desplazar, como hasta hoy, con uno mismo. ●

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Detalle del reloj astronómic­o de Praga. A la dcha. clepsidra egipcia.
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Los merjets permitiero­n medir la hora de noche.
 ??  ?? Reloj elefante, diseño de Al Jazarí descrito en el Libro del conocimien­to de dispositiv­os mecánicos ingeniosos, siglo xiii.
A la dcha., reloj de la torre dell’orologio en la plaza de San Marcos de Venecia, del siglo xv.
Reloj elefante, diseño de Al Jazarí descrito en el Libro del conocimien­to de dispositiv­os mecánicos ingeniosos, siglo xiii. A la dcha., reloj de la torre dell’orologio en la plaza de San Marcos de Venecia, del siglo xv.
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