Distopías
La ciencia ficción ha imaginado mundos en los que no nos gustaría vivir. Y, sin embargo, esos mundos reflejan las inquietudes de cada momento.
Nuestro 2019 es el futuro en el que transcurría Blade Runner. Los ochenta nos imaginaban conviviendo con androides y emigrando al espacio. Era un reflejo de las inquietudes del momento. ¿Qué miedos han alumbrado las grandes distopías de la ciencia ficción?
La ciencia ficción distópica, entendida como representación metafórica y futurista de los temores de una sociedad, suele germinar con especial viveza en contextos históricos que han sido golpeados por grandes crisis colectivas. A juzgar por la actual proliferación de estos relatos, tanto en el ámbito editorial como en el audiovisual (incluyendo la revitalización de la novela 1984, cuyas ventas se dispararon significativamente tras la llegada al poder de Donald Trump), nuestro presente parece estar lleno de heridas y contusiones. La amenaza terrorista tras el 11-S, la incertidumbre y precariedad laboral tras la Gran Recesión de 2008, la desafección hacia la política y el auge de los populismos, la desorientación provocada por la disolución de las certezas en tiempos de la posverdad, las tensiones entre grandes potencias como Estados Unidos y China, el cambio climático... Todos esos sucesos y procesos han generado un vértigo existencial, un estado de decepción en la sociedad contemporánea que se está viendo reflejado en la ficción. Por un lado, en el auge de los relatos nostálgicos, centrados principalmente en una visión idealizada de la década de los ochenta (hyv 616). Por otro, en un aumento de las narraciones que nos presentan un futuro muy poco halagüeño. Series como Black Mirror (2015-19) o Years and Years (2019); novelas como Ready Player One (2011) o El círculo (2013) y sus correspondientes adaptaciones cinematográficas; fenómenos juveniles como las sagas literarias Los juegos del hambre (2008-10) o Divergente (2011-13); remakes de clásicos como Blade Runner 2049 (2017) o Fahrenheit 451 (2018); o la reciente Los testamentos (2019), secuela escrita por Margaret Atwood de su “redescubierta” –gracias a la adaptación televisiva– El cuento de la criada (1985), son algunos ejemplos (sin entrar en ámbitos como el cómic o el videojuego) que conforman esta edad dorada de la distopía.
Utopía y distopía
¿Qué procesos históricos impulsaron la creación de los grandes clásicos del subgénero? Repasar la historia de la ciencia ficción distópica (término acuñado por el político y economista John Stuart Mill como antónimo de la “utopía” de Tomás Moro) permite, por una parte, comprobar qué predicciones –políticas, sociales, tecnológicas, ecológicas...– se han cumplido y, por otra, observar cómo han evolucionado nuestros miedos como sociedad. Las primeras distopías son, curiosamente, hijas de una utopía: la Revolución Rusa. Nosotros, escrita en 1920 por el bolchevique desencantado Evgueni Zamiátin y publicada en 1924 (en su traducción inglesa, ya que en Rusia estuvo prohibida hasta 1989) presenta una sociedad futura en la que la individualidad, el “yo”, ha sido abolida y sustituida por el “nosotros”.
Para idear esta parábola política se inspiró en la deriva autoritaria que se estaba generando en la Revolución Rusa y en el taylorismo, el rígido sistema de organización del trabajo que Zamiátin, ingeniero naval de profesión, había conocido durante su estancia en Inglaterra en 1916. La película soviética Aelita (1924), adaptación de estética constructivista de la novela homónima de Alexéi Tolstói, surgió al calor de la Nueva Política Económica que había propuesto Lenin en 1921 contra la opinión de la ortodoxia comunista. El director Yakov Protazanov, que había regresado a Rusia tras exiliarse durante la guerra civil, trasladó su parábola a Marte. El planeta rojo, gobernado por un tirano, recibe la visita de unos cosmonautas soviéticos que ayudarán a sus camaradas marcianos a iniciar la revolución. Esta triunfará, pero la utopía se transformará rápidamente
Las primeras distopías son, de hecho, hijas de una utopía: la Revolución Rusa de 1917
en distopía cuando el planeta sucumba ante un nuevo régimen totalitario encabezado por la líder que había abanderado la revolución: la princesa Aelita. Las sociedades imaginadas por Zamiátin y Protazanov no son muy diferentes de la ideada por Fritz Lang en el filme Metrópolis (1927). Esta pesadilla urbana, tayloriana y totalitaria, que presenta una sociedad dividida drásticamente en dos clases (una élite que vive en la superficie y una gran masa obrera que sobrevive en el subsuelo), tuvo su origen en las tensiones ideológicas que se vivían en la República de Weimar. Pero más interesante que su discurso argumental (una unión algo inverosímil entre obrero y patrón de la que renegaría el propio Lang) es su arquitectura visual. La ciudad de Metrópolis, cuyo visionario diseño, basado en los rascacielos de Manhattan, ha tenido una gran influencia posterior (de Blade Runner a Ghost in the Shell), se puede interpretar como la proyección de los temores del hombre centroeuropeo ante una amenaza de la modernidad: la transformación de los espacios urbanos en megalópolis superpobladas y deshumanizadas.
Miedo al totalitarismo
Un mundo feliz (1932) es el primer gran clásico de la literatura distópica. Aldous Huxley escribió esta fatalista fábula tecnológica en plena depresión económica. Impregnado por el pesimismo de la época, el escritor quiso hacer una sátira de las novelas utópicas de su compatriota H. G. Wells. Para idear su “mundo feliz”, Huxley, que en esa época simpatizaba con el anarquismo, se basó en dos modelos antagónicos: el comunismo ruso, que consideraba “centralizado y dictatorial”, y el capitalismo estadounidense, país de origen de la crisis y cuya cultura de masas, frívola y consumista (Henry Ford es continuamente satirizado en el libro), el novelista desdeñaba profundamente. El régimen dictatorial que se describe en el libro, donde el placer se ha convertido en la principal herramienta de control y la sociedad no es consciente de su esclavitud (idea luego retomada en la popular Matrix), ha resultado ser más visionario sobre nuestra actual sociedad de consumo que el de la otra gran distopía sobre los totalitarismos, 1984 (1949). La novela de George Orwell, cuya enorme influencia cultural ha dado lugar al adjetivo “orwelliano”, presenta un estado donde el gobierno controla todos los aspectos de la vida de sus súbditos a través de la vigilancia, la manipulación y la represión. Orwell escribió el relato influenciado por tres hechos históricos: la Guerra Civil en España, donde combatió y descubrió escandalizado cómo se falseaban los hechos y la historia; la Segunda Guerra Mundial, en la que también participó y comprobó las terribles consecuencias del fascismo; y el comienzo de la Guerra Fría, que dividirá el mundo en dos. Como parábola política, Orwell no acertó en sus predicciones. Había más estados totalitarios cuando él vivía que ahora (quizá sus advertencias surtieron efecto). Sin embargo, algunos de sus visionarios hallazgos sí parecen tener su reflejo en el presente. ¿No recuerda el Gran Hermano a nuestra cotidianidad videovigilada y el Big Data; la “neolengua” y “el Ministerio de la Verdad” a los “hechos alternativos” y la “posverdad”; y el entretenimiento de los “dos minutos de odio” al día a día de las redes sociales? La tercera en el pódium de las distopías literarias es Fahrenheit 451 (1953). La inspiración de Ray Bradbury para el motor argumental de su novela no admite dudas: la quema de libros que perpetraron los nazis la noche del 10 de mayo de 1933. En cuanto al porqué de esta metáfora, hay que buscarlo en los cambios sociopolíticos que se estaban produciendo en Estados Unidos a principios de los años cincuenta. Fahrenheit 451 es hija de los excesos del macartismo (la censura y persecución de supuestos comunistas auspiciadas por el senador Joseph Mccarthy), la irrupción de la televisión (que Bradbury veía como una amenaza para el pensamiento) y el peligro nuclear (representado en el final de la novela). A juzgar por el actual ataque al intelectualismo y las humanidades por parte
¿No recuerdan los “dos minutos de odio” de la novela 1984 al día a día de nuestras redes sociales?
de muchos dirigentes políticos, parece que las predicciones de Bradbury no iban muy desencaminadas.
Espejos deformantes
A partir de este legado, el subgénero empezó a desarrollarse hasta convertirse, gracias sobre todo al cine, en uno de los más populares de la ciencia ficción. Casi cada suceso político y social engendró su propia distopía. La crisis de los misiles de Cuba (1962) y el cambio de rumbo de la guerra de Vietnam en 1968 alumbraron pesadillas bélicas, como la novela La guerra interminable (1974), y postapocalípticas, como ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) o la saga cinematográfica El planeta de los simios (1968-73). La Conferencia de Estocolmo sobre el medio ambiente (1972) y la crisis del petróleo (1973) tuvieron su reflejo en distopías ecológicas y demográficas, como Cuando el destino nos alcance (1973) o las primeras películas de Mad Max (1979-85). El giro conservador y neoliberal que se produjo tras la llegada el poder de Margaret Thatcher (1979-90) y Ronald Reagan (1981-89) fue transformado en hipérbole negativa en el cómic V de Vendetta (1982), El cuento de la criada o el filme Robocop (1987). Y los males de la globalización, proceso acelerado tras la caída del Muro de Berlín (1989), alimentaron distopías como la novela Hijos de los hombres (1992) o el filme Gattaca (1997).
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos marcaron un antes y un después en el género. El enorme impacto simbólico de aquel suceso propició un aluvión de ficciones distópicas que, alimentadas por las siguientes crisis, continúa en la actualidad. Una proliferación de relatos pesimistas que conforman la que quizá sea la gran distopía de nuestro tiempo: la incapacidad del hombre y la mujer contemporáneos para imaginar futuros mejores. ●