¿Camaleón político?
Sus detractores insistieron en pintarle como maquiavélico en el peor de los sentidos
Hasta sus mayores adversarios reconocieron que Fouché, el político por antonomasia, fue un hombre de costumbres sencillas y ordenadas. A diferencia de Talleyrand, aficionado a la bebida y las mujeres, los vicios y placeres mundanos nunca hicieron mella en él. Inmune a la vanidad y trabajador infatigable, rindió culto a la familia y a la amistad como virtudes inexpugnables.
Cuando fallece su primera mujer, Bonne-jeanne, en octubre de 1812, escribirá: “Soy digno de compasión... Mi trabajo, mis lecturas, mis paseos, mi descanso, mi sueño, todo era en común. Esta comunión tan dulce, tan dichosa, acaba de terminar con el más espantoso desgarro”. La complicidad amorosa caracterizó también a su segundo matrimonio con Ernestine de Castellane, cuya fidelidad irrestricta a los hijos y a la memoria de Fouché fue admirable.
Embajador, ministro, senador, duque de Otranto, empresario y financiero, dejó al morir bienes por valor de 14 millones de francos, un capital colosal para la época. Acusado de traidor y camaleón político por los bonapartistas y biógrafos como Stefan Zweig, en realidad Fouché se distinguió por su pragmatismo y moderación después de la tormenta revolucionaria. Partidos y héroes sucumbieron con la revolución. Fouché permaneció cual servidor de la nación.