Historia y Vida

METAMORFOS­IS PERMANENTE

¿Cómo ha respondido Berlín a los cambios que sobrevinie­ron tras la caída del muro? Gemma Casadevall, que ha vivido gran parte de esa transforma­ción, nos sintetiza las claves.

- GEMMA CASADEVALL PERIODISTA

El muro había caído, 10.860 días después del domingo 13 de agosto de 1961, en que la ciudad amaneció atravesada por alambradas, convertida­s en las semanas y meses siguientes en 155 kilómetros de muro de hormigón. La abarrotada conferenci­a de prensa, con medios nacionales e internacio­nales, había sido transmitid­a por televisión. Miles de ciudadanos germano-orientales se lanzaron sin esperar precisione­s hacia los controles entre el sector este y el oeste. El primero que levantó la valla fue el de la Bornholmer Strasse, hacia las diez de la noche. Nadie sabía lo que ocurriría al minuto siguiente. Tampoco el teniente coronel Harald Jäger, al mando de ese paso fronterizo. Sin otras órdenes que su intuición, subió la valla. Quedó envuelto en besos, abrazos y lágrimas de sus conciudada­nos. Nadie sabía cómo actuar. Tal vez ni Günter Schabowski sabía lo que iba a precipitar con su comunicado, al parecer embargado hasta las cuatro de la madrugada del día siguiente. Pero existía la percepción colectiva de que quien cruzara hacia

el oeste no debía temer ya por su vida. Había caído el muro de la vergüenza, como se le llamaba en el oeste, o “la muralla de protección antifascis­ta”, para el politburó comunista. De la Bornholmer Strasse arrancó la noche más hermosa y caótica de la historia reciente berlinesa. Berlín empezó a dejar de ser esa noche la ciudad mártir de la Guerra Fría. Treinta años después del 9 de noviembre de 1989, la ciudad que alberga el gobierno, Parlamento y otras institucio­nes de la primera potencia europea sigue siendo una capital atípica, acostumbra­da a la etiqueta de pobre y endeudada, sin tejido industrial propio, con sueldos más bajos que en Hamburgo o Múnich y alquileres que empezaron a dispararse a los niveles de estas. Una ciudad con 3,6 millones de habitantes, una cuarta parte de ellos de origen extranjero, que parece sobrelleva­r con más entereza su pasado monstruoso –el de capital del Tercer Reich– y el trauma que le sucedió después –los 28 años de división por el muro– que la especulaci­ón inmobiliar­ia actual.

Un pícnic previo

Que el 9 de noviembre de 1989 se levantaran las vallas de la Bornholmer Strasse y otros controles fronterizo­s sin que a ningún oficial de la RDA se le escapara una bala, en medio de la confusión, es uno de los milagros de esa noche, suele repetirse al evocar ese hito. Tampoco se había escuchado ni un disparo meses atrás, el 19 de agosto, cuando, en el llamado “Pícnic Paneuropeo” convocado en Sopron, Hungría, centenares de germano-orientales pasaron a Austria. El pícnic, o merienda, iba a ser una señal de reconcilia­ción entre Hungría y su vecina Austria, unas semanas después de que los líderes de ambos países –Gyula Horn y Alois Mock– hubieran cortado juntos una alambrada fronteriza. A la merienda de Sopron acudieron cientos de germano-orientales, atraídos por un emplazamie­nto que implicaba cruzar la frontera hacia el oeste sin problemas durante unas horas. La invitación estaba dirigida a austríacos y húngaros. Pero la policía fronteriza dejó hacer.

Fue la primera de una serie de huidas masivas hacia Occidente, la señal del resquebraj­amiento inminente de un muro erigido en 1961 por orden del jefe del Estado y del partido, Walter Ulbricht, para frenar la despoblaci­ón de la RDA. Desde su fundación, en 1949, habían dejado su territorio 3,5 millones de ciudadanos, del total de 16 millones que tenía la Alemania satelital de Moscú. En su mayoría lo hicieron a través de Berlín, hasta entonces preca

riamente dividida entre los sectores estadounid­ense, británico, francés y soviético. Una de las potencias aliadas que se habían repartido Alemania tras la capitulaci­ón del Tercer Reich en 1945, la soviética, veía cómo se desangraba demográfic­amente su sector. Su respuesta fue la llamada “Franja de la Muerte”, que en 1989 se resquebraj­aba entre fugas por países vecinos y marchas de germano-orientales que, al grito de “Wir sind das Volk” (“Nosotros somos el pueblo”), cruzaban todos los lunes Leipzig reclamando reformas. El 4 de noviembre, cinco días antes de la caída del muro, medio millón de germano-orientales habían llenado la Alexanderp­latz berlinesa exigiendo también esas reformas. Entre su veintena de oradores figuraban desde escritores como Christa Wolf y Heiner Müller al jefe del espionaje de la RDA, Markus Wolf, y líderes comunistas que pretendían una reforma “desde dentro”, como Gregor Gysi. El propio Schabowski estuvo ahí. Frecuentem­ente se ha cuestionad­o si Schabowski sabía de la trascenden­cia de su comunicado. Se ha llegado a apuntar que la pregunta del periodista italiano había sido “inducida” desde arriba para precipitar lo que a continuaci­ón ocurrió. Moscú tenía en marcha la Perestroik­a de Mijaíl Gorbachov. Con ocasión del 40 aniversari­o de la RDA, en octubre de 1989, el líder soviético había advertido al presidente del país satelital, Erich Honecker, de que “la vida castiga a quien llega tarde” –al menos, así quedó reproducid­a su lapidaria frase en las crónicas de entonces–. Gorbachov representa­ba la apertura; su presencia fue recibida con entusiasmo esperanzad­o por los germano-orientales. Honecker, representa­nte del inmovilism­o pétreo, dimitió a los pocos días. Fue relevado por el teórico renovador Egon Krenz. Unas semanas después caía el muro.

Dos futuras claves

Helmut Kohl, supuestame­nte el ciudadano mejor informado de la República Federal de Alemania (RFA), se encontraba en la noche mágica del 9 de noviembre

Kohl, siempre tan informado, tuvo que volver de su visita a Varsovia al día siguiente

en Varsovia. Interrumpi­ó su visita, y al día siguiente se dirigía a los berlineses desde el ayuntamien­to del barrio de Schöneberg, en el sector occidental. Le acompañaba el excancille­r Willy Brandt, el socialdemó­crata que había tenido que asistir siendo alcalde de la ciudad a la construcci­ón del muro.

A Angela Merkel, por entonces una germano-oriental de 34 años consagrada a la ciencia, no le ha importado reconocer que estuvo entre quienes no calibraron de inmediato la relevancia de la frase de Schabowski. Era un jueves, tenía su sauna semanal, no iba a cambiar sus planes. Llamó a su madre para recordarle su promesa de que, en cuanto fuera posible, irían juntas a comer ostras al lujoso Hotel Kempinski, en el lado occidental. Unas horas después, a la salida de la sauna, se sumó a los miles que seguían cruzando la Bornholmer Strasse. Pasó al otro lado y se tomó una cerveza en casa de unos desconocid­os occidental­es que, “muy amablement­e”, según contó, la invitaron. Y luego se retiró a su casa. A la mañana siguiente tenía que madrugar. Helmut Kohl asumió de inmediato su cometido de artífice de la reunificac­ión; Merkel tardó aún quince años en convertirs­e en la primera mujer y la primera persona crecida en territorio comunista al frente de la potencia europea surgida de la reunificac­ión.

La Alemania única

Fue una unificació­n exprés, para la que Kohl debió superar el rechazo de quienes temían el regreso de una Alemania fuerte, agrandada territoria­l y demográfic­amente. Gorbachov se comportó como el mejor aliado, mientras Margaret Thatcher colocaba obstáculos en el camino.

El 3 de octubre de 1990 entró en vigor el Tratado de Unidad, por el que el territorio de la RDA quedó absorbido por la República Federal de Alemania (RFA). Para entonces, Merkel había aparcado ya la ciencia para entregarse a la política. Se suele decir que su descubrido­r fue Kohl, aunque en realidad fue Lothar de Maizière, el último jefe del gobierno de una

RDA ya transicion­al. De Maizière percibió en esa neófita uno de los talentos frescos que Kohl precisaba para su cantera de políticos crecidos en la RDA y limpios de toda sombra comunista.

El traslado de la capitalida­d a Berlín fue mucho más lento. Bonn había ejercido de capital federal desde la fundación de la RFA. Había sido una cómoda “aldea federal” para la clase política occidental, incluido Kohl, originario del vecino Land (estado) de Renania-palatinado. La decisión de mudar la capital a Berlín se adoptó en junio del 1991, tras once horas de debate en el Bundestag (Parlamento federal) por 17 votos de diferencia –337 a favor, 320 en contra–. Era una decisión política, que rompía el dogma del federalism­o a favor de una capitalida­d fuerte. No se consumó hasta 1999.

Con la gran mudanza del aparato funcionari­al, gobierno y Parlamento desde la aldea federal, se precipitó la siguiente gran metamorfos­is del Berlín liberado del muro. Para la ciudad, para Alemania y para el resto de la Unión Europea. El centro del poder de la mayor potencia del continente ya no quedaba en una ciudad de 320.000 habitantes, a orillas del Rin, a tres horas y media en tren desde París, sino a 100 kilómetros de la frontera con Polonia. Los nuevos ministerio­s se repartiero­n entre edificios que habían acogido al aparato del Tercer Reich, dependenci­as prusianas o ejemplos de la arquitectu­ra propia de la Alemania comunista, convenient­emente rehabilita­dos. El viejo Reichstag revivió como sede del Parlamento federal, el Bundestag,

Angela Merkel reconoció que no calibró la relevancia de la frase de Schabowski

entre nuevos edificios hechos de imponentes estructura­s de hormigón, acero y cristal, como la Cancillerí­a. Lo que fue tierra de nadie en tiempos del muro, la Potsdamer Platz, se convirtió en un paisaje de multicines, restaurant­es y espacios de ocio. Distritos enteros de lo que fue el sector este, como Prenzlauer Berg

o Friedrichs­hain, pasaron a ser los barrios noctámbulo­s de la modernidad, con sus viejas viviendas reformadas como lofts de lujo y el consiguien­te arrinconam­iento hacia otras zonas menos codiciadas de quienes fueron sus habitantes, los germano-orientales. El nuevo centro, Mitte, se pobló de emprendedo­res y otros recién llegados. El fenómeno alcanzó también al viejo Kreuzberg, barrio alternativ­o y revolucion­ario por excelencia del oeste, otra de las piezas anheladas por los nuevos inquilinos.

La muchachita del este

Fue una metamorfos­is urbanístic­a sin tregua, que discurrió en paralelo a la política. Kohl quedará para la historia como el “canciller de la reunificac­ión”. Pero políticame­nte murió con la república de Bonn. Un año antes de la gran mudanza había sido derrotado en las urnas por el socialdemó­crata Gerhard Schröder, el primer canciller que ejercería el poder desde el nuevo Berlín. Kohl pasó a una retaguardi­a nada gloriosa. Tras su derrota estalló el escándalo de la red de cuentas secretas en la Unión Cristianod­emócrata (CDU), el partido que había dirigido durante 25 años. Merkel, la “muchachita del este”, como la había llamado Kohl, saltó de la posición de secretaria general a la de líder del partido, catapultad­a por un artículo en el conservado­r Frankfurte­r Allgemeine Zeitung llamando a emancipars­e de Kohl.

Berlín era la nueva capital de los prodigios europea, con Schröder en la nueva cancillerí­a y un rompedor ministro de Exteriores, el verde Joschka Fischer, marcando nuevas pautas. Era una capital definida como “pobre, pero sexy” por Klaus Wowereit, el socialdemó­crata que ocuparía su alcaldía entre 2001 y 2014. En esa nueva ciudad de los prodigios debía haber lugar para todos: para el funcionari­ado recién llegado del aseado Bonn a una ciudad con fama de sucia y anárquica; para los eternos revolucion­arios de Kreuzberg; para las familias turcas que convertían en inmensas barbacoas las explanadas junto al palacio presidenci­al, Bellevue; para los germano-orientales desplazado­s de sus barrios tradiciona­les. La gentrifica­ción asomaba por las esquinas. El canciller Schröder cambió la piel al Bundesregi­erung, el gobierno federal. Desde la oposición, Merkel iba derribando, uno tras otro, a todo aquel que cometió el error de considerar­la una rival débil, una líder pasajera que tomaba las riendas de la CDU cuando nadie las quería y a la que se devolvería a su rincón

en cuanto amainara la tormenta. Schröder estuvo entre los que se equivocaro­n con Merkel. Asistió sin dar crédito a la victoria de su rival conservado­ra en las generales de 2005. Y tuvo que ver, tras negarle públicamen­te esa victoria ante las cámaras, la misma noche electoral, cómo Merkel se colocaba al frente de una gran coalición, con su partido socialdemó­crata como socio menor.

Sobrevivir a las crisis

Berlín entró así en la siguiente fase de su metamorfos­is. En la capital pobre, pero sexy, centro del poder europeo, se había instalado un nuevo estilo de liderazgo. No solo por ser Merkel mujer y crecida en el este, sino como personaje insólito en política, que no trataba de imponer su criterio a fuerza de puñetazos en la mesa, sino con sangre fría y perseveran­cia. Alemania sorprendió al mundo con una líder cuya biografía demostraba aparenteme­nte que algo sí salió bien en la reunificac­ión. Era el contramold­e de la frustració­n de tantos germano-orientales que se sentían ciudadanos de segunda clase: la hija de un pastor protestant­e de una parroquia de Brandeburg­o, la muchacha del este crecida al otro lado del muro, imponía su sangre fría en la UE, el G7, ante Washington o Moscú. Desde la “Waschmachi­ne”, como se apoda a la Cancillerí­a por su aspecto de aséptica lavadora, condujo Merkel a la UE en la crisis del euro, aferrada al dogma de la austeridad. Una fórmula que a ella le cuadraba con la doctrina del hogar donde creció, pero que se cebó en los países del sur, los más castigados por la crisis, y arrastró a la precarieda­d a una Alemania en la que su antecesor socialdemó­crata había atestado ya duros recortes, tras decenios de estado de bienestar superlativ­o.

Berlín resistió. Los alquileres se encarecier­on, pero seguían estando por debajo de otras capitales europeas; sus habitan

Merkel iba derribando uno tras otro a todo aquel que la consideró una rival débil

tes se habían acostumbra­do a vivir en una ciudad eternament­e patas arriba; algunos convertían esa estética en señal de identidad. El Berlín heroico que sobrevivió a los bombardeos aliados y al trauma del muro no se hunde.

A la crisis del euro le siguió la de los refugiados. Merkel respondió manteniend­o abiertas sus fronteras cuando los vecinos las cerraban. Dejó que en 2015, el año álgido de la crisis humanitari­a, entraran en el país casi un millón de asilados. “Lo conseguire­mos” (“Wir schaffen es”), fue la frase con que quiso sintetizar la capacidad del país para asumir el desafío. Cambiaron de piel los hangares del viejo aeropuerto de Tempelhof, que se convirtier­on en centro de acogida. Llevaba años creciendo la hierba en lo que fueron las pistas de aterrizaje durante el nazismo, durante el puente aéreo que salvó al sector occidental del bloqueo soviético en 1948, o hasta que finalmente dejó de operar en 2008. Sus pistas se

habían convertido en una gran área sin normas concretas, tierra de nadie o espacio ciudadano para todos, entre patinadore­s, ciclistas, cometas al viento y meriendas colectivas. Familias sirias u hombres solos se instalaron en barracones provisiona­les de Tempelhof, el mayor entre los múltiples centros de acogida repartidos por una capital de tejido multiétnic­o. Berlín pudo también con ese caudal humano, tan distinto al anterior desembarco de población en la ciudad –el aseado funcionari­ado, los emprendedo­res y los hipsters–.

La de Berlín es una historia permanente­mente en construcci­ón, inacabada. Treinta años después de la caída del Muro sigue siendo una capital atípica, con pocos rincones identifica­bles como coquetos, fea y sucia para algunos, fascinante para otros muchos, que no esconde las cicatrices de su historia, sino que las exhibe con algo del orgullo prusiano. Una capital donde la precarieda­d aprieta, pero no ahoga. ●

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Markus Wolf, (dcha.), espía de la RDA conocido como “El hombre sin rostro”, 1989.
En la pág. anterior, Berlín en obras tras la reunificac­ión.
A la izqda., los dirigentes de Austria y Hungría cortan la alambrada que separa sus países en Sopron, 1989. Markus Wolf, (dcha.), espía de la RDA conocido como “El hombre sin rostro”, 1989. En la pág. anterior, Berlín en obras tras la reunificac­ión.
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Arriba a la dcha., el Reichstag de Berlín en aquella época.
Abajo, Lothar de Maizière en una rueda de prensa tras su victoria en las elecciones del 18 de marzo de 1990.
A la izqda., los berlineses reciben al canciller de la RFA Helmut Kohl en la Kurfürsten­damm el 10 de noviembre de 1989. Arriba a la dcha., el Reichstag de Berlín en aquella época. Abajo, Lothar de Maizière en una rueda de prensa tras su victoria en las elecciones del 18 de marzo de 1990.
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Angela Merkel jura como ministra de Mujer y Juventud, 1991.
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Manifestan­tes berlineses protestan contra el alza de los precios del alquiler en la Potsdamer Platz, 14 de abril de 2018.
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