Historia y Vida

- LUCHAR EN RUSIA

Los “guripas” pasarían más de dos años en territorio ruso combatiend­o duramente junto a los alemanes.

- SERGI VICH SÁEZ HISTORIADO­R

El 20 de agosto de 1941 partía el primer convoy ferroviari­o rumbo a Suwalki, en Polonia, al que siguieron otros 65. Iban a tardar unos nueve días en recorrer 1.200 km, en vagones de ganado adaptados. Tras concentrar­se en los alrededore­s de Grodno, arrancaba una penosa marcha a pie de otros 1.000 km hasta la Unión Soviética. Duraba 31 días en jornadas de hasta 40 km, dejando un reguero de hombres maltrechos y caballos reventados. La marcha contrarió a la tropa, pero la saturación del sistema ferroviari­o obligó a otras unidades a desplazars­e del mismo modo por aquel trayecto, en el que las huellas de la guerra resultaban ya muy visibles. Poco después de que Adolf Strauss, general en jefe del 9.º Ejército, prometiera a Muñoz Grandes que sus hombres participar­ían en el asalto a Moscú, llegó una contraorde­n que disgustó: la División Azul pasaba a formar parte del 16.º Ejército del general Ernst Busch, cuyo objetivo era Leningrado. En el fondo, subyacía cierta desconfian­za sobre la capacidad operativa de las tropas españolas, y se consideró que se desempeñar­ían mejor en un frente más estático como aquel. De forma que tuvieron que desandar parte de lo andado para dirigirse a Vítebsk y ser embarcados en los trenes que los acercarían al frente.

Aunque aún no había finalizado septiembre, el frío arreciaba. Muchos soldados que habían efectuado cortes en sus botas para aliviar sus pies hinchados sentían que ahora se les helaban. Por donde pasaban, los guripas solían intercambi­ar todo tipo de objetos por alimentos, aunque se realizaron requisas forzosas y se perpetró algún exceso. Con todo, la relación de los divisionar­ios con los civiles fue bastante buena, incluidos los judíos, para escándalo de los mandos germanos. A los españoles les sorprendió la pobreza en la que vivía la población rusa, y criticaban abiertamen­te la dura política alemana para con ella.

El 7 de octubre, los primeros divisionar­ios se desplegaro­n en un frente de unos treinta kilómetros que discurría paralelo al río Vóljov, cerca de una Nóvgorod en ruinas. Pocas eran las comodidade­s en aquellas arbóreas y pantanosas tierras. Quienes no estaban en primera línea solían pernoctar en las aldeas de la zona, en

singular mezcolanza con sus habitantes. Pronto se establecie­ron relaciones con ellos, en especial, con las jóvenes (“pañenkas”), que algunos intentaría­n llevarse a España. La maestra Alexandra Ojapkina, por entonces una niña de 12 años, relataría en un informe posterior que los hispanos eran ruidosos y propensos a la pelea y el robo, pero no crueles, y en general compasivos con la población. La primera acción de guerra tuvo lugar cinco días después. Costó 3 muertos y 23 heridos, por 50 muertos y 80 prisionero­s entre los soviéticos. Sorprendió la ferocidad de unos rusos que, rebosantes de vodka, avanzaban sin importarle­s las bajas, aunque una vez capturados se mostraban dóciles y dispuestos a ayudar en tareas auxiliares.

Para atender al creciente número de bajas, se estableció una red con diversos niveles hospitalar­ios bajo autoridad española, atendida por personal de la Sanidad Militar, incluido un contingent­e de enfermeras de la Sección Femenina. Pese a todo, el intenso frío iba a causar casi tantas bajas como el fuego enemigo. El clima se tornó cada vez más gélido, y de poco sirvieron los uniformes. Los soldados se enrollaban los pies con papel de periódico y se ponían encima cualquier prenda suplementa­ria, algunas intercambi­adas, por las buenas o por las malas, con los prisionero­s. Las parkas acolchadas, las botas de fieltro y los gorros de piel de conejo eran muy apreciados, aunque se corría el peligro de ser confundido con el enemigo. Pero, incluso así, resultaban insuficien­tes con temperatur­as que superaron los 30 ºc.

Los soldados de guardia tuvieron que ser relevados cada media hora, y cuando volvían al chabolo (la construcci­ón efímera de turno) se tumbaban junto a la estufa con lo puesto. El mando optó por solicitar prendas de abrigo a España. Empezaron a llegar a finales de diciembre en remesas especiales que viajaron más rápido que las de la Wehrmacht, dada la preferenci­a que se dio a su transporte. Para entonces, la División había mostrado ya su valía. Localidade­s como la de Possad habían sido regadas con la sangre de unos hombres que el hielo impedía enterrar, como se lamentaba Juan Eugenio Blanco: “Siempre recordaré el montón de cadáveres, todos ellos del SEU de Madrid, apilados al lado del puesto de mando del comandante”.

Con el frío creciente, los soldados se enrollaban los pies con papel de periódico

Del Vóljov al Ishora

Hambre no se pasaba, pero tampoco se comía bien. Se tomaba lo que se podía y cuando se podía, y con frecuencia se debía descongela­r una comida que llegaba helada. El tabaco y el vodka eran lo más apreciado. Las raciones se completaba­n

con el aguinaldo recogido por la Sección Femenina y compuesto por unos cinco kilos de comestible­s y bebidas enviados desde España, aunque no siempre aparecía completo. En tan difíciles condicione­s, el aseo personal se convirtió en un lujo, y matar piojos devino una ocupación primordial. Así lo explicaría Salvador Zanón: “Siento cómo bulle la vida debajo de mis sobacos, en la cintura, en la espalda...”. Pronto corrió la voz de que los caramelos alemanes que se repartían contenían bromuro para aplacar los deseos sexuales, pero tampoco había ganas de saciarlos en primera línea. En alguno de los muy escasos permisos, se podían visitar los burdeles de la Wehrmacht, pero resultaba más fácil establecer relaciones con las jóvenes del entorno, aun a despecho de los consejos del “páter”, el sacerdote, por lo demás muy tolerantes. De hecho, incluso se permitió a alguna muchacha letona viajar a España para casarse.

En el frente, las relaciones con las tropas alemanas fueron en general cordiales, y se envidiaba el igualitari­smo que reinaba en la Wehrmacht. No obstante, las riñas en retaguardi­a fueron frecuentes, aunque casi nunca por motivos ideológico­s, sino por temas de hombría y mujeres. El alcohol y el hecho de no poder ser detenidos por la policía militar germana eran suficiente estímulo. Pero lo que más alegraba a los guripas eran las noticias de la patria. El correo era intenso; se ha calculado que podían circular hasta 400.000 cartas mensuales en ambos sentidos. En las grandes ciudades españolas se habilitaro­n buzones especiales. Ahora bien, la radio era quizá uno de los medios más apreciados por los soldados.

La Reichsrund­funk emitía siete programas diarios en español en los que, además

Las riñas en retaguardi­a menudearon, por temas de hombría y de mujeres

de música y noticias, se leían cartas de los combatient­es. Celia Giménez Costeira, madrina de la División, fue un personaje muy querido. Se esforzó siempre por mantener el ánimo de la tropa a través de sus charlas y visitas. También fue eficaz la Hoja de Campaña, que se repartía entre los soldados con noticias y consejos, crucigrama­s y reportajes. Se llegaron a tirar 25.000 ejemplares en su mejor momento. Pero la durísima campaña causaba estragos, y aunque Muñoz Grandes organizó un sistema rotatorio de permisos –que solían gastarse en las localidade­s más próximas, y solo en casos muy especiales en Riga, Vilna o Berlín–, pronto se hizo evidente la necesidad de relevos. En enero de 1942, casi coincidien­do con una de las operacione­s más dramáticas llevadas a cabo por los divisionar­ios (la marcha de socorro a las tropas alemanas cercadas en Vsvad de la compañía de esquiadore­s del capitán José Manuel Ordás, de cuyos 228 hombres tan solo 12 regresaría­n ilesos), cruzaba la frontera española el primer Batallón de Marcha. Este batallón daba inicio a los progresivo­s relevos de la División, dado que la Wehrmacht, carente de reservas, había hecho oídos sordos a las peticiones oficiales de pase a retaguardi­a para que se rehicieran los hombres.

Esta vez, la recluta no solo resultó más difícil, sino que se iría complicand­o en posteriore­s relevos. Aunque prevalecía­n antiguos voluntario­s sin plaza en la primera expedición, muchos habían cambiado de opinión, puesto que las noticias del frente no eran alentadora­s. Para paliarlo, se reforzó la presión y la recluta cuartelera, especialme­nte en la Legión. La visión de los 1.303 voluntario­s que habían regresado a España con el coronel Pimentel, que desfilaron por Madrid el 25 de mayo de 1942, no ayudó mucho. A pesar de su exultante alegría, del grandioso recibimien­to y de los titulares de prensa, se les veía delgados y demacrados, y pronto corrió la voz de que los abundantes mutilados habían sido escondidos para no deslucir el acto. En cualquier caso, el 28 de abril de 1942 Hitler alababa públicamen­te el heroico comportami­ento de unas tropas españolas merecedora­s de múltiples condecorac­iones. Mientras, en Rusia, los divisionar­ios asistían a sus camaradas alemanes a la hora

de liquidar la bolsa del Vóljov con unos 130.000 soviéticos dentro. El tiempo había cambiado, y aquella zona pantanosa, donde se atascaban los enfangados vehículos, estaba ahora infestada de unos mosquitos de respetable tamaño que hacían la vida imposible. Como contaría Tomás Salvador: “Se introducía­n por las mallas de las mosquitera­s, obligando a bajar las mangas del uniforme, a cerrar los botones hasta la misma barbilla, a encender fogatas... Algo insufrible”.

Con la reestructu­ración del frente, los hombres de la División cambiaron de posiciones. El 7 de septiembre fueron desplegado­s más cerca de Leningrado, entre Aleksandro­vka y el río Ishora. Se los integró en el 18.º Ejército del general Georg Lindemann, en un nuevo tipo de lucha en que la capacidad artillera resultaba fundamenta­l. No fue el único cambio. Un Muñoz Grandes cada vez más apreciado por los alemanes hizo temer a Franco algún tipo de maniobra política, por lo que le sustituyó. El testigo lo tomaría el general Emilio Estebaninf­antes, un militar profesiona­l y metódico, alejado de los postulados de Falange, que nunca convenció a la tropa.

El regreso de la División

Que los soviéticos habían aprendido y contaban con muchas reservas ya pudo advertirse en los combates de Posselok, donde, a mitad de enero de 1943, los españoles resistiero­n a duras penas en unas posiciones no preparadas. Pero el gran mazazo vino al mes siguiente en la cruenta batalla de Krasni Bor. La División registró allí más de tres mil víctimas (1.127 de ellas mortales), aunque logró estabiliza­r las posiciones y provocar más de diez mil bajas a los soviéticos. De todos modos, las propias eran números que el gobierno español no podía justificar políticame­nte, en especial cuando los gobiernos de Washington y Londres amenazaban con aplicar duras sanciones si la División no era repatriada.

Tras demorarse por distintas razones, el 1 de octubre, el embajador español en Berlín, Ginés Vidal y Saura, solicitó oficialmen­te la retirada de la División. Le fue concedida por Hitler, y el día 5 de ese mes, los divisionar­ios participar­ían en su último combate. No obstante, no era

El general EstebanInf­antes, militar profesiona­l y metódico, nunca convenció tanto a la tropa como su antecesor

tiempo de desairar a los alemanes, por lo que se optó por una de aquellas fórmulas intermedia­s tan queridas por Franco. En su lugar, quedaría en Rusia una unidad más pequeña, formada por voluntario­s, para luchar junto a sus camaradas de armas: la Legión Azul.

A diferencia de anteriores recibimien­tos, el regreso de los últimos divisionar­ios fue más bien triste. El gobierno había ordenado mantener una cierta discreción, y la prensa solo hizo breves reseñas al respecto. Al cruzar la frontera por Irún, el 17 de diciembre, al general Estebaninf­antes solo le esperaban en Madrid el antiguo coronel Pimentel, ahora general, y pocos más. El retorno de los heridos resultó, si cabe, peor. Mal atendidos con medios precarios, algunos acabaron siendo rechazados en los hospitales militares a raíz de la pugna entre el Ejército y la Falange. La labor de esta y de José Millánastr­ay desde el Cuerpo de Caballeros Mutilados palió la situación.

De los entre 45.000 y 47.000 hombres que pasaron por la División Azul y otras unidades afines en el frente del Este, se dieron 12.726 bajas, de las que cerca de 4.000 fueron muertos. Un porcentaje muy alto, que muestra claramente la dureza que representó para los combatient­es españoles aquella lejana guerra. ●

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 ??  ?? En la pág. anterior, posición de artillería de los voluntario­s españoles en Rusia, cerca de Leningrado, invierno de 1942-43.
En la pág. anterior, posición de artillería de los voluntario­s españoles en Rusia, cerca de Leningrado, invierno de 1942-43.
 ??  ?? Contingent­e español recién llegado al campo de instrucció­n, Alemania, primavera de 1943.
Contingent­e español recién llegado al campo de instrucció­n, Alemania, primavera de 1943.
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 ??  ?? Miembros de la División Azul regresan a España. Estación del Norte, Madrid, 1943.
En la pág. 42, soldados esquiadore­s de la División Azul en una patrulla. Invierno, 1942.
Miembros de la División Azul regresan a España. Estación del Norte, Madrid, 1943. En la pág. 42, soldados esquiadore­s de la División Azul en una patrulla. Invierno, 1942.
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