Poirot, refugiado
La Primera Guerra Mundial llevó a muchos belgas al exilio. Poirot es la versión literaria del fenómeno.
El personaje de Agatha Christie y la I Guerra Mundial. /
Agatha Christie es sin duda la reina de la intriga del siglo xx, y su creación literaria Hercules Poirot le disputa el título de rey de los detectives al también investigador privado Sherlock Holmes, salido de la pluma de Arthur Conan Doyle. Uno de los grandes misterios de la obra de la gran dama de la novela policíaca no suficientemente explicado es qué hacía un detective belga, al que muchos creen erróneamente francés, en Londres. Para comprenderlo hay que remontarse a uno de los grandes dramas humanos silenciados de la Europa de principios del siglo xx: la crisis de refugiados belgas tras la invasión alemana de 1914.
Poirot debuta en la primera novela de Agatha Christie, El misterioso caso de Styles, publicada en 1920, hace ahora casi un siglo, pero escrita en 1916, en plena Gran Guerra y justo cuando Gran Bretaña vivía en primera persona la crisis de los refugiados procedentes de la Bélgica ocupada. Se calcula que alrededor de 250.000 belgas se establecieron en las ciudades británicas, causando un gran impacto en la sociedad del país.
Alemania inició el 4 de agosto de 1914 la invasión de la neutral Bélgica. Era una de las claves de la estrategia de las tropas del káiser para una rápida ocupación de París. Los belgas se enfrentaron a los alemanes en la batalla de Lieja, el primer combate de la guerra. El efecto en la población fue
dramático. Alrededor de 1,5 millones de personas se vieron desplazadas, uno de cada cinco belgas. Muchos se instalaron en la parte no ocupada del país, pero unos 600.000 optaron por huir al extranjero, mayoritariamente a Gran Bretaña, aunque también a Holanda y Francia.
El éxodo a través de canal de la Mancha fue incesante durante meses. Al inicio, y en un solo día, el 14 de agosto, llegaron al puerto de Folkestone 16.000 refugiados, que también llenaron los embarcaderos de localidades como Tilbury, Margate, Harwich, Dover, Hull y Grimsby. Pero la jornada de mayor colapso humano se registró también en Folkestone el 15 de octubre, cuando recibió a 26.000 personas. Se trataba de un movimiento humano de una escala hasta entonces sin precedentes en Europa.
Cálida bienvenida
La llegada de esos miles de belgas a las ciudades británicas tuvo una gran repercusión en el país. En un inicio fueron recibidos con gran entusiasmo y con los brazos abiertos. Una crónica publicada el 21 de octubre de 1914 en La Vanguardia, firmada por H. O. Wilson, explica con detalle la voluntad de acogida y solidaridad de los locales con los ciudadanos belgas, a los que apodaron “pluckies”, una forma popular de llamarles valientes. “El Gobierno y el pueblo de Inglaterra saben perfectamente que se encuentran bajo la obligación moral de mantener a los refu
giados belgas, con relativo confort, hasta que termine la guerra; saben que hay que atender a sus necesidades y procurar hacerles agradable la vida entre nosotros, hasta donde sea posible, procurando dar ocupación a los hombres y mujeres aptos para el trabajo”, relata el artículo. El cronista transmite también la predisposición de las ciudades y pueblos para repartirse a las familias desplazadas, proporcionándoles alojamiento y comida. Los periódicos abrieron suscripciones populares que pronto recaudaron importantes cantidades de dinero. El texto también expone casos particulares de hombres que pocas semanas atrás eran ricos y de repente se hallaban en la más absoluta indigencia. “Entre los refugiados procedentes de Amberes se cuentan un viajante de comercio, su esposa y diez hijos. Con el dinero ahorrado durante 20 años de trabajo incesante había podido comprarse una casita en los alrededores de Amberes. Fue una de las primeras que cayeron derrumbadas por el bombardeo, y el pobre viajante y su numerosa familia están ahora en la miseria”, explica el periodista.
The Times ocupaba parte de sus páginas en proponer soluciones para la acogida de los refugiados, como la creación de “una colonia especial” en la que pudieran construir sus propias casas, o la idea de que se dedicaran a la confección de “vestidos, calzado y muebles” hasta que pudieran regresar a su país natal. Asimismo, el rotativo conservador proponía crear campos de instrucción con fines militares que acogieran a voluntarios, comandados por sus propios oficiales, para que se unieran a las unidades británicas. La simpatía por aquella gente llegada del continente era generalizada por todo el país, y su sufrimiento, utilizado como medio de propaganda contra los alemanes, acusados de violar las leyes internacionales con la invasión. Uno de los refugiados describió en su diario el sobresalto que experimentó al originarse una pelea entre vecinos locales que se disputaban acarrear su equipaje. Cuando caminaban por la calle, la gente les aplaudía y animaba.
El propio Hercules Poirot da fe de la gran acogida que recibieron los belgas. En el segundo capítulo de El misterioso caso de Styles, el detective se reencuentra con el que será su asistente en muchos de los casos que investiga, el capitán Arthur Hastings, su doctor Watson particular. No se veían desde que se hicieron amigos en Bélgica años atrás. “Si estoy aquí es gracias a la bondadosa señora Inglethorp. Sí, amigo mío, ha ofrecido hospitalidad a siete refugiados de mi país. Nosotros, los belgas, le estamos eternamente agradecidos”, relata el detective a su compañero. La comunidad belga en esta localidad va apareciendo durante la narración, atestiguando que su presencia en esos años era importante en las ciudades y pueblos británicos.
La simpatía por los belgas era generalizada hasta que se vio que la guerra se alargaba
La hospitalidad y la solidaridad que los británicos mostraron inicialmente duraron solo unos meses. Al principio se pensaba que la guerra duraría hasta la Navidad de 1914, pero pronto las expectativas se vieron frustradas, y con ellas la constatación de que los refugiados podían convertirse en invitados permanentes. Muchas familias que les habían asilado se habían quedado sin dinero y se habían hartado de ellos. Entonces afloraron las fricciones con los recién llegados, sobre todo por la diferencia de hábitos entre ambos grupos. Para la rígida sociedad posvictoriana, las costumbres de los belgas empezaron a ser molestas. Por ejemplo, que las mujeres no llevaran sombrero en público, o que los hombres consumieran alcohol en plena calle. Sin embargo, lo más bárbaro para los británicos era que sus acogidos apreciaran el consumo de carne de caballo.
Empiezan los problemas
Un muro de desaprobación social se levantó entre los dos mundos. Al malestar de los locales contribuía que los belgas llegaron a formar sus propias comunidades, en algunos casos con escuelas, periódicos, tiendas, hospitales, iglesias, prisiones y policía, con el objetivo de mantener sus tradiciones y modo de vida pese al exilio. Todo belga para los belgas, en el estilo de la propuesta lanzada por The Times. Algunas de estas áreas se consideraban territorio belga de facto. Hasta se utilizaba la moneda del país. Uno de esos enclaves fue Elisabethville, bautizado así por Isabel de Baviera, la reina de Bélgica. Disponía de agua corriente y electricidad, un lujo del que carecían los habitantes de Birtley, la localidad donde se encontraba. Las tensiones no tardaron en brotar. Muestra de la creciente hostilidad hacia los belgas es un comentario aparecido en el mes de abril de 1915 en el periódico londinense Daily Dispatch. “Un refugiado no trabajará, pero va como si fuera un duque”, se decía en un artículo. Era opinión generalizada que los refugiados consideraban las donaciones un derecho. Con ellas obtenían un nivel de vida superior al que los británicos creían que se les debía proporcionar.
Los belgas suplieron en buena medida a los autóctonos movilizados en los frentes europeos. Se calcula que ocuparon 60.000 puestos de trabajo que habían quedado vacantes, la mitad empleados directamente en la industria de guerra. De ellos, 7.000 eran mujeres. Los exiliados en Francia contribuyeron en igual medida. Unos 22.000 fueron contratados en diversas industrias y 15.000 en el campo. Sin embargo, en Holanda engrosaron principalmente las listas del paro. En Gran Bretaña, además, se establecieron 500 empresas belgas. La más importante era la Pelabon Works, en Richmond, que fabricaba granadas de mano.
El colectivo intentó mantener un cierto nivel de influencia en lo político. Así, en enero de 1917, sus representantes se dirigieron a la reina de Holanda, al presidente de Estados Unidos y al Vaticano, apelándoles a que intervinieran para aliviar “los sufrimientos tan terribles como inmerecidos” de los compatriotas que se habían quedado en Bélgica. Reclamaban que presionaran a las autoridades alemanas para que cesaran “los procedimientos inhumanos, las deportaciones en masa y la esclavitud” y que “no se repitan por más tiempo estos atentados”. El refugiado belga más famoso no existió realmente, sino que surgió de la crea
ción literaria de Agatha Christie. Fue, por supuesto, Poirot, considerado por él mismo como “el más grande detective del mundo”. Engreído, bajo, obeso, asocial, antipático, pedante, impertinente, egocéntrico y obsesionadamente pulcro. Su rasgo físico más característico era un rígido bigote de aspecto militar que cuidaba con esmero.
El origen de Poirot
Para concebir a Poirot, la escritora se inspiró en los trágicos episodios de la Primera Guerra Mundial y en la crisis de los refugiados, que vivió muy de cerca en su juventud, con poco más de veinte años. Al parecer, Christie conoció en Torquay, su localidad natal, a un exgendarme belga que según algunas fuentes se llamaba Jacques Hornais y según otras, Jacques Hamoir. Los confusos y escasamente rigurosos registros locales de la época dificultan su identificación.
La escritora, a través de Poirot, no facilita muchas pistas sobre el pasado del detective en Bélgica, al margen de su condición de refugiado y de expolicía. Las referencias que el propio personaje ofrece a lo largo de las más de ochenta novelas, relatos y obras de teatro que protagoniza tampoco resultan fiables, pues casi siempre son invenciones que utiliza en su estrategia para resolver un caso. En Poirot convergen asimismo otras influencias. Entre ellas, Hercule Popeau, un detective surgido de la prolífica escritora inglesa de novelas de intriga Marie Belloc Lowndes. También tuvieron su papel las aventuras de Jules Poiret, un detective precisamente belga creado por Frank Howell Evans. Ambos investigadores aparecieron en la década de 1910, y sus casos ocuparon muchas horas de la juventud de Christie. Y, obviamente, dejaron también su huella el analítico y deductivo Holmes de Doyle y el Auguste Dupin de Edgar Allan Poe, que dio forma al género.
Poirot adquirió rápidamente gran popularidad entre los lectores. Su creadora fue dando forma caso a caso al detective, cultivando sus brillantes dotes para la investigación, pero también sus rasgos más odiosos, hasta el punto de que llegó a detestarle profundamente. Y, aunque lo deseó horrores, logró reprimirse y no matar prematuramente a su creación, como sí hizo Doyle con su igualmente asocial Sherlock (aunque se vio obligado a resucitarlo ante la presión popular). Y es que, en muchas ocasiones, cuando un personaje de ficción adquiere notoriedad, acaba dominando al escritor. Este fenómeno no ocurrió con Christie, que pudo situarse siempre por encima de sus personajes, ya fuera Poirot o la también popular solterona miss Marple.
“¿Por qué, por qué, por qué tuve que dar vida a esta pequeña criatura detestable, grandilocuente y tediosa? Sin embargo, confieso que Hercules Poirot ha vencido. Ahora siento un cierto afecto que, aunque me cueste, no puedo negar”, escribió la autora en la introducción de Telón, la novela en la que finalmente mató al detective en 1975. Falleció de una afección cardíaca y resolviendo su último caso desde el lecho de muerte. Moría tan solo un año antes que la propia Agatha Christie. Tal era la celebridad que el engreído y vanidoso investigador privado belga había adquirido que hasta el New York Times le dedicó, el 6 de agosto de aquel año, un obituario que inició en la mismísima portada y siguió en la página 16, un hecho insólito y único, al tratarse de un personaje de ficción. “Hercules Poirot, un detective belga que llegó a ser internacionalmente famoso, ha muerto en Inglaterra. Su edad era desconocida”, empezaba la necrológica, que ofrecía los pocos datos biográficos conocidos a través de la obra de Christie: retirado de la policía belga en 1904, al final de su vida era artrítico y sufría del corazón, y llevaba una peluca y un falso bigote para ocultar el paso de los años. Había llegado a Gran Bretaña como refugiado.
Hasta el New York Times le dedicó a Poirot un obituario en su portada
Invitados a irse
Tras el armisticio de noviembre de 1918, Poirot fue uno de los pocos que siguieron
residiendo plácidamente en Inglaterra. Pero eso ocurrió porque transcurría en una ficción en la que Christie había determinado que la burguesía británica, a la que pertenecía la propia escritora, aceptaba al investigador obviando su condición de refugiado. En la realidad, aquellos miles de ciudadanos desplazados por la guerra fueron empujados por Londres a volver a su país, aunque hay que decir que su disposición al regreso ya era mayoritaria, en la esperanza de recuperar sus propiedades.
El gobierno del liberal David Lloyd George ya había creado en 1917, un año antes del fin de la guerra, un comité especial para la repatriación. En 1921, el 90% de los refugiados ya había abandonado suelo británico. Para promoverlo, se cancelaron los contratos de trabajo y se facilitaron billetes de ida gratuitos. También volvieron a Bélgica la mayor parte de los refugiados en Holanda y Francia, aunque para las autoridades de París nunca fue una prioridad la repatriación y no impulsaron ninguna medida en este sentido. Eso permitió que varios miles se establecieran definitivamente en la región de Normandía para dedicarse al cultivo de la tierra.
Los que volvieron a casa no fueron muy bien tratados. Los que habían permanecido en el país les calificaron de cobardes, traidores y desertores. En el mejor de los casos recibieron indiferencia, y su contribución a la guerra se consideró marginal. Bélgica corrió una cortina de olvido sobre el primer gran drama de refugiados en Europa. Muchos se suicidaron, al comprobar a su regreso que sus granjas habían sido destruidas. Hoy, un solitario monumento, el Belgian Refugees Memorial, se erige en Londres, en Victoria Embankment, junto al puente de Waterloo sobre el Támesis. Al margen de este conjunto escultórico, el rastro de aquellos refugiados en las ciudades británicas prácticamente se ha desvanecido. Al final de la guerra, aquel capítulo quedó sumergido en una amnesia nacional. Como si nunca hubiera sucedido. Claro que siempre nos quedará Poirot. ●