Historia y Vida

Matar al presidente

Los intentos de acabar con la vida de presidente­s en EE. UU. han sido casi una constante.

- C. HERNÁNDEZ-ECHEVARRÍA, periodista

Los atentados contra el ocupante de la Casa Blanca son casi una constante.

El 14 de abril de 1865, Abraham Lincoln estaba en la cima. Hacía solo cinco días que la guerra civil había terminado con la rendición del sur esclavista y al presidente le quedaba casi todo su segundo mandato para gestionar la paz. Lincoln decidió darse un descanso y pasar la noche del viernes con su esposa y unos amigos en el teatro, sin saber que por ello se convertirí­a en el primer presidente de EE. UU. asesinado. Aunque Lincoln fue el primero, otros tres presidente­s más han muerto en atentados desde entonces, todos ellos por el muy estadounid­ense método del arma de fuego. Han sido cuatro las ocasiones en que el asesino ha logrado su objetivo, pero muchísimas más, incontable­s, las que se ha pretendido acabar con la vida del inquilino de la Casa Blanca. Desde Lincoln hasta hoy, el presidente ha pasado de estar protegido por un policía y una secretaria a tener un pequeño ejército de guardaespa­ldas siguiendo cada uno de sus movimiento­s. Todo para intentar evitar que lo impensable vuelva a suceder.

La estrella teatral que acabó con Lincoln

John Wilkes Booth era una superestre­lla de su tiempo. Provenía de una afamada familia de actores, y él mismo se había labrado un gran nombre en el teatro gracias a sus representa­ciones de Shakespear­e y a su buen porte de galán. Pero, además de todo esto, Booth era un esclavista entusiasta y un partidario declarado del sur en la guerra civil. Su decisión de no alistarse para combatir al inicio del conflicto torturaba su conciencia, así que, en la recta final de la guerra, decidió embarcarse en una operación audaz para ayudar a los suyos. Al principio, Booth y su pequeño grupo de conspirado­res no querían matar a Lincoln. El plan era secuestrar­lo y llevárselo al sur para usarlo como moneda de cambio. Un mes antes del asesinato, se escondiero­n junto a una carretera rural por la que tenía que pasar el carruaje del presidente, pero Lincoln cambió de idea y no apareció por allí. Después de planear otros intentos de secuestro, llegaron a la conclusión de que era mejor asesinarlo. Sorprende el enorme éxito que tuvo John

Wilkes Booth, si se tiene en cuenta lo poco que pudo planear el magnicidio. No fue hasta la misma mañana del crimen cuando se enteró de que el presidente iba a acudir al teatro Ford a ver la comedia Nuestro primo americano. Por suerte para Booth, él había actuado en muchas ocasiones allí y conocía bien el lugar. Unas horas antes de la función, entró al palco donde sabía que estaría el presidente y manipuló la puerta para que no se pudiera cerrar desde dentro.

Por la noche, el asesino regresó al teatro y, tras mostrar una identifica­ción a un mayordomo del presidente, logró llegar al pasillo desde donde se accedía al palco presidenci­al. El único guardaespa­ldas de Lincoln aquella noche, el policía John Parker, que ya había sido sancionado previament­e por emborracha­rse estando de servicio, se hallaba en ese momento bebiendo en el bar de al lado. Alrededor de las 10.15 de la noche, cuando la obra ya estaba en el tercer acto, Booth entró en el palco con un pequeño revólver Derringer y disparó a Lincoln en la cabeza a corta distancia.

Tal vez por ser el asesino un actor de renombre, el crimen tuvo mucho de teatral. Según varios testigos, en el momento del disparo gritó una proclama y se enzarzó con un oficial militar que acompañaba a Lincoln esa noche, apuñalándo­lo con una daga. Después saltó desde el palco al centro del escenario y gritó en latín: “¡Sic semper tyrannis!” (“Así siempre a los tiranos”), y desapareci­ó por la puerta de atrás del teatro, donde otro de los conspirado­res le tenía preparado un caballo. Booth y sus compañeros querían crear un vacío de poder que permitiera al sur recién rendido levantarse de nuevo en armas. Por eso, al tiempo que el actor asesinaba al presidente en el teatro Ford, otro de sus compinches apuñalaba al secretario de Estado de Lincoln en su mansión. Booth y otro de sus aliados lograron huir hacia el sur esa misma noche, mientras Lincoln se debatía entre la vida y la muerte en una casa de huéspedes que estaba frente al teatro. A la mañana siguiente, el presidente murió. El gobierno lanzó una operación de búsqueda sin precedente­s, con más de mil soldados siguiendo el rastro de Booth, además de ofrecer una recompensa enorme por su captura. El actor era tan conocido que los investigad­ores no lo tuvieron difícil para localizar sus pasos. Empezaron a hacer preguntas en la pensión en la que se había alojado en Washington, y allí mismo detuvieron al hombre que había apuñalado al secretario de Estado. Varias personas más fueron arrestadas en los días siguientes, incluyendo un médico que había tratado a Booth de una fractura en la pierna durante su huida.

Booth era tan conocido como actor que a los investigad­ores les resultó fácil localizarl­e

John Wilkes Booth y su compañero de escapada lograron esquivar a sus perseguido­res durante doce días, pero les acabaron encontrand­o en un granero de tabaco donde se habían refugiado. Aunque su acompañant­e se rindió, el asesino del presidente dijo estar dispuesto a resistir hasta el final, y los soldados prendieron fuego al granero para obligarle a salir. Cuando lo hizo, uno de ellos disparó a Booth en el cuello. Tres horas después, el asesino del presidente Lincoln estaba muerto.

James Garfield: muerto por un cargo

James Garfield estaba deseando salir de Washington. El 2 de julio de 1881 llevaba solo cuatro meses en la presidenci­a, pero había tenido un duro enfrentami­ento con el Congreso, y ahora iba a dejar atrás el calor y la humedad de la capital para emprender unas vacaciones familiares en Nueva Inglaterra. Charles Guiteau tenía planes diferentes para él.

El presidente conocía a su asesino, aunque puede que no lo reconocier­a. Guiteau había tenido una reunión con él en la que le había entregado un discurso que había escrito en su nombre durante la campaña, y había exigido a Garfield que le nombrara cónsul en París como recompensa. En su entorno pensaban que estaba desequilib­rado, pero él creía que su discurso había sido fundamenta­l para la elección del nuevo presidente. Cuando este no le dio ningún cargo, Guiteau se lo tomó bastante mal, y una noche tuvo una visión mientras dormía: Dios quería que matara a James Garfield.

El asesino concibió cuidadosam­ente el crimen. Hizo prácticas de puntería y escogió un revólver con empuñadura blanca en el convencimi­ento de que acabaría en un museo (como así fue, aunque la Smithsonia­n Institutio­n perdió la pieza en algún momento). Después recorrió la capital durante semanas en busca de una oportunida­d para disparar a Garfield. Parecía que no iba a lograrlo, pero la mañana en que el presidente empezaba sus vacaciones Guiteau se encontraba al acecho en la sala de espera de la estación de Baltimore Potomac. El primer disparo apenas rozó el brazo de Garfield. Sin embargo, el segundo le penetró en la espalda. Charles Guiteau trató de huir, pero lo retuvo una multitud que, de no ser por la intervenci­ón de la policía, lo habría linchado allí mismo. Aunque la herida no era necesariam­ente mortal, el presidente topó con un enemigo mucho más peligroso aún que un demente que quería ser cónsul: la medicina del año 1881, que fue la que en realidad mató a James Garfield.

Solo en los momentos inmediatam­ente posteriore­s al disparo, una decena de médicos examinó al presidente y toqueteó su herida sin siquiera lavarse las manos. Se empezó a recuperar bien durante los primeros días, pero los tratamient­os erróneos le hicieron empeorar. Mientras le atiborraba­n de alcohol y morfina, seguían rebuscando en la he

rida sin ninguna higiene para tratar de extraer la bala, llegando a convocar al inventor del teléfono Alexander Graham Bell para que les ayudara con un rudimentar­io detector de metales. Después de dos meses la infección era ya terrible, y se lo llevaron a la costa a intentar salvarlo. Allí, en esas vacaciones que tantas ganas tenía de tomarse, fue donde murió. Le habían disparado 79 días antes, y solo llevaba 200 como presidente. En cuanto a Charles Guiteau, su locura no le salvó de pagar por el crimen. Estaba convencido de que, cuando Garfield muriera y el vicepresid­ente Chester Arthur llegara a la Casa Blanca, este lo indultaría. Cuando eso no sucedió, su defensa decidió alegar locura. Sin embargo, el jurado no se lo tragó, y lo declaró culpable después de deliberar apenas una hora. En el juicio había declarado que él había disparado, pero que los que habían matado a Garfield eran sus médicos. Aunque probableme­nte tenía razón, fue ahorcado en Washington un año después de disparar al segundo presidente asesinado de la historia de EE. UU.

William Mckinley, víctima de un anarquista

Al presidente Mckinley la vida le sonreía a finales del verano de 1901. En su primer mandato, había echado a España del Caribe y las Filipinas y había logrado la reelección con poco esfuerzo. Cuando llegó a la Exposición Internacio­nal Panamerica­na de Buffalo, más de cien mil personas se juntaron para escucharle hablar, y un espectácul­o de fuegos artificial­es escribió en el cielo: “Bienvenido, presidente Mckinley, jefe de nuestra nación y de nuestro imperio”. Pero, entre tanto seguidor entusiasma­do, había un joven con ideas muy diferentes. Leon Czolgosz era un obrero estadounid­ense de origen polaco que se declaraba anarquista y había leído con gran interés la historia de Gaetano Bresci, el hombre que asesinó al rey italiano Umberto I. Unos días antes de la llegada de Mckinley a Buffalo, Czolgosz se compró la misma arma que había usado su héroe y esperó su oportunida­d.

En ese discurso multitudin­ario que pronunció Mckinley al llegar a la feria, Czolgosz estaba muy cerca, pero tuvo miedo de fallar. Al día siguiente decidió acercarse mucho más y, con la pistola envuelta en un pañuelo, se unió a la fila de los que esperaban para estrechar la mano del presidente. Cuando fue su turno, le disparó dos veces antes de que lo derribaran. Una bala rebotó en un botón

Para Czolgosz, no debían existir los mandatario­s y creía correcto matarlos

de Mckinley, pero la segunda entró en el estómago del presidente.

La reacción de Mckinley es una de las más célebres en la historia de los atentados. Primero se acordó de su mujer: “¡Mi esposa! Tened cuidado de cómo se lo decís”, y luego ordenó a los soldados y a los policías que dejaran de golpear a Czolgosz. El asesino, sin embargo, no fue tan clemente. Desde un primer momento dejó claro que había actuado en solitario y por motivos ideológico­s: “No creo que debamos tener mandatario­s y, por tanto, creo que es correcto matarlos”. Su sinceridad le llevaría a la silla eléctrica después de un juicio de ocho horas en el que el juez no quería dejarle declararse culpable. En cuanto a Mckinley, sus médicos fueron tan optimistas en un principio que hasta su vicepresid­ente y

sucesor se fue tan tranquilo de vacaciones. No tardaría en tener que volver, porque las heridas del presidente se gangrenaro­n, y Mckinley murió solo seis días después del atentado.

Kennedy: la eterna conspiraci­ón

En menos de sesenta años, EE. UU. había perdido a tres presidente­s a punta de pistola. Parecía casi que cada generación estaba destinada a tener su magnicidio, pero tras la muerte de Mckinley el gobierno se puso serio y empezó a proteger como es debido a los inquilinos de la Casa Blanca. El Servicio Secreto del Departamen­to del Tesoro se hizo cargo de su seguridad, y así pasaron seis decenios sin asesinatos. Aquellas muertes de presidente­s ya parecían una sombra del pasado cuando John F. Kennedy viajó a Texas en 1963.

Todos tenemos la imagen en mente: el joven presidente Kennedy y su esposa Jackie van por las calles de Dallas en un coche descapotab­le. Es una soleada mañana de noviembre y queda todavía un año para las elecciones. Las aceras están llenas de gente, pero al pasar por el parque Dealey Plaza ya quedan menos curiosos. Es entonces cuando suenan los disparos: la primera bala entra por el cuello de Kennedy y sale por su garganta, la segunda le destroza la cabeza. No hay agonía como con Lincoln, Garfield o Mckinley. Media hora después de recibir los impactos, el presidente es declarado muerto en el hospital.

Por primera vez en la historia, los estadounid­enses reciben las malas noticias casi instantáne­amente. Las grandes cadenas de televisión interrumpe­n su programaci­ón y pasan varios días retransmit­iendo el minuto a minuto de la desgracia nacional. Muestran las imágenes del tiroteo, pero también el luto: vemos al hijo del presidente fallecido, que cumple tres años ese día, hacer el saludo militar al féretro de su padre. Vemos el drama de la familia y la fortaleza del gobierno, que ha seguido en marcha exactament­e como preveían las leyes. Da la vuelta al mundo la imagen de Lyndon Johnson jurando el cargo en el avión presidenci­al, junto a una Jackie Kennedy que aún lleva el vestido manchado con la sangre de su marido.

A pesar de que, por primera vez, la muerte de un presidente se ve en directo, o tal vez precisamen­te por ello, el asesinato de Kennedy despierta mil teorías conspirato­rias que aún viven hoy en día. Lee Harvey Oswald fue detenido solo unas horas después del crimen. Es un empleado del depósito de libros desde el que se cree que se han hecho los disparos, pero no solo eso: además es un exmarine con formación de tirador de élite que ha vivido un par de años en la Unión Soviética y simpatiza con el comunismo. Él niega su autoría desde el principio, pero la teoría de una gran conspiraci­ón se refuerza cuando, dos días después, él mismo muere

asesinado antes de poder defenderse en un juicio. La policía lo estaba trasladand­o a una cárcel más segura delante de las cámaras, que retransmit­ieron en directo su alegato de inocencia y el momento en el que Jack Ruby le disparó a corta distancia. Oswald morirá en el mismo hospital donde había fallecido Kennedy horas atrás, y también Jack Ruby morirá, de una embolia, antes del juicio definitivo. La historia oficial del crimen la escribió la Comisión Warren, un comité investigad­or formado por orden del sucesor de Kennedy que tomó el nombre de la persona que lo encabezaba, el presidente de la Corte Suprema Earl Warren. Después de un año, entregaron un informe que decía que Lee Harvey Oswald actuó en solitario, aunque en los años setenta una comisión de la Cámara de Representa­ntes concluyó que, muy probableme­nte, otra persona más disparó contra Kennedy aquel día. Se ha especulado con que el autor o autores pudieron recibir apoyo del exilio cubano, la Mafia o incluso de los propios servicios de seguridad de EE. UU., pero nada de esto ha sido probado.

Cientos de intentos

A cuatro presidente­s los han asesinado, pero ¿a cuántos más han intentado matar? La respuesta más probable quizá sea que a casi todos, al menos en la era más reciente. El presidente de EE. UU. recibe amenazas todos los días, y muchas veces los autores no se quedan en la mera intimidaci­ón. Ha habido unas cuantas ocasiones en las que han estado muy cerca. En 1835, un pintor en paro intentó disparar al presidente Andrew Jackson en el Congreso, pero por fortuna las dos armas se le encasquill­aron. En 1912, un camarero disparó a Theodore Roosevelt –que había ocupado la presidenci­a hasta 1909– durante un mitin, aunque por suerte la bala perdió fuerza al atravesar las cincuenta páginas de discurso que llevaba escritas. Roosevelt aumentó su leyenda negándose a recibir atención médica hasta acabar de pronunciar­lo. A Franklin D. Roosevelt le dispararon en Miami en 1937. Él salió ileso, pero su acompañant­e, el alcalde de Chicago, murió unos días después a consecuenc­ia de las heridas. A Gerald Ford le intentaron tirotear dos veces en 1975 en menos de tres semanas, y la policía detuvo a dos hombres armados por tratar de atentar contra su sucesor, Jimmy Carter, en 1979.

El último presidente seriamente herido en un atentado fue Ronald Reagan, en 1981. Un desequilib­rado llamado John Hinckley disparó seis veces contra el presidente con el objetivo de impresiona­r a Jodie Foster, la actriz con la que estaba obsesionad­o. Reagan recibió un balazo en el pecho y necesitó cirugía y dos semanas de ingreso en el hospital. Es muy recordado el buen humor con el que se tomó lo sucedido. Cuando entró en quirófano, dijo a los médicos: “Por favor, decidme que sois republican­os”. Hinckley fue ab

suelto por razones de salud mental y ha pasado la mayor parte de su vida en un hospital psiquiátri­co, aunque desde 2016 está en una especie de libertad vigilada. Si bien la mayoría de los intentos de asesinato se han producido en actos públicos, otros asesinos potenciale­s han sido mucho más creativos. En 1950, dos nacionalis­tas puertorriq­ueños asaltaron a tiro limpio la casa donde dormía la siesta el presidente Truman, matando a un guardaespa­ldas e hiriendo a dos. Otro aspirante a asesino presidenci­al secuestró un avión para intentar estrellarl­o en 1974 contra la Casa Blanca de Nixon, y acabó matando a los dos pilotos y suicidándo­se cuando no pudo despegar. Sadam Husein le envió un coche bomba a Bush padre durante una visita a Kuwait en 1993, y el año siguiente un tipo estrelló una avioneta contra la Casa Blanca de Clinton. El demócrata sufrió varios atentados más, incluido uno organizado por Osama bin Laden, que colocó una bomba en el puente que el presidente debía atravesar durante un viaje a Filipinas en 1996. La racha sigue: en los mandatos de Bush hijo y de Obama se disparó contra la Casa Blanca, pero, además, al primero le tiraron una granada que no explotó durante un viaje a Georgia, y al segundo le mandaron una carta con veneno. En cuanto a Donald Trump, sabemos que, durante un acto de campaña en Las Vegas, un británico intentó quitarle la pistola a un policía para matar al candidato, pero no lo logró. Después de once meses encarcelad­o, fue deportado a Gran Bretaña. Está claro que ser presidente en EE. UU. es un trabajo de alto riesgo, por eso su seguridad es un asunto tan serio y tan caro. Cada vez que sale de viaje, ello representa mover un mínimo de dos aviones presidenci­ales, cinco helicópter­os y tres ejemplares de su limusina a prueba de bombas y ataques biológicos, “la Bestia”. Además, se pone en alerta a un equipo de las fuerzas especiales del Ejército y a otro del FBI especializ­ado en rescate de rehenes. Todo ello sin contar con que el servicio secreto dispone de 5.500 agentes cuya principal misión es proteger al presidente, al vicepresid­ente y a sus familias. Y aun así, cada poco tiempo, hay un error que les indica que sigue siendo posible “matar al presidente”. ●

Sadam Husein le envió un coche bomba a Bush padre durante una visita a Kuwait

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A la izqda., John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln.
En la pág. anterior, JFK el día de su asesinato. Dallas, 1963.
Charles Guiteau asesina al presidente Garfield, 1881. Grabado. A la izqda., John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln. En la pág. anterior, JFK el día de su asesinato. Dallas, 1963.
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Leon Czolgosz asesina a William Mckinley, 1901.
El anarquista Leon Czolgosz asesina a William Mckinley, 1901.
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Instantes después del atentado contra Reagan, marzo de 1981.

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