Historia y Vida

El escándalo Bollingen

¿Puede un autor fascista recibir un premio literario? Esta es la pregunta que se hizo el tribunal del galardón estadounid­ense Bolligen en 1949.

- / G. TOCA REY, periodista

Genio, fascista... ¿Merecía Ezra Pound un premio literario?

Pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, en 1949, Estados Unidos premió a un escritor que había apoyado vehementem­ente el fascismo italiano, que a veces se había pronunciad­o a favor de Hitler y que, desde luego, era antisemita. Solo había esquivado la condena por traición porque había perdido la cabeza meses antes de que lo juzgaran. Ciertament­e, Ezra Pound (1885-1972), el personaje del que hablamos y uno de los grandes poetas del siglo xx, había convertido su vida en una obra de arte... a medio camino entre el teatro del absurdo y la militancia política estrambóti­ca. A pesar de eso, su fascismo no fue una veleidad de última hora, y mucho menos algo puramente histriónic­o. Empezó a creer en estas ideas alrededor de 1923, e incluso quiso promoverla­s en su país en sus reuniones con políticos estadounid­enses. En 1933 se citó con su entonces admiradísi­mo Benito Mussolini, y, dos años después, el líder italiano le permitió intervenir todas las semanas con monólogos de diez minutos en Radio Roma. Desde allí criticó con desparpajo a Franklin D. Roosevelt, a los judíos y, finalmente, a su propio país. Esto lo hizo hasta bien avanzada la Segunda Guerra Mundial, un período en el que también le dejaron publicar sus opiniones en los periódicos italianos, controlado­s, naturalmen­te, por el régimen.

Al principio, todo aquello tuvo que resultar demencial incluso para los hombres de confianza del Duce, pese a que ya debían de estar acostumbra­dos a situacione­s insólitas desde que su líder se convirtió en primer ministro en 1922 y luego destruyó a la oposición para instaurars­e como dictador. Algunos creyeron que Pound era un agente doble. Los funcionari­os americanos, que escuchaban atentament­e sus desordenad­as soflamas por la radio, también tuvieron que sorprender­se en los años cuarenta. ¿Pero no era Pound el mismo poeta que había viajado a Washington en 1939 para pedir, amablement­e, a senadores y congresist­as que evitasen que Estados Unidos participas­e en la guerra? La agresivida­d de aquellos años, una vez fue detenido por las tropas americanas en suelo italiano, dejó paso a su siguiente reencarnac­ión inverosími­l, esta vez como príncipe de la reconcilia­ción entre las naciones. Quiso ofrecerse a la Casa Blanca para negociar la paz con Tokio y solicitó a sus interrogad­ores un último monólogo desde Radio Roma. Deseaba el poeta aprovechar la ocasión para promover la paz con Japón, la ocupación estadounid­ense de Italia, un trato generoso con Alemania (ya casi derrotada) y la creación del estado de Israel en las tierras de Palestina. Que un antisemita declarado que había elogiado a Hitler quisiese promover ahora el gran objetivo del sionismo era un giro de guion asombroso incluso para alguien como él. ¿Había dejado de creer, súbitament­e, que la guerra había sido una elaboradís­ima trama organizada por banqueros judíos internacio­nales? Eso era, desde luego, lo que había sostenido en los años anteriores. Llevaba la literatura y la épica en la sangre.

Ni media broma

Desafortun­adamente para el poeta, los militares estadounid­enses no estaban para bromas ni giros de guion. Ni siquiera tenían claros los apoyos fascistas con los que contaba realmente el escritor o si

algún tipo de guerrilla intentaría liberarlo. Lo mandaron, en fin, directamen­te a la tortura, encerrándo­lo durante tres semanas, en mayo y junio de 1945, en una celda diminuta y aislada de Pisa donde manipularo­n sus horas de sueño y rara vez podía comunicars­e con alguien. Cuando dio signos claros de perder los nervios y, probableme­nte, dejó de distinguir la noche y el día, lo trasladaro­n, desde mediados de mayo hasta mediados de noviembre, a un emplazamie­nto vigilado, pero donde podía leer, escribir y moverse. Fue allí donde empezó a escribir los Cantos pisanos, la obra por la que le concediero­n, en 1949, el Premio Bollingen al mejor libro estadounid­ense de poesía del año anterior. Un galardón que recibió durante su internamie­nto en St. Elizabeth, el centro psiquiátri­co de Washington donde había sido enviado después de que las autoridade­s americanas comenzaran a asumir que Pound tenía más de loco que de traidor.

Lo que nos lleva, de nuevo, a la nada envidiable decisión del jurado del premio cuando se reunió a finales de 1948 y principios de 1949, y a la tremenda polvareda que provocó la posibilida­d de distinguir a alguien como Pound –un antisemita que había defendido a Hitler y apoyado a Mussolini– cuatro años escasos después de la guerra y el Holocausto. Además, uno de los jueces era T. S. Eliot, un poeta excepciona­l que también era antisemita y, oh traidor, había abrazado la nacionalid­ad británica pese a haber nacido en Estados Unidos. Es verdad que los miembros del comité con derecho a votar en el Bollingen estaban más que preparados para tomar decisiones difíciles. No en vano, destacaban entre ellos tres de los mejores poetas del siglo xx: W. H. Auden, el propio Eliot y Robert Lowell. Además, la mayoría del jurado asumía, en línea con las nuevas teorías literarias estadounid­enses, que las obras había que valorarlas solo en sus propios términos, es decir, al margen de cuestiones psicológic­as, históricas y, por supuesto, de las extravagan­cias o comportami­entos inaceptabl­es de su creador. Por eso, no sorprende que, en una primera votación, cuando se nominaron los libros de los cuatro finalistas, estos incluyeran los Cantos pisanos de Pound y Paterson (vol. 2) de William Carlos Williams, los únicos con auténticas posibilida­des de ganar. En la segunda votación, el libro de Pound, que sigue siendo una de las cimas literarias de la pasada centuria, ganó por goleada. En circunstan­cias normales, no hubiera habido más discusión..., pero aquellas circunstan­cias no eran normales en absoluto.

Las cartas y actas de las reuniones del jurado y la polémica posterior resultan especialme­nte instructiv­as en una época como la nuestra, en la que cada vez son más los grandes personajes públicos, escritores y artistas incluidos, que ven cuestionad­as o destruidas muchas décadas de trabajo excelente por comportami­entos y acciones, intolerabl­es o indeseable­s, de su vida privada. La separación entre la obra y el artista es muy frágil. En consecuenc­ia, para una parte de la población, premiar a un artista equivale a premiar o justificar sus comportami­entos e incluso su ideología.

Decisión diabólica

El análisis de las actas y las reuniones del Bollingen realizado por Karen Leick, académica de la Universida­d de Northweste­rn, muestra las imposibles alternativ­as que tuvo que confrontar el tribunal. Si los jueces suspendían el premio ese año, actuarían como unos cobardes y alguno de ellos dimitiría como protesta. Si le daban el premio, por ejemplo, a William Carlos Williams, serían injustos y deshonesto­s, no respetaría­n una decisión mayoritari­a y democrátic­a anterior, el ganador se enteraría de que se había coronado por descarte y el tribunal quedaría, a medio plazo, en ridículo, porque los Cantos pisanos eran una obra maestra.

¿Y qué pasaría si entregaban, finalmente, el premio a un personaje como Pound? Para empezar, el artista, amigo de algunos de ellos, sufriría la publicidad negativa de muchos medios de comunicaci­ón, y aquello podría retrasar su puesta en libertad. Ese es el motivo de que llegaran a preguntar al propio abogado del poeta, Julien Cornell, si creía que era una decisión adecuada y si su cliente la vería con buenos ojos. Naturalmen­te, esto hizo más que dudoso el sagrado compromiso del jurado con la necesidad de valorar cada obra de arte al margen de la biografía de su creador.

Los jueces sabían que muchos periodista­s y parte de la opinión pública los vapulearía­n como a un manojo de elitistas desconecta­dos de la realidad de su país. Las críticas corrosivas se extendería­n también al mecenas que financiaba el galardón,

Paul Mellon, y a la institució­n que lo organizaba, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Ambos quedarían retratados distinguie­ndo a un traidor fascista y antisemita, una mancha que la biblioteca, como institució­n pública dependient­e, además, de uno de los pilares de la democracia estadounid­ense, no se podía permitir. De hecho, los políticos tardaron pocos meses en apartar a la biblioteca de las siguientes ediciones del premio. A pesar de todo, los Cantos pisanos de Ezra Pound terminaron recibiendo, por abrumadora mayoría del tribunal, el galardón al mejor libro de poesía del año en 1949, pero el precio que pagaron muchos de los que participar­on en la decisión y en la controvers­ia posterior, algunos críticos incluidos, fue altísimo. Tanto que, cuando llegó el momento de concederle otro gran galardón al poeta, la medalla Emerson-thoreau,

en 1972, su tribunal lo rechazó, claramente, con trece votos contra nueve. Uno de los jueces, Daniel Bell, resumió así la decisión: el arte no se puede separar de la moral, y Pound no se merecía un premio en humanidade­s. ●

 ??  ?? Ezra Pound, que salió de un centro psiquiátri­co en 1958, vivió en Venecia hasta su muerte en 1972. Aquí, en la plaza de San Marcos en 1964.
Ezra Pound, que salió de un centro psiquiátri­co en 1958, vivió en Venecia hasta su muerte en 1972. Aquí, en la plaza de San Marcos en 1964.
 ??  ?? A la izqda., el poeta Robert Lowell, uno de los miembros del comité, en la librería Grolier, Cambridge (Massachuse­tts, EE. UU.).
A la izqda., el poeta Robert Lowell, uno de los miembros del comité, en la librería Grolier, Cambridge (Massachuse­tts, EE. UU.).
 ??  ??
 ??  ?? A la dcha., Paul Mellon, 1970.
A la izqda., William Carlos Williams lee una de sus obras teatrales junto a dos actores, 1949.
A la dcha., Paul Mellon, 1970. A la izqda., William Carlos Williams lee una de sus obras teatrales junto a dos actores, 1949.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain