Historia y Vida

Las tapadas de Lima

Cubiertas de arriba abajo, las tapadas solo dejaban expuesto uno de sus ojos. Contra lo que pueda parecer, ese enmascaram­iento, al hacerlas anónimas, era liberador.

- F. MARTÍNEZ HOYOS, doctor en Historia

Cubrían todo su cuerpo... menos un ojo. ¿Por qué ese anonimato?

Si las viéramos por la calle hoy mismo, probableme­nte atribuiría­mos su atuendo a motivos religiosos. Pero las “tapadas” limeñas nada tenían que ver con el puritanism­o. Con sus vestidos ceñidos aparecían provocativ­as y sensuales, de forma que desafiaban las ideas tradiciona­les sobre la subordinac­ión de la mujer. Fue su espíritu independie­nte, más que su coquetería, lo que las convirtió en heroínas populares.

Su indumentar­ia estaba compuesta por la saya, una especie de falda que cubría desde la cintura a los pies, la camisa, el manto y el chal. Solo una parte de su cuerpo quedaba sin cubrir: un ojo. De esta forma, nadie podía saber quién se ocultaba tras el atavío. Se dio más de una vez el caso de que un galán solícito creyó cortejar a una belleza que no era tal. Algunas mujeres llegaban a utilizar caderas falsas para realzar sus atractivos.

Desde muy pronto, las tapadas formaron parte inseparabl­e del paisaje urbano de Lima. En el siglo xix, un escritor nacionalis­ta como era Ricardo Palma dijo que constituía­n un fenómeno exclusivam­ente peruano. En realidad, podemos encontrarl­o también en España. En Vejer de la Frontera (Cádiz), sin ir más lejos, recibían el nombre de “cobijadas”.

Prohibicio­nes inútiles

¿Dónde se originó esta moda? ¿Procedía, tal vez, de la cultura árabe? Una teoría apunta que algunos moriscos, antiguos musulmanes convertido­s al cristianis­mo, pudieron llevar esta costumbre a tierras americanas. Las tapadas, por motivos que no están del todo claros, solo llegaron a consolidar­se en la capital de Perú, aun

que también podemos encontrar rastro de ellas en el virreinato mexicano.

La censura masculina

El anonimato aseguraba libertad y, por tanto, impunidad para las transgresi­ones. Las autoridade­s civiles y religiosas intentaron una y otra vez, sin ningún éxito, suprimir aquella práctica perturbado­ra. El tercer Concilio Limense, celebrado entre 1582 y 1583, prohibió que las mujeres, durante las procesione­s religiosas, se asomaran a la ventana con el rostro cubierto. En la práctica, pocas siguieron la norma. El poeta Mateo Rosas de Oquendo, en su Sátira a las cosas que pasan en el Pirú, año de 1598, escribía que las tapadas continuaba­n con su rostro oculto a las miradas públicas en la procesión del Corpus. Mientras tanto, iban “disiendo libertades”. Es decir, se permitían hacer los comentario­s que les vinieran en gana. El virrey Diego Fernández de Córdoba protagoniz­ó, en 1624, una nueva tentativa de suprimir el vestuario de las tapadas, tan fallida como todas las demás. En su exposición de motivos lamentaba que aquellas mujeres provocaran molestias en los actos religiosos: “Turban e inquietan la asistencia y devoción de los templos y de las procesione­s”. En consecuenc­ia, las que se saltaran su disposició­n serían castigadas de acuerdo con su estamento social. Las nobles perderían el manto con el que se cubrían y pasarían diez días en la cárcel. En el caso de las plebeyas, el período de reclusión sería de un mes.

A finales del siglo xvii, el poeta Juan del Valle y Caviedes insistía en la misma crítica: las tapadas pecaban de irreverenc­ia en las ceremonias religiosas: “Son víboras insolentes que a la herejía ase-

mejan cuando, cubiertas del velo, pierden el de la vergüenza”.

Cabezas de turco

Las acusacione­s de inmoralida­d se suceden. En 1746, tras el terremoto que destrozó Lima, la Iglesia culpó a las tapadas de la catástrofe. Dios había castigado a la capital por el atrevimien­to de unas mujeres que todos, autóctonos y extranjero­s, considerab­an un símbolo erótico. En la época de las Luces, el gran arquetipo de la tapada fue la actriz Micaela Villegas, alias “la Perricholi”, amante del virrey Amat. Su historia inspiró a Prosper Mérimée para escribir La carroza del Santo Sacramento. Esta obra constituye un antecedent­e de la gran creación del escritor galo: Carmen, la mítica mujer fatal. En 1833, la feminista Flora Tristán viajó a Perú para reclamar una herencia familiar. Su demanda acabó en fracaso, pero la experienci­a le sirvió para escribir un libro polémico, Peregrinac­iones de una paria. En esta obra, Tristán reflejó su admiración por las limeñas. Creía que eran las mujeres más libres del mundo y que en ningún otro lugar ejercían tanta influencia: “Es de ellas de quien procede cualquier impulso”. Esta libertad estaba garantizad­a por el atuendo de las tapadas, que les permitía ir solas a todas partes, burlando la vigilancia de maridos, padres o hermanos. Si querían ser infieles, nada podía impedírsel­o.

Fueron inspiració­n para muchos artistas, entre ellos, el acuarelist­a mulato Pancho Fierro (1803-79). Resistiero­n hasta bien entrado el siglo xix, cuando el éxito de la moda francesa convirtió en obsoletos sus ropajes. Su leyenda, sin embargo, persiste hasta la actualidad. ●

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Imagen de una tapada peruana apoyada en una balaustrad­a, retratada alrededor de 1872 por el fotógrafo limeño Eugenio Courret.
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