¿Colorear la historia?
El éxito de los documentales de historia con imágenes coloreadas ha abierto un debate sobre la manipulación de archivos visuales. ¿Es ético alterar la historia para acercarla al gran público?
El éxito de los documentales de historia con imágenes coloreadas plantea un debate ético.
La práctica de colorear las películas es tan antigua como el cine. Hasta la implantación de los sistemas de color a partir de los años treinta, todo el cine se rodaba en blanco y negro. Durante el período mudo se emplearon varios procedimientos para superar esta limitación: pintar a mano las películas fotograma a fotograma, aplicarles diversos tintes monocromos para conseguir unos determinados efectos dramáticos... Con la creación de los sistemas de color, como el popular Technicolor, estas prácticas se abandonaron. Aun así, el alto coste que suponía rodar en color hizo que durante varias décadas convivieran las dos opciones. El color se reservaba para las grandes producciones, y el blanco y negro para el resto. A partir de finales de los sesenta, cuando el rodaje en color se abarató y la televisión (que emitía en blanco y negro) amenazaba la hegemonía de la industria del cine, la gran mayoría de las películas se filmaron en color. El blanco y negro dejó de ser una limitación y se transformó en un recurso expresivo más. Este desarrollo tecnológico propició un cambio perceptivo. A mediados de los ochenta ya existía una generación entera de espectadores que en las salas únicamente habían visto cine en color. Como consecuencia, gran parte de ese público veía el blanco y negro como algo desfasado, como un “defecto” propio de las viejas películas que se emitían de vez en cuando en televisión. Muchas de esas “viejas películas” pertenecían al magnate de la comunicación Ted Turner. Poseedor de un extenso catálogo de la edad dorada de Hollywood, el creador de la cadena CNN se propuso satisfacer
esos nuevos gustos coloreando grandes clásicos en blanco y negro. Por medio de una novedosa técnica digital, Turner Entertainment dio color y nueva vida comercial a más de trescientas películas, algunas tan populares como El halcón Maltés (The Maltese Falcon, 1941), Casablanca (1942) o ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946).
La idea fue un éxito. Se vendieron miles de copias en vídeo, a precios más elevados que sus versiones originales, y se emitieron por las televisiones de todo el mundo. En cambio, esta práctica fue muy mal recibida por la mayoría de críticos y artistas de la industria del cine. Se habló de “vandalismo cultural”, de “mutilación criminal”, y algunos directores, como Frank Capra, Orson Welles o John Huston, se opusieron públicamente a que se alteraran sus obras. Fue la hija de este último, Anjelica Huston, quien contribuyó a frenar esta práctica a la que ya se habían sumado otras compañías. La actriz llevó a Turner a juicio por la coloración del clásico de cine negro de su padre La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, 1950). Un tribunal francés determinó que, según la ley de derechos de autor, tanto los creadores como sus herederos tenían el “derecho moral” de oponerse a la distribución de una versión modificada de sus obras. Este fallo impulsó la creación en Estados Unidos de la National Film Preservation Act, una ley que impedía la distribución y exhibición de versiones coloreadas de películas que fueran “cultural, histórica o estéticamente significativas”.
La guerra en color
Las dificultades legales para acceder a los filmes con más potencial comercial,
el alto coste del proceso de coloreado y su cada vez peor prensa hicieron que esta práctica fuera cayendo en desuso. Sin embargo, no se abandonó del todo. El mercado del DVD le abrió nuevas posibilidades. La tecnología se perfeccionó y, en connivencia con sus creadores, se empezaron a colorear títulos nuevos, la mayoría de ellos de serie B o capítulos de series de televisión.
Pero, sin duda, donde mejor acogida ha tenido la técnica del coloreado ha sido en los documentales de historia. El hecho de que la mayoría de las imágenes de archivo no se filmaran con propósitos artísticos, sino informativos, y que este tipo de documentales tengan un carácter divulgativo, ha servido de eficaz coartada intelectual para colorearlas. Tras la buena acogida de la serie británica La Primera Guerra Mundial en color (World War 1 in Colour, 2003), los documentales de historia con el reclamo “en color” se sucedieron en cascada: El fascismo en color (Fascism in Colour, 2007), La Segunda Guerra Mundial en color (World War II in Colour, 2009), Revolution in Colour (2016)... Sin olvidar las españolas España en dos trincheras. La Guerra Civil en color (2016) y España después de la guerra: el franquismo en color (2019).
Sin embargo, el gran referente en este tipo de documentales es, paradójicamente, el que no tiene esa coletilla en el título: Apocalipsis (Apocalypse), una saga francesa iniciada en 2009 con Apocalipsis: La Segunda Guerra Mundial (Apocalypse: La 2ème guerre mondiale) y que ya ha alcanzado las siete entregas con la reciente Apocalypse: La Guerre Des Mondes 1945-1991 (2019). Su enorme difusión internacional propició un debate entre los historiadores sobre la manipulación de las imágenes de archivo. Apocalipsis busca acercar a los espectadores del presente los conflictos bélicos del pasado con el mayor realismo, atractivo y espectacularidad posibles. Para ello se utilizan recursos como un montaje muy dinámico, la inclusión de efectos de sonido, la omnipresencia de la música, la modificación de los formatos originales para adaptarlos a las pantallas actuales y un tipo de narración que prioriza los aspectos más dramáticos y emocionales del relato. También, claro está, se emplea el coloreado de las imágenes, el aspecto que más críticas ha recibido.
A favor y en contra
¿Valiosa recontextualización con fines pedagógicos o intolerable manipulación de la historia? Los partidarios de lo primero arguyen principalmente dos razones para justificar el coloreado: que las grabaciones originales estaban mediatizadas por los condicionantes técnicos de la época y que estos documentales cumplen una función educativa dirigida a las nuevas generaciones. Isabelle Clarke, directora de Apocalipsis, considera, en declaraciones a Le Nouvel Observateur, que el blanco y negro original de estos documentos es una “amputación” debido a las “limitaciones técnicas” que existían. De la misma opinión es el equipo de producción de España en dos trincheras. La Guerra Civil en color. En el making of de la serie defienden que si los camarógrafos que grabaron las imágenes de la guerra hubiesen tenido la posibilidad de filmarlas en color, lo habrían hecho. El guionista de la serie, Manel Lucas, va un poco más allá. En declaraciones a la Cadena Ser, comenta que quienes filmaban esas películas no lo hacían pensando en una forma artística, por lo que “la transgresión es mucho menor que si estuviésemos coloreando Casablanca”.
En cuanto a su función divulgativa, el historiador Antony Beevor, asesor de la serie española, y otros catedráticos que aparecen en el documental –Ángel Bahamonde, Mercedes Cabrera, Enrique Moradiellos– defienden la importancia del coloreado de las imágenes como forma de hacerlas más reconocibles y cercanas a las generaciones más jóvenes. Todos están de acuerdo en que el color difumina la distancia psicológica que impone el blanco y negro, acrecentando la capacidad de inmersión del espectador y su grado de empatía. Clarke, por su parte, cree que sus películas democratizan los archivos históricos, para disgusto de “fundamentalistas a quienes les gustaría que no tocáramos los originales y los reserváramos para los investigadores”.
Donde mejor acogida ha tenido el coloreado ha sido en los documentales de historia
Los detractores del coloreado cuestionan esos argumentos. La historiadora Sylvie Lindeperg reprueba en su libro La voie des images (2013) el discurso tecnicista de los partidarios de modificar los documentos históricos. Confunden “ausencia con defecto”, explica. Que los camarógrafos no pudieran rodar en color no quiere decir que no planificaran sus filmaciones –iluminación, encuadres, ángulos– pensando en el blanco y negro. El mundo era en color, como suele decir la publicidad de estos documentales, pero el cine no. Con respecto a su “función pedagógica”, el filósofo Georges Didi-huberman, experto en la teoría de las imágenes, lo tiene claro. “Colorear es maquillar”, escribe en el diario Libération. “Y, por tanto, ocultar”. Al reconstruir las imágenes del pasado según los códigos audiovisuales del presente –no solo el color, sino también el sonido y el tamaño–, se está sacrificando su historicidad. Lindeperg está de acuerdo. Según su opinión, no se puede respetar la verdad histórica si no se respetan sus registros. ¿Es ético enseñar historia falseándola? ¿El fin, la divulgación de la historia, justifica los medios, su manipulación?
El último hito en este tipo de documentales no parece que vaya a contribuir a acercar posturas. Peter Jackson ha ido un paso más allá en cuanto a la manipulación de las imágenes de archivo con su Ellos no envejecerán (They Shall Not Grow Old, 2018). El director de la trilogía de El señor de los anillos (2001-2003) ha remasterizado material visual de la Primera Guerra
Mundial, lo ha coloreado, modificado su velocidad, añadido efectos de sonido y hasta doblado las voces del original mudo a través de la lectura de los labios. El resultado es de un verismo sobrecogedor. Sin embargo, se da una paradoja: cuanto más realistas parecen las imágenes, más lejanas resultan del registro documental y más se acercan a la ficción. Bien mirado, quizá sea esta la solución a esta controversia. Al hacerse tan evidente la manipulación de las imágenes, al pasar de “maquillaje” a “cirugía estética”, ya no se podría hablar de documental en el sentido tradicional, sino de “documental artístico”, de una visión personal, hiperrealista y manifiestamente anacrónica de la historia que, como ocurre con los filmes de ficción, no engaña al espectador. ●