NUESTRA CHARLA CON LOS ROMANOS
Acertadamente o no, Roma es la civilización en la que nos contemplamos buscando pistas sobre nuestro futuro.
Haga el siguiente experimento. Acceda a su cuenta de Twitter y teclee las palabras latinas “quosque tandem”. Hacen referencia a aquel “¿Hasta cuándo, Catilina, deberemos soportarte con paciencia?” pronunciado por Cicerón. Sin embargo, en esta aplicación tan del siglo xxi son muchos los usuarios que utilizan la famosa expresión latina para manifestar el hartazgo que les generan determinados personajes políticos, el problema de los pisos turísticos, la ausencia de reformas educativas o la avería de una determinada vía de circulación.
Ahora salga a la calle y eche un vistazo a su alrededor. Es bastante probable que viva en una ciudad cuyo nombre tenga reminiscencias romanas, como León, Mérida o Zaragoza, o que los monumentos creados por nuestros latinos antepasados formen parte todavía del paisaje. Los romanos están ahí, presentes en lo cotidiano infinitamente más de lo que creemos. Y, más allá de la lógica de las ciudades monumentales y las referencias culturales, disfrutamos con ellos cuan
do nos enfrentamos a un videojuego, leemos una novela o seguimos una popular serie de televisión. Son un hito sostenido en nuestras vidas, con el que mantenemos una relación secular. En política, cuando hablamos de populismo, recordamos que fueron los romanos los que pusieron en marcha aquella forma de dedicarse a lo público. Si abrimos las páginas de un periódico, veremos que publicaciones como The Guardian o El País han relacionado a Donald Trump con emperadores romanos con muy mala fama, como Calígula o Nerón. Y si tenemos una conversación sobre las operaciones militares de Estados Unidos, nuestra primera potencia, es probable que en el transcurso de la misma alguien hable de que caerá como Roma. Incluso en temas como el cambio climático, los romanos, que también atravesaron crisis de ese género, parecen enviarnos un mensaje admonitorio desde la lejanía de los siglos. Nuestro diálogo con la antigua Roma es una constante. Pero, al margen de este hecho probado, ¿qué nos ha llevado a relacionarnos de forma tan intensa con los romanos en comparación con otros de nuestros antecesores?
Somos tan iguales
En su popular libro Historia de Roma, Indro Montanelli lanzaba la siguiente reflexión: “Lo que hace grande a la historia de Roma no es que haya sido hecha por hombres diferentes a nosotros, sino que haya sido hecha por hombres como nosotros”. Y cita dos ejemplos muy presentes en el imaginario colectivo occidental: el de César, que aparte de un gran conquistador “peinaba bisoñé porque se avergonzaba de su calvicie”, y el de Augusto, que además de organizar el Imperio pasó toda su vida “combatiendo la colitis y los reumatismos, y por poco no perdió su primera batalla contra Casio y Bruto a causa de un ataque de diarrea”. Esta humanización de romanos de gran popularidad quizá influye en nuestro interés por su civilización. Pero resulta llamativo de nuestra relación con los romanos que los hayamos tomado como si fueran –en una referencia también muy romana– nuestros libros sibilinos, utilizados para predecir el futuro. Gentes en cuyas páginas vitales intentamos escudriñar nuestro destino. El especialista Mike Duncan, por ejemplo, señala en Hacia la tormenta cómo, mientras producía su popular podcast The History of Rome, muchos seguidores le planteaban una y otra vez preguntas idénticas. “¿Podemos compararnos con Roma? ¿Estamos siguiendo una trayectoria histórica similar? Si es así... ¿En qué estado de la cronología romana nos encontramos actualmente?”. Duncan, lejos de trivializar estos interrogantes, es de la opinión de que mirar a Roma es descubrir una época “llena de ecos que le sonarán si
Hay medios que vinculan a Trump con emperadores como Calígula o Nerón
niestramente familiares al lector de hoy”. Y cita varios ejemplos: “Una desigualdad económica creciente, un cambio en el modo de vida tradicional, el aumento de la polarización política, la privatización de las fuerzas militares, la corrupción desbordada, unos prejuicios sociales y éticos endémicos, las batallas por el derecho de la ciudadanía y el voto”... El estudioso estadounidense se atreve incluso a tomar Roma como un augurio con fuerza de ley. En su opinión, actualmente nos encontramos en un momento de nuestra historia que, en paralelo con la romana, estaría “en algún punto entre las grandes guerras de conquista y el auge de los césares”.
Nuestra base cultural
Dejando de lado la idea de afrontar la historia de Roma como quien se mira en un espejo, no hay que perder de vista que buena parte de la influencia de los romanos sobre nosotros tiene que ver con la herencia cultural que de ellos hemos recibido. “Roma todavía contribuye a definir la forma en la que entendemos nuestro mundo y pensamos todos nosotros”, en palabras de Mary Beard. “Desde la teoría más elevada hasta la comedia más vulgar”, Roma está metida en lo más profundo de nuestros cerebros y nuestras almas. “Después de 2.000 años, sigue siendo la base de la cultura y la política occidentales, de lo que escribimos y de cómo vemos el mundo y nuestro lugar en él”, concluye la historiadora británica. Josiah Osgood, profesor de la Universidad de Georgetown, coincide totalmente con ella. “La idea de la caída de la república romana –indica– está tan arraigada que aparece a menudo en los debates políticos y en la cultura popular”. Algo que no es nuevo. Grandes ideas como las de la libertad en una república
beben directamente de los ideales romanos y han sido la base de revoluciones tanto en Europa como en América... Y de concepciones imperialistas como la de Mussolini en la Italia fascista. Desde el punto de vista territorial, Roma también nos ha influido de forma decisiva. Mary Beard nos recuerda que la distribución del suelo imperial romano “sustenta la geografía política de la Europa moderna y de territorios más alejados”. Y apunta un caso concreto: si Londres es capital del Reino Unido es porque los romanos “la convirtieron en la capital de la provincia de Britania”.
Roma, ¿cosa de hoy?
Que hoy estemos preguntándonos por qué seguimos mirando a Roma y no a la Francia de Napoleón, por citar un popular ejemplo, tiene también su explicación en ancestros algo más recientes. Sin olvidar a los monjes de la Edad Media, que dedicaron sus vidas a conservar viejos textos latinos, para Beard todo empezó con el Renacimiento. Es entonces cuando podemos observar que “muchos de nuestros supuestos más fundamentales sobre el poder, la ciudadanía, la responsabilidad, la violencia política, el imperio, el lujo y la belleza se han configurado, y puesto a prueba, en el diálogo con los romanos y sus textos”.
Esa influencia romana se ha dejado notar en políticos contemporáneos. John Fitzgerald Kennedy quedó tan fascinado con la fuerza del concepto “ciudadano romano” que empezó a utilizar con orgullo la frase “civis romanus sum” (“soy ciudadano romano”), que a alguien con su carisma no le fue complicado popularizar entre sus seguidores. Para Kennedy, aquella frase podía aplicarse a la definición moderna de los derechos y obligaciones de un ciudadano estadounidense orgulloso de su libertad. Años más tarde, otro presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, se confesó seguidor incondicional de Marco Aurelio y sus Meditaciones, que aseguraba leer con asiduidad, contribuyendo quizá con sus declaraciones a que este libro siga siendo hoy en día un éxito de ventas.
A partir del Renacimiento aumenta el diálogo con los romanos y sus textos
Y a la vista tan distintos
Los romanos son un referente cultural, hemos recurrido a su ejemplo a lo largo de la historia e intentamos permanentemente hallar similitudes entre su vida y la nuestra. Pero, si bien es cierto que podían tener problemas muy “modernos”, como el de la aglomeración urbana o el tránsito de vehículos pesados por las calles de Roma, ni esos vehículos ni sus ciudades eran como los que disfrutamos en el siglo xxi. Y sus circunstancias eran “profundamente distintas de las nuestras”, como recuerda Tom Holland en Rubicón. Para empezar, su democracia era excluyente para las mujeres y los esclavos, por no mencionar a todos esos varones que, siendo ciudadanos de hecho, no lo fueron de derecho durante siglos. Además, vivían en un mundo en eterno conflicto, con una legislación que ahora tal vez nos parezca propia de bárbaros y una actitud ante el devenir del mundo muy diferente de la actual. Esa Roma, contemplada con las circunstancias que le eran propias, se aleja un tanto de la idea que tenemos de los romanos como nuestros libros sibilinos. Mary Beard así lo matiza cuando afirma que “estudiar la antigua Roma desde la perspectiva del siglo xxi es caminar por la cuerda floja, hacer equilibrios que requieren una imaginación muy particular. Si se mira a un lado, todo parece familiar, o puede manipularse para que lo parezca”.
Si se mira a otro... Encontramos esclavos por doquier, vagabundos devorando carne humana, una mortalidad infantil salvaje, enfermedades incontrolables y unos combates de gladiadores que, aunque su imagen nos atraiga por la épica del asunto, nada tenían que ver con el desarrollo de uno de esos partidos de fútbol de los que disfrutamos hoy. ●