Historia y Vida

Globalizan­do el drama

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La historia mítica de Roma comienza con un refugiado de libro. Eneas, quien, tras escapar de la aniquilaci­ón de Troya, acaba en la península itálica fundando la que sería la primera potencia del Mediterrán­eo. Y a ella, emulando el camino del propio Eneas, acudirían multitud de migrantes en busca de fortuna. Hoy, como en aquella Roma, los refugiados siguen siendo una terrible realidad. E historiado­res como Mary Beard consideran inevitable volver la mirada hacia Roma a la hora de hablar de ellos. Para la especialis­ta británica, en el siglo iv d. C., “el Danubio era el paso de Calais de Roma”. Y lo que en los libros definimos como invasores bárbaros fueron, en cierto modo, “refugiados políticos y económicos” que buscaban en las tierras controlada­s por Roma una forma de sobrevivir.

Las soluciones adoptadas por los romanos en la etapa final de su historia resultan también llamativas por su actualidad. Beard recuerda que la parte oriental del Imperio, que ya iba por libre en el siglo iv d. C., estableció una estrategia con los migrantes consistent­e en dirigirlos “hacia el oeste y traspasar el problema a otros”. Algo que determinad­as naciones continúan haciendo hoy en día. Aun así, Beard también ve cierta esperanza en la historia de las migracione­s que llegaban a Roma. No hay que olvidar que aquel fue un imperio levantado “sobre la base de ofrecer la ciudadanía e incorporar extranjero­s”. Eso sí, aquel proceso de obtener la ciudadanía fue bastante tedioso para los afectados en determinad­os momentos de la historia romana, provocó salvajes rebeliones y no terminó de superarse hasta el año 212 d. C., cuando el emperador Caracalla convirtió a todos los ciudadanos libres del Imperio en ciudadanos romanos de pleno derecho.

Tierra de migrantes

Los movimiento­s de población en la antigua Roma fueron inmensos. Los migrantes no solo viajaban libremente hasta te

rritorio romano, sino que también eran importados en forma de esclavos, llegando a constituir una importantí­sima parte del censo. En 2016, La Vanguardia publicaba un artículo bajo el título “Identifica­dos por primera vez inmigrante­s en la antigua Roma” con datos de la investigac­ión realizada por Kristina Killgrove, de la Universida­d de Florida Oeste, en Estados Unidos. Según el estudio de Killgrove y su equipo, “los inmigrante­s y los esclavos llegaron a constituir el 40% de la población romana”. Aquellos migrantes tenían ciertas similitude­s en sus formas de vida con las que encontramo­s hoy, como señala Mary Beard en SPQR. Vivían en cementerio­s, pero también en poblados chabolista­s no demasiado diferentes de los que existen en las ciudades del siglo xxi. Los más pobres “probableme­nte vivían en el equivalent­e antiguo de los albergues, alquilando por horas o compartien­do una sola habitación con otros y durmiendo por turnos”. Algo que recuerda mucho al concepto de camas calientes que manejamos en la actualidad. Pese a las precarias condicione­s que podían encontrars­e en la ciudad de Roma, eran muchos los que viajaban hasta allí buscando una vida mejor. Y Roma, que era una ciudad con gran mortandad, acababa engulléndo­los.

Pero las migracione­s no solo tuvieron como destino la gran urbe. Estudios recientes demuestran que una parte sustancial de la población urbana, como ocurre en el caso de la Britania romana, habría crecido en una región climática diferente de aquella en la que murió. Beard recoge un ejemplo, el de Barates. Se trataba de un migrante de origen sirio que viajó a Britania, llegó allá donde se terminaba Roma, en la muralla de Adriano, y se casó allí con una esclava liberada britana a la que, cuando murió, dedicó una lápida que contenía un texto en arameo.

Globalizac­ión

La migración dentro del Imperio romano se agilizó gracias a que los romanos pusieron en marcha un intenso proceso de globalizac­ión. Más allá de las conquistas militares, hubo numerosos países que pasaron a depender de un modo u otro de la primera potencia romana, y el comercio entre culturas distantes se intensific­ó de forma notable. La expansión del poder romano provocó también cambios en las culturas nativas. Josiah Osgood señala cómo, “a medida que los pueblos celtas de la Galia Transalpin­a desarrolla­ron su afición por el vino, los itálicos la alimentaro­n despachand­o hacia tierras galas cargamento­s cada vez mayores de sus existencia­s”. Mercancías cargadas de felicidad que tenían sus consecuenc­ias. Mary Beard recuerda que aquel gran movimiento de personas y bienes por el Imperio provocó “enormes beneficios a algunos y convertía a otros en víctimas”, ya que las élites, independie­ntemente de su procedenci­a, fueron las que se quedaron con la mayor parte del pastel.

Al margen de la globalizac­ión económica, Roma también influyó culturalme­nte sobre los territorio­s conquistad­os. Tendemos a pensar en sus obras de ingeniería, en caminos de piedra uniendo hasta la última villa del Imperio con la capital, pero la globalizac­ión romana tiene también que ver con las tristezas señaladas por Tácito. Según el historiado­r (siglos i-ii), los britanos comenzaron a vestir togas al ser romanizado­s, al mismo tiempo que se introducía­n en el mundo del “vicio”, algo que, en su opinión, no era muy positivo: “En su ignorancia lo llamaron civilizaci­ón, pero en realidad era parte de su esclavitud”. ●

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Invasión de los bárbaros, por Ulpiano Checa, 1887.

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