Samuráis
Los antiguos guerreros de Japón, surgidos de la plebe, dominarían el país durante setecientos años.
El origen de los célebres guerreros japoneses no era noble, sino plebeyo. Su código de honor, el bushido, ni siquiera existió.
La imagen que suele tenerse del samurái es la de un aristócrata que combatía por honor en el Japón medieval. Sin embargo, esa imagen se empezó a construir hace apenas cuatrocientos años. El origen de los samuráis, difícil de rastrear, fue en todo caso plebeyo, e incluso cuando, en el siglo xvii, se les confirió un estatus de clase privilegiada –siempre por debajo de la nobleza cortesana–, nunca dejaron de ser “servidores” (traducción de la palabra en japonés) a las órdenes de su señor. Ni siquiera el bushido, el célebre código de conducta samurái, existió hasta finales del siglo xix, cuando el mito había semienterrado la mucho más interesante realidad.
Los antiguos samuráis
La definición de la clase guerrera japonesa varía a lo largo del tiempo, inmersa como está en la evolución histórica del país. En el siglo viii, Japón se hallaba di
vidido en un sinfín de pequeños territorios comandados por clanes sobre los que el emperador solo tenía jurisdicción nominal. Mientras en la capital se desarrollaba una vida cortesana, en las provincias estos clanes luchaban entre sí para incrementar sus tierras a costa del vecino. Cada uno de ellos se había preocupado por organizar su propio ejército, compuesto por campesinos que iban al combate a caballo con arco y espada. En la batalla, el jefe del clan dirigía a sus soldados, que se enfrentaban en lucha individual con otro de su rango. Al término del conflicto, se presentaban las cabezas cortadas de cuantos enemigos se hubiese aniquilado y se recibía la gratificación correspondiente, en general pequeños terrenos. En tiempos de paz, estos soldados volvían a sus cultivos, y así continuaría siendo durante mucho tiempo. Es a partir del siglo x, con unas élites locales más militarizadas, cuando podemos hablar de samuráis, y no de campesinos armados. Ya en el xii, la mayor parte de la periferia del país estaba bajo el control de dos clanes, los Taira y los Minamoto, que pugnaban para ganarse el favor de los círculos imperiales. Minamoto Yoritomo, líder de este último, obtuvo del emperador el título permanente y hereditario de shogun (“comandante del ejército”), con el que constituyó un gobierno de tipo militar en Kamakura, lejos de las intrigas y el ocioso estilo de vida de la corte. El shogunato Kamakura impuso una especie de feudalismo en que los terratenientes y los funcionarios enviados a las provincias le rendían vasallaje. A su vez, tanto el bakufu (nombre dado al gobierno) como los potentados y administradores esperaban lealtad de las tropas de samuráis a su servicio, y solían establecer en cada caso ciertas “normas de la casa” que regían su comportamiento. Son uno de los pretextos del bushido recreado siglos después. No era extraño que se estableciese un fuerte vínculo del samurái con su señor, de tal forma que en las épocas de conflictos que estaban por venir se lucharía por él hasta las últimas consecuencias y, en ocasiones, incluso se lo seguiría a la muerte cometiendo suicidio tras la batalla. Pero, por supuesto, siempre hubo quien veló por sus intereses y prefirió servir al señor que llevara las de ganar. La supervivencia siempre fue un valor prioritario para los guerreros. En aquella época, el budismo zen, procedente de China, había calado hondo en los guerreros. Sentían la necesidad de estar preparados en todo momento ante la muerte, que podía sobrevenirles en cualquier batalla. A diferencia de otras creencias, que propugnaban la sabiduría como camino a la salvación, el zen solo demandaba meditación, y para un colectivo mayoritariamente analfabeto esta resultaba la doctrina más atractiva.
Minamoto Yoritomo obtuvo el título de shogun y constituyó un gobierno de tipo militar en Kamakura, lejos de las intrigas y el ocioso estilo de vida de la corte
Llega la crisis
En el siglo xiii, Japón se las vio con dos intentos de invasión de Kublai Kan. La construcción de murallas costeras y el refuerzo del ejército (y los tifones de la zona, que destrozaron una parte de las naves enemigas) sirvieron para expulsar a los mongoles. Pero con el triunfo (más bien con el abandono de los rivales, que tenían otros frentes que atender en China) llegaron también los problemas, puesto que los señores y sus samuráis esperaban recompensa, y el bakufu, arruinado por el esfuerzo militar, no había obtenido botín de una confrontación que había sido meramente defensiva.
Esto, junto con la crisis económica y social, hizo estallar los enfrentamientos internos. Cayó el gobierno de los Minamoto, y en 1338 Ashikaga Takauji asumió como nuevo shogun las riendas del poder. Su clan logró mantener el control de la periferia durante tres generaciones, pero, muerto el tercer shogun, se hizo patente la amenaza que representaba para el gobierno un grupo en ascenso, los daimyo. Estos señores militares de provincias, alentados por la despreocupación del bakufu y la pésima administración, se negaron a pagar impuestos. Finalmente, sumieron al país en un enredo de conflictos civiles que duraría todo un siglo. A la cabeza de docenas de estados independientes, se dedicaron a guerrear unos con otros en medio de un caos político generalizado. La demanda de samuráis era espectacular. Es el momento de auge de los ashigaru, aldeanos que no podían sufragar un caballo, pero a los que se in
tegró como batallones de infantería. Los generales dejaron de dirigir a sus hombres desde el mismo campo de batalla y pasaron a hacerlo desde colinas cercanas. Aunque la política marcial continuaba siendo la de exterminar al enemigo, también es cierto que en muchas ocasiones se los “recicló”. Se exhortaba al daimyo vencido a capitular, con la promesa de restituirle sus posesiones y su contingente militar a cambio de un rendimiento de pleitesía al vencedor. O si, por ejemplo, el daimyo moría en combate, muchos de los samuráis a su servicio pasaban a engrosar las filas del ejército victorioso. En los últimos años de este turbulento período, los ejércitos adoptaron la lanza larga y el arcabuz, recién llegado de Europa a través de los portugueses. Su manipulación no requería tanta destreza como el arco, lo cual lo hacía ideal para las tropas poco preparadas. Numerosos daimyo establecieron una división del trabajo en sus tierras. Les convenía que parte de su personal se dedicase a tiempo completo al dominio de las artes marciales, tanto como que la otra parte no abandonase el cultivo de las tierras, su auténtica fuente de riqueza, después de todo. El samurái comenzaba a desvincularse del campesinado.
El gran espaldarazo
De entre los daimyo que rivalizaban a finales del siglo xvi, sería el pragmático Oda Nobunaga quien pusiera fin al shogunato Ashikaga. Supo establecer las alianzas oportunas y adoptar nuevas técnicas de combate (como la carga por relevos en el tiro con arcabuz, adelantada en un par de decenios a su uso en Europa), que le encumbraron tanto como su implacable ferocidad. Terminó asesinado por uno de sus propios hombres, y le sustituyó otro de ellos, Toyotomi Hideyoshi, un gran estratega que continuaría su cometido, aunque primando la negociación, hasta unificar todo Japón. Hideyoshi imprimió un impulso sustancial a la figura del samurái que se completaría en la era siguiente. Emitió en 1588 una orden, denominada “caza de espadas”, por la que se requisaban todas las armas que estuviesen en manos de campesinos. Con ello se anulaba la posibilidad de rebelión de la plebe. En adelante, llevar espadas sería un privilegio exclusivo de los samuráis, cuya clase se erigía, además, en hereditaria. Tres años después reforzó la iniciativa con el Edicto de separación. Con él se obligaba a samuráis y ashigaru (que pasaban a integrar la casta samurái como clase baja) a instalarse en el castillo de su señor. El campesinado, en cambio, debía permanecer en el campo y tenía prohibido el acceso a la profesión militar. No dejaba de ser irónico que fuese precisamente Hideyoshi, hijo de un campesino, quien cerrase las puertas del progreso social a su propia gente. Incluso si se daba el reclutamiento forzoso de campesinos en casos excepcionales, como sucedió con la invasión de Corea el mismísimo año siguiente, nunca más uno
De los daimyo rivales a fines del siglo xvi, sería el pragmático Oda Nobunaga quien pusiera punto final al shogunato
de ellos podría ascender como lo había hecho él en la escala social.
De guerreros a burócratas
Su última etapa como gobernante fue un despropósito de cruentas campañas militares en el exterior. Murió sin ver cumplido su quimérico objetivo de conquistar China. En medio del vacío de poder, se reanudaron los enfrentamientos entre daimyo. Poco después, Tokugawa Ieyasu derrotaba a todos los contendientes y era nombrado shogun en 1603. Daba comienzo una larga etapa de paz, muy próspera en lo que al estatus del samurái respecta, pero también profundamente transformadora de su perfil. La era Tokugawa supondría una metamorfosis del guerrero en burócrata.
Los descendientes de Ieyasu, intentando hallar el modo de controlar a los daimyo, consolidaron el nuevo modelo social, basado en el confuciano, en auge por aquel entonces. Credo fuertemente elitista, el neoconfucianismo del shogunato demandaba de cada clase una entrega total a la superior. Valoraba el trabajo agrícola, pero despreciaba toda ocupación relacionada con el enriquecimiento. Así pues, el orden jerárquico japonés quedó compuesto por nobles y clero, samuráis, campesinos, artesanos y comerciantes. De pronto, los antaño plebeyos samuráis conformaban una clase privilegiada. Los campesinos debían arrodillarse ante ellos, y un guerrero tenía derecho a matar a un inferior si se sentía agraviado, sin que ello tuviera consecuencias. En realidad, los samuráis se habían convertido en simples asalariados, con privilegios, sí, pero siempre al mando de su señor. Si en otros tiempos se les recompensaba con pequeñas tierras, ahora pasaban a percibir una remuneración fija en arroz. Estas retribuciones variaban en gran medida entre los samuráis de clase alta y los de clase baja, y se prohibió incluso el matrimonio entre miembros de ambos sectores, lo que acentuó las diferencias en el seno de la casta guerrera.
Los samuráis que habían tenido la suerte de caer en la nueva definición de la élite disfrutaron de una cómoda existencia. Pero hubo miles que no encajaron en ese sistema. Fueron los llamados ronin. El daimyo al que servían había muerto en la guerra contra los Tokugawa
o se había empobrecido tanto que sus guerreros se veían obligados a abandonarle. Algunos regresaron a los orígenes convirtiéndose en campesinos, otros se transformaron en monjes, soldados de fortuna o incluso bandidos. Mientras tanto, los samuráis en activo iban acusando la nula función militar. Su
alfabetización era casi total, y su trabajo consistía básicamente en tareas de administración para el bakufu o el daimyo al que servían. Su vida se volvía tremendamente aburrida, y sus aptitudes castrenses menguaban con el tiempo. Hombres de acción como habían sido, muchos buscaron refugio en la esgrima, con lo que
proliferaron las escuelas de artes marciales, y el bakufu resolvió hacer la vista gorda ante los duelos que se celebraban de forma clandestina.
Había sido el propio gobierno el que instó a los samuráis en un edicto de 1615 a dedicarse a actividades como la esgrima, la arquería, la hípica o la literatura clási