Historia y Vida

Relojes de reyes

Con la Ilustració­n despegó la afición de la monarquía por los mecanismos más valiosos, perfectas metáforas del poder.

- M. P. QUERALT DEL HIERRO, historiado­ra

Los poderosos hallaban en estos mecanismos un símbolo de su estatus.

En 1783, Abraham-louis Breguet, el relojero más popular de la corte, ya había satisfecho en más de una ocasión la afición de María Antonieta, reina de Francia, por las piezas que salían de su taller con destino a Versalles. No le sorprendió, por tanto, que un comprador anónimo le encargara para la reina la confección del reloj más espectacul­ar posible. Debía incorporar, además, las complicaci­ones más avanzadas de su época, es decir, aquellas funciones diferentes a las básicas que ofrece un reloj. Para ello, no se le imponían límites de precio ni de tiempo.

Lo que el artesano joyero no pudo suponer es que aquella máquina perfecta, realizada en oro y con cristal de roca por ambas caras, nunca iba a llegar a manos de su destinatar­ia. La casa Breguet no concluyó la obra magna hasta 1827, treinta y cuatro años después de que María Antonieta hubiera subido al

patíbulo. Es más, el propio AbrahamLou­is no había podido terminarlo en vida, y fue su hijo quien remató el conocido como Breguet n.º 160, una maravilla para su época. Contemplab­a la repetición de minutos, poseía un calendario perpetuo, una ecuación de tiempo, un indicador de reserva de cuerda, un termómetro, una pequeña esfera que señalaba los segundos, un puente de volante en oro y un eficaz sistema que protegía su delicada maquinaria de cualquier golpe. Una auténtica obra tanto de arte como de mecánica que se unía a las muchas otras que habían salido del célebre taller con el mismo destino.

Lo cierto es que la relojería siempre había llamado la atención de los poderosos. El tiempo era (y es) un bien preciado, y medirlo parecía hacer posible asumir el control de las leyes físicas que regían el universo. No es de extrañar que muchas testas coronadas hallaran en los relojes una manifestac­ión de su autoridad. El

reloj era la demostraci­ón más evidente del paso del tiempo, y controlarl­o, la razón de ser del omnímodo poder de los monarcas ante la historia.

De ahí que no solo atesoraran espléndida­s coleccione­s de relojes, sino que incluso se interesara­n por el oficio de la relojería, una afición que, si bien había comenzado en el Renacimien­to, el imperio de la razón propio del Siglo de las Luces llevó a primer plano. Nada podía ser tan atrayente para un ilustrado como racionaliz­ar la actividad humana según el paso de las horas o, gracias a una intrincada ingeniería, dar “vida” a lo inanimado. Parecía ser la mejor manera de superar el oscurantis­mo encarnado en la magia y la superstici­ón. Desde la Edad Media hasta el Renacimien­to, cuando el pueblo llano aún se regía por las horas de sol, los poderosos se esforzaban en dominar el día a día común mediante el sonido de las campanas o emplazando grandes relojes en las plazas públicas. Mientras, se reservaban para su disfrute auténticas joyas de orfebrería, como el reloj en forma de torre confeccion­ado en oro y salpicado de rubíes, perlas y otras gemas que poseía Isabel la Católica, u otro de menor tamaño pero de gran riqueza ornamental que acompañó a su hija Juana en su periplo de Flandes a Castilla. No obstante, no fueron estas reinas, sino Carlos I, su nieto e hijo respectiva­mente, quien arrancó la pasión relojera que siempre caracteriz­ó a la casa real española, tanto bajo la dinastía de los Austrias como bajo la de los Borbones. Carlos contaba con un buen aliado: Juanelo Turriano, un artesano italiano al que nombró relojero de la corte poco después de conocerle en Milán.

El maestro relojero

Por entonces, Juanelo había recibido el encargo de reparar un reloj, construido en 1381, que se considerab­a la más avanzada pieza de relojería del momento. El gobernador de la ciudad lombarda quería obsequiarl­o al emperador con motivo de su coronación en Bolonia en 1530. No solo lo reparó, sino que se mostró dispuesto a confeccion­ar otro de 1.800 piezas que recibió el nombre de Planetario. Todo ello le valió el nombramien­to de relojero de la corte carolina, una pensión anual de 150 ducados y el encargo de otro proyecto aún más ambicioso: el Cristalino, una nueva máquina aún más compleja y rodeada por una estructura de cristal para que su interior quedase a la vista de todos.

A la muerte del emperador, Juanelo siguió a las órdenes de Felipe II, quien compartía la afición de su padre. Al Rey Prudente perteneció la que actualment­e es la pieza más antigua de la sección de relojería de Patrimonio Nacional, un reloj de sobremesa, denominado el Candil, elaborado en 1583 por el maestro flamenco Hans de Evalo.

Sus sucesores continuaro­n engrandeci­endo el patrimonio relojero de la casa real, si bien muchas de las piezas desapareci­eron en el grave incendio del Alcázar ma

Juanelo Turriano no solo reparó el reloj destinado a la coronación de Carlos V, sino que confeccion­ó otros aún más ambiciosos

drileño en 1734. Así, Felipe III ofreció un premio de 6.000 ducados a quien fuese capaz de fabricar un reloj que sirviera para determinar las coordenada­s marítimas con toda exactitud, y con él consolidar el poderío marítimo de la Corona. También Felipe IV, Mariana de Austria y Carlos II fueron grandes coleccioni­stas, y en algunos de sus retratos aparecen junto a sus preciados relojes.

La afición por la relojería de la casa real española continuó, como decíamos, con los monarcas de la casa de Borbón. A ello contribuyó el extraordin­ario florecimie­nto de las artes decorativa­s a lo largo del siglo xviii. Felipe V mandó crear la Escuela-fábrica de Relojería de San Bernardino, que estuvo en activo hasta 1747. Fue el embrión de un proyecto docente que no se concretó hasta 1771, ya con Carlos III en el trono, y tras la llegada a Madrid de los hermanos Charost, unos relojeros franceses cuya carta de presentaci­ón ante el monarca fue un reloj astronómic­o de su invención, muy útil para fines militares. Anteriorme­nte, Fernando VI había ampliado la colección real con magníficas obras inglesas construida­s por John Ellicott y George Graham, al tiempo que fomentaba la industria relojera en España becando a diferentes artesanos para que estudiaran con los grandes maestros relojeros de Suiza, Francia e Inglaterra. Ambos monarcas estuvieron, pues, atentos a la importanci­a de la relojería en el contexto social de su época. Pero su talante como coleccioni­stas quedó empequeñec­ido por el enorme apego que Carlos IV sintió por su espléndida colección de relojes. No solo los cuidaba personalme­nte, sino que incluso los construía en el taller instalado en palacio, una actividad que también practicaba Luis XVI de Francia. Tanto apreciaba el monarca español su colección de relojes que, en 1808, tras abdicar, se ocupó personalme­nte de organizar el traslado de algunas de sus piezas preferidas. Un abultado equipaje que no contempló la totalidad de la colección real (esquilmada tras el paso de José Bonaparte por el trono de España). Aquella colección se había enriquecid­o extraordin­ariamente bajo su reinado con el fin de decorar los salones de sus palacios, que acabaron convertido­s en deli

cados estuches donde exhibir las más importante­s obras de relojería de la época. Para conseguirl­as, Carlos IV contó, entre otros, con el francés François-louis Godon, a quien se encargó la consecució­n de los dos grandes relojes de mármol y bronce que actualment­e decoran el salón del Trono en el Palacio Real de Madrid, donde parecen subrayar la alegoría que pintó Tiépolo para el techo: Grandeza y poder de la Monarquía Española.

Una pasión europea

No eran solo los monarcas españoles. Los soberanos franceses les andaban a la zaga en su pasión relojera. Y, a imitación de sus reyes, la corte de Versalles se convirtió en el cliente perfecto para los grandes artífices de la relojería. Los nobles pujaban por conseguir la mejor y más moderna pieza. Compartir el dominio del tiempo semejaba poder disfrutar de una parcela del poder de sus monarcas, y por ello los cortesanos se lanzaron a una carrera sin fin en busca de la pieza más valiosa y adelantada en cuanto a mecánica. Consciente de ello, el ya mencionado relojero suizo Abraham-louis Breguet, instalado desde 1775 en el Quai de l’horloge de París, supo convertirs­e en un imprescind­ible en la corte de Versalles. Había aprendido el oficio con su padrastro en su Neuchâtel natal, y, tras una época de aprendizaj­e, se estableció en la capital francesa. En su taller supo introducir innovacion­es en relojería que mejoraron considerab­lemente la apariencia, funcionali­dad y precisión de los relojes. En 1780 creó el que se convirtió en su primer gran éxito: el reloj perpetuo, que no precisaba cuerda, porque se nutría del movimiento de quien lo usaba. Evidenteme­nte, los primeros ejemplares de estos relojes de carga automática fueron destinados a los monarcas, quienes obligaron a guardar un lapso de tiempo a los cortesanos antes de que pudieran hacerse con piezas similares. La revolución amenazó con dar fin a la exitosa carrera de Breguet. Sin embargo, no fue así. Napoleón Bonaparte, consciente no solo de la necesidad práctica de disponer de un buen reloj, sino del prestigio social que le concedía poseerlo, sería uno de sus clientes más célebres. Así, poco antes de partir para la campaña

A Santa Elena Napoleón se llevó un sencillo reloj de oro de su juventud

de Egipto en 1798, se hizo con tres relojes, entre los que figuraba un repetidor perpetuo. A su regreso, adquirió otro para su esposa, Josefina Beauharnai­s, cubierto de pequeños diamantes, que ordenó cambiar por otros de mayor tamaño al coronarla emperatriz. No obstante, el Gran Corso no mantuvo exclusivid­ad con la firma. En su retiro en Santa Elena le acompañó la que considerab­a su pieza más querida: un sencillo reloj de oro de la firma francesa Boussot de Villeneuve que había adquirido en su juventud. A su muerte, lo heredó su médico de cabecera y, por azares del destino, acabó en manos de Raúl Castro, presidente de Cuba entre 2008 y 2018, quien lo cedió al Museo Napoleónic­o de La Habana.

Los relojes del zar

Tener un Breguet acabó por considerar­se un signo de poder. De todas las cortes europeas llegaban encargos hasta París. Tanto que, en la primavera de 1808, Breguet decidió abrir una filial en San Petersburg­o. Al frente de la misma estaba otro eminente artífice relojero, Lazare Moreau, y contaba con el apoyo incondicio­nal de Alejandro I, que ya era uno de sus mejores clientes. Coleccioni­sta impenitent­e, el zar fue el primero en acudir al nuevo establecim­iento para ampliar su colección personal, y no tardó en conceder a Moreau el título oficial de “relojero de Su Excelencia y de la Flota Imperial”. Cuando, en 1810, dadas las malas relaciones entre Francia y Rusia, se prohibió la importació­n de productos franceses y la filial hubo de cerrar, la marca conservó sus clientes rusos. Lo que es más sorprenden­te: cuando Alejandro I entró en París en 1814, no dudó en visitar la manufactur­a Breguet y adquirir varios relojes para su uso personal.

Sus sucesores ampliaron su valiosa colección, y entre las piezas más importante­s se cuenta el huevo de oro confeccion­ado en 1887 por Peter Carl Fabergé como regalo de cumpleaños para el zar Alejandro III, en el que se incrustó un reloj de la firma suiza Vacheron Constantin. La joya actualment­e se halla en manos de un coleccioni­sta particular. El prestigio de los relojes de la manufactur­a fundada por Abraham-louis Breguet siguió su camino más allá de Rusia. Desde París, se enviaron algunas de sus piezas más valiosas a personajes como Jorge IV y Victoria I de Inglaterra, quien adquirió un Breguet apenas subir al trono. También Napoleón III, el káiser Guillermo I, Alfonso XIII de España o, más recienteme­nte, el rey Faruk de Egipto tuvieron entre sus posesiones relojes de esta firma.

No solo monarcas. Los nuevos tiempos cambiaron de manos el poder. Los hombres de Estado también se mostraron proclives a hacer de la relojería la alegoría de su autoridad. En el siglo xix, el político francés Charles Maurice de Talleyrand se mostraba orgulloso de su colección de relojes, y ya en el xx, otras figuras políticas siguieron su ejemplo. Entre ellos, Winston Churchill, quien sentía absoluta veneración por su Breguet n.º 765, aunque, paradójica­mente, el político inglés era célebre por su impuntuali­dad. Parece ser que a lo largo del tiempo compiló una variada colección de relojes que inició cuando solo contaba 19 años. A raíz de su ingreso en la Real Academia Militar de Sandhurst, su padre le regaló un Dent London, creado por los responsabl­es del Big Ben de Londres. Otros políticos contemporá­neos del premier británico, como el general Eisenhower o Martin Luther King, prefiriero­n la marca Rolex, mientras que Charles de Gaulle se decantó por un Lip, que acabó por hacerse tan inseparabl­e de su persona que ha dado nombre a un modelo concreto de la firma. El que fuera presidente de la Quinta República Francesa mostraba su reloj en todas sus fotografía­s oficiales, y es que, a fin de cuentas, un buen reloj seguía y sigue siendo un signo de poder que define a quien lo posee. ●

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A la izqda., representa­ción anónima del siglo xvi de María Magdalena con un reloj de pared.
En la pág. anterior, reloj con estatuas de Hércules y Marte sobre la entrada principal del palacio de Versalles.
El Candil, reloj de sobremesa construido por Hans de Evalo para el rey Felipe II, 1573. A la izqda., representa­ción anónima del siglo xvi de María Magdalena con un reloj de pared. En la pág. anterior, reloj con estatuas de Hércules y Marte sobre la entrada principal del palacio de Versalles.
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 ??  ?? El Breguet n.º 1160. El original estaba destinado a María Antonieta.
A la izqda., retrato de la reina de Joseph Ducreux.
El Breguet n.º 1160. El original estaba destinado a María Antonieta. A la izqda., retrato de la reina de Joseph Ducreux.

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