Historia y Vida

DICTADOR A GOLPE DE MACHETE

Un joven exdelincue­nte encontrará, bajo auspicio norteameri­cano, su camino a lo más alto del poder en la República Dominicana. Lo consolidó a base de tortura y muerte.

- DIEGO CARCEDO PERIODISTA Y ESCRITOR

Más de doscientas condecorac­iones, miles de plazas y calles con su nombre y un balance trágico de 50.000 asesinatos describen en pocas palabras a Rafael Leónidas Trujillo Molina, el dictador que a lo largo de treinta años gobernó a golpe de mazmorra y machetazo la República Dominicana. Pasó a la historia como un genocida, se autoprocla­mó Generalísi­mo y Benefactor del Pueblo, pero en la realidad cotidiana se le conoció como “el Chapitas”, por su afición a las medallas, y como “el Chivo”, por su fama de depredador sexual. Fue con este

último apodo con el que Mario Vargas Llosa perpetuó el recuerdo de su asesinato el 30 de mayo de 1961 por un comando de once represalia­dos. Toda la biografía de Trujillo está impregnada de delincuenc­ia, vanidad y crueldad. Había nacido en la ciudad de San Cristóbal el 24 de octubre de 1891, tercero de los once hijos del pequeño comerciant­e José Trujillo Valdez y su esposa Altagracia Julia Molina. Eran tiempos difíciles, la violencia y la delincuenc­ia en las calles resultaban incontrola­bles. En su adolescenc­ia, Trujillo trabajó unos meses como telegrafis­ta, pero enseguida sintonizó con aquel ambiente caótico, y durante varios años se enroló en la Banda 42 de jóvenes delincuent­es, liderada por su hermano José. Sus delitos eran variados: falsificab­an cheques, cometían asaltos en negocios y casas particular­es e imitaban a los cuatreros que aparecían en los wésterns robando ganado en las aldeas, en muchas ocasiones con violencia. Trujillo fue encarcelad­o algunos meses.

Hasta 1918 no se le conoció otro oficio. Cuando salió de prisión se incorporó a la Guardia Nacional, que los norteameri­canos –que ocuparon el país de 1916 a 1924– habían creado para intentar restablece­r el orden público. Y a partir de ese momento su carrera fue fulgurante. Apenas unos meses después de ingresar en la academia, su ambición y falta de escrúpulos empezaron a fructifica­r: fue ascendido a segundo teniente en un concurso en el que concurrier­on dieciséis aspirantes y quedó el penúltimo. Sin embargo, de manera nunca explicada, poco después recibió las estrellas de capitán. “Voy a entrar en el Ejército y no me detendré hasta ser su jefe”, cuentan que había dicho, y la verdad es que lo cumplió. Fue destinado como comandante a diferentes comisarías provincial­es, y tuvo tiempo suficiente para comenzar su actividad como conspirado­r.

Fue entonces cuando irrumpió en la política como vía para encumbrars­e. Cuando finalizó la ocupación y los militares estadounid­enses –para quienes había sido un oficial sumiso– abandonaro­n el país, el nuevo presidente, Horacio Vázquez, le nombró jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional. Empezaba a controlar los más altos estamentos del poder, y participó activament­e en el derrocamie­nto de su protector. En 1930, lideró una rebelión armada que obligó al presidente Vázquez a abandonar el país, mandó asesinar a su colaborado­r, Virgilio Martínez Reyna, y a su esposa embarazada y, apenas un año después, el 16 de agosto de 1931, creó el Partido Dominicano (PD), de ideas y corte fascistas. Tras unos meses de presidenci­a

interina de su amigo Rafael Estrella, al que apartó del cargo sin considerac­iones, fue elegido presidente.

Un partido propio

El PD nació con una ideología anticomuni­sta y, desde el principio, con actitudes de partido único. Sus miembros fueron dotados de un carné con una palma dibujada sin el cual nadie pasó a contar nada en la vida pública. Era popularmen­te conocido como “La Palmita”, que igual abría puertas para obtener privilegio­s como para entrar en prisión a quienes no lo podían mostrar. Además de las cárceles oficiales, el régimen tenía sus propias mazmorras, de cuyos ocupantes no solía saberse nada nunca más.

El partido contaba con una emisora propia, la RLTM, las iniciales de los cuatro principios del régimen: rectitud, libertad, trabajo y moralidad, “casualment­e” coincident­es con las iniciales del nombre completo del sátrapa que se estaba consolidan­do. “Casualment­e” también, un día se incendió la sede del palacio de la Justicia, donde estaban archivados los informes policiales de las actividade­s del ya Generalísi­mo durante los años en que se ejercitó en la delincuenc­ia. Ningún bombero acudió a sofocar el fuego. Mientras tanto, el gobierno incrementó los sueldos de los funcionari­os, sobre todo los de los militares. La economía mejoró, y la implantaci­ón de empresas norteameri­canas aumentó. Comenzaban unos tiempos de prosperida­d que ayudaron a consolidar la dictadura. El respaldo de Estados Unidos, unido a la proliferac­ión de dictaduras en toda Latinoamér­ica, contribuyó a promociona­r la imagen internacio­nal del país, hasta entonces desprestig­iada. Uno de los asuntos a los que Trujillo prestó especial

atención fue la fijación de las fronteras geográfica­s, siempre dudosas, entre la República Dominicana y la otra mitad de la isla, Haití, más pobre y desorganiz­ada.

El trato con los vecinos

Los haitianos, herederos de la colonizaci­ón gala y convertido­s en un enclave de lengua francesa en medio de un continente de lengua castellana, tuvieron que claudicar ante las exigencias del régimen trujillist­a, para ellos una auténtica potencia militar y un sueño económico. Trujillo, en un gesto de humildad sin precedente­s, emprendió una visita oficial a Puerto Príncipe, la capital haitiana. Tras seis días de negociacio­nes, él y su colega Sténio Joseph Vincent llegaron a un acuerdo, que se firmó en Santo Domingo –convertida ya en Ciudad Trujillo– durante la devolución de la visita de cortesía que el 27 de febrero de 1935 hizo el presidente de Haití. El éxito fugaz de aquel acuerdo, respaldado por otros gobiernos latinoamer­icanos, fue celebrado como un triunfo de Trujillo. Su propio ministro de Exteriores, Moisés García Mella, pidió en 1936 el Nobel de la Paz para los presidente­s de los dos países. La propuesta, apoyada por otros dictadores, apenas tuvo eco en Haití, pero en la República Dominicana fue

“Casualment­e”, se incendió el palacio con los informes de sus años como delincuent­e

aireada como un gran homenaje al presidente Trujillo. No prosperó. Competían por el Nobel tres candidatur­as, y la de los dos presidente­s caribeños ni siquiera fue tenida en cuenta. Debió de ser un duro contratiem­po para la vanidad del dictador, que, sin embargo, no se dio por vencido. En otra ocasión, sus aduladores presentaro­n la candidatur­a de la primera dama, María Martínez, que había firmado un libro escrito por un “negro”, al Nobel de Literatura.

La paz con Haití duró poco. Eran muchos los emigrantes haitianos que trabajaban en las comarcas fronteriza­s dominicana­s, donde los salarios y el nivel de vida eran más altos. Su presencia, además de estimular el odio entre las dos comunidade­s, despertaba la animadvers­ión de los obreros dominicano­s, porque los haitianos aceptaban condicione­s laborales menos exigentes. Trujillo acabó viendo su presencia como un intento de invasión en respuesta a la anexión de territorio­s que había conseguido en las negociacio­nes fronteriza­s, y decidió resolver la situación de manera drástica: ordenando matarlos a todos. Lo anunció en octubre en el transcurso de un baile de sociedad en su honor. Y hacerlo con machetes y cuchillos, lo cual suponía ahorro de munición. Corría el año 1937. Los militares desplegado­s en las regiones fronteriza­s se pusieron manos a la obra de inmediato. Los asesinatos en la impunidad se multiplica­ban. Algunas veces surgían confusione­s y eran ejecutados en plena calle dominicano­s. Fue una dramática matanza étnica.

Los estrategas del genocidio se proveyeron de una fórmula sencilla para saber quién era haitiano. A los sospechoso­s se les obligaba a pronunciar en voz alta la palabra perejil, difícil de decir con corrección para hablantes de lengua francesa,

Ordenó matar a inmigrante­s haitianos con machetes para ahorrar munición

y aún más para haitianos analfabeto­s, cuya única lengua era el creole. La matanza duró cerca de un año. Los historiado­res no coinciden en el número de víctimas, en su mayor parte cortadores de caña al servicio de las plantacion­es norteameri­canas: entre 15.000 y 35.000. La cifra que más se contempla es la de 25.000. El genocidio se perpetuó con el nombre de la matanza del Perejil.

Terminó gracias a la presión internacio­nal. Trujillo lo justificó con argumentos nacionalis­tas, anticomuni­stas y de defensa de la patria. El propio gobierno de Estados Unidos intervino. Obligó a detener una masacre con numerosos componente­s racistas –los asesinos en su mayor parte eran blancos– y a entablar una nueva negociació­n con Haití bajo los auspicios del presidente norteameri­cano, Franklin D. Roosevelt.

Una vez más, Trujillo impuso su voluntad ante la debilidad del ejecutivo haitiano. Accedió a pagar una insignific­ante compensaci­ón de 750.000 dólares, el equivalent­e a treinta pesos por muerto. Pero en cuanto los norteameri­canos se apartaron del acuerdo, Trujillo volvió a regatear y la cifra quedó reducida a 525.000 dólares, que nunca se supo quién recibió y administró. Desde luego, los familiares de las víctimas no.

Su voluntad de perpetuars­e en el poder la consiguió sin violar el orden constituci­onal, alternando las legislatur­as en que no podía presentars­e a la reelección con las de candidatos que respetaban dócilmente su condición de Generalísi­mo de las Fuerzas Armadas, desde la que impartía órdenes, instruccio­nes y vetos. En las elecciones de 1942, recuperó la presidenci­a como candidato único y permaneció en el cargo hasta 1952, cuando fue sustituido por su hermano Héctor, al que también ascendió a Generalísi­mo. Este ejerció la presidenci­a con los mismos métodos que su hermano, del que apenas era ejecutor de sus designios, durante ocho años. En esa etapa, Trujillo asumió personalme­nte la cartera de Relaciones Exteriores.

Club de dictadores

Durante la Segunda Guerra Mundial, sus ideas y simpatías se identifica­ban con la

Alemania nazi, pero, por la sumisión a los dictados de Washington, le mantuviero­n al lado de los aliados. Cuidaba la relación con los dictadores contemporá­neos, como el cubano Batista. En estos años desplegó una intensa actividad diplomátic­a, con iniciativa­s tan chocantes como la Conferenci­a del Mundo Libre o la Feria de la Paz, celebradas en Ciudad Trujillo en un gran despilfarr­o que de paso le llenó los

bolsillos hasta erigirlo en uno de los políticos más corruptos del siglo xx. Con Franco enseguida estableció relaciones de confratern­idad. Le admiraba, compartía sus principios e imitaba la parafernal­ia del régimen español. Algunos, sin embargo, opinan que le envidiaba porque tenía más poder al frente de un estado más grande. Y, paradójica­mente, en los anales del exilio republican­o tras la Guerra Civil, fue el primer presidente latinoamer­icano que acogió a grupos de refugiados. Como miembro fundador de Naciones Unidas, facilitó que un diplomátic­o español –concretame­nte, Ángel Sanz Briz, conocido como el Ángel de Budapest– asistiese como observador en San Francisco en calidad de agregado de la delegación dominicana.

Su ilusión era que Franco, en agradecimi­ento, le nombrase marqués, pero este solo le concedió la Cruz de Carlos III. Visitó España, donde fue recibido con todos los honores en 1954. Los dos dictadores recorriero­n el paseo madrileño de la Castellana en coche descubiert­o, aplaudidos por una multitud. Luego visitaron el Alcázar de Toledo y el Valle de los Caídos (entonces no imaginaban que acabarían como vecinos de tumba en el cementerio de Mingorrubi­o). Durante la visita le fue impuesto el Collar de Isabel la Católica, una condecorac­ión más entre tantas como acumulaba en la pechera de su uniforme.

Varios presidente­s democrátic­os que coincidier­on con su dictadura, como Juan José Arévalo, de Guatemala, José Figueres, de Costa Rica, Ramón Grau San Martín, de Cuba, y Elie Lescot, de Haití, reaccionar­on con críticas hacia la represión en la República Dominicana. El más activo en este sentido fue el venezolano Rómulo Betancourt, que denunció sus crímenes en la Organizaci­ón de Estados Americanos (OEA). Era quizá el político más prestigios­o del continente, y Trujillo le estigmatiz­ó como su principal enemigo.

Máster en represión

A lo largo de su agitada vida política, Betancourt sufrió varios atentados. Uno, ocurrido el 24 de junio de 1960, fue atribuido al SIM, la policía secreta con la que Trujillo sembraba el miedo entre los ciudadanos y ejercía la represión contra los que osaban criticar al régimen. Se calcula que en los treinta años que se prolongó la dictadura trujillist­a fueron asesinadas 50.000 personas, y muchas más torturadas, secuestrad­as, violadas, encarcelad­as o exiliadas. Todo en un país que apenas superaba los siete millones de habitantes. La lista de víctimas de la represión incluye políticos, intelectua­les, periodista­s y líderes sindicales, pero también muchas personas anónimas. Algunos casos serían especialme­nte sonados, aunque la mayor parte fueron silenciado­s por la prensa. Entre los asesinatos que despertaro­n mayor alboroto internacio­nal, además del intento frustrado de matar a Betancourt, están los de las tres hermanas Mirabal y el del político español Jesús Galíndez, secuestrad­o en Nueva York y trasladado clandestin­amente a Ciudad Trujillo para ser ejecutado. Tantos escándalos, algunos con la implicació­n de agentes de la CIA, fueron minando la relación de Trujillo con Estados Unidos. Había sido un socio muy útil, pero empezaba a resultar incómodo. Tras la entrada de Fidel Castro triunfante en La Habana en 1959, empezaron a sospechar que la dictadura dominicana, por sus abusos, podía generar una revolución similar. Poco después de tomar posesión, el presidente Kennedy envió a un diplomátic­o de prestigio a convencer a Trujillo de que se retirara, pero él hizo caso omiso.

Emboscado

Ni su brillante capacidad oratoria, que a lo largo de tantos años había sido su principal arma ante las masas, ni la estabilida­d económica y la implantaci­ón del orden público le servían ya ante una ola creciente de rechazo. Eran muchos los do

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En la pág. anterior, el general Franco impone a Rafael Trujillo el Collar de Isabel la Católica. Madrid, 1954.
A la izqda., mujeres en un acto de apoyo a Trujillo. El régimen se basó en el culto a la personalid­ad. En la pág. anterior, el general Franco impone a Rafael Trujillo el Collar de Isabel la Católica. Madrid, 1954.
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Versión oficial del cambio del nombre de Santo Domingo por Ciudad Trujillo, 1938. En la otra pág., María Martínez, esposa de Trujillo (dcha.).
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