Historia y Vida

VIENEN CURVAS

Las primeras estatuas griegas se esculpían para hombres que contemplab­an la belleza de otros hombres. Praxíteles rompió moldes y codificó una nueva mirada masculina.

- ANA ECHEVERRÍA ARÍSTEGUI PERIODISTA

Se llamaba Mnésareté, “conmemorad­ora de la virtud”, pero solo su nombre artístico, Friné, resonaba en toda Grecia. Era una hetaira, una prostituta de lujo, la más afamada de su tiempo. Hacia el año 350 a. C. se metió en un buen lío: un amante la acusó de impiedad, no queda claro si por haber desvelado detalles de los misterios de Eleusis, por haber parodiado irrespetuo­samente dicho rito o, simplement­e, por haber tolerado que se la comparase con la diosa Afrodita. Se trataba de un crimen gravísimo, penado incluso con la muerte, tal como le había ocurrido a Sócrates cincuenta años atrás. Lo que sucedió en el juicio varía según quién lo cuente. Según la versión más picante, a Friné la defendió Hipérides, uno de los diez mejores oradores áticos de la Antigüedad, pero su legendaria elocuencia cayó en saco roto. Como último recurso para salvar a su defendida, Hipérides la despojó de su túnica ante el tribunal, mostrándol­a en todo su esplendor. Los sabios varones de Atenas la declararon inocente al instante. La anécdota, verídica o no, podría indicar algo más que una súbita concentrac­ión del riego sanguíneo del jurado en zonas

de su anatomía alejadas del cerebro. La belleza, en la Grecia clásica, era sinónimo de virtud. Lo había sido, al menos, durante cuatro largos siglos en el caso de los hombres, que exhibían al desnudo sus habilidade­s deportivas en la palestra. En el arte, como sucede generalmen­te en el cine actual, los héroes helenos eran musculosos, proporcion­ados, eternament­e jóvenes. En cambio, los rasgos poco agraciados de extranjero­s o sátiros evidenciab­an su podredumbr­e moral.

El caso de las mujeres siempre fue más complicado. Las atenienses respetable­s se cubrían con velo y apenas salían del gineceo. Sus equivalent­es de piedra no eran, al principio, menos recatadas. Durante la época arcaica, mientras los cementerio­s se llenaban de kuroi, solemnes esculturas funerarias de muchachos en cueros, sus variantes femeninas, las korai, no insinuaban ni una curva bajo el peplo y el quitón. Las más antiguas parecen cilindros drapeados. En las escasas ocasiones en que un ceramista, por exigencias narrativas, se anima a representa­r una mujer desnuda, parece estar dibujando, en realidad, un hombre con pechos, a juzgar por detalles como los abdominale­s o la anchura de los hombros.

Con la llegada de la era clásica, el ideal masculino gana naturalida­d y se vuelve cada vez más deslumbran­te en su orgullo nudista. El femenino, reservado a diosas y cariátides, evoluciona con timidez. Caderas y muslos van revelando sus formas bajo los pliegues de las túnicas, particular­mente en las representa­ciones de Afrodita. Y, de golpe, la revolución. Un escultor, de nombre Praxíteles, tiene la descabella­da ocurrencia de cincelar una Afrodita completame­nte desnuda, inequívoca­mente sensual. Su feminidad es genuina: hombros estrechos, cuello flexible, vientre redondeado, cadera arqueada con languidez para apoyar el peso suavemente sobre una pierna. Se trata de la célebre curva praxitelia­na, un truco compositiv­o que el artista ha empleado ya con éxito en sus atletas, pero que acentúa su redondez al aplicarlo a las formas femeninas. El artista se ha basado, con toda probabilid­ad, en una modelo de carne y hueso. ¿Adivinan su nombre? Friné, la hetaira que eludió una condena gracias a la perfección de su cuerpo. Praxíteles ofrece la estatua a la ciudad de Cos, que la rechaza y adquiere, en su lugar, una versión vestida. En la mitología griega, las diosas suelen castigar con crueldad a los mortales que las sorprenden desnudas, ¿para qué correr el riesgo? Finalmente la compran los ciudadanos de Cnido, al parecer menos aprensivos. La noticia corre como la pólvora y, lejos de atraer la ira divina a la ciudad, atrae a una riada de viajeros deseosos de contemplar a la diosa desde todos los ángulos, lo cual no es difícil, dado que preside un tolos, un templo de planta circular. Circulan chascarril­los irreverent­es. “Paris, Adonis y Anquises me vieron desnu

Durante la época arcaica, las korai no insinuaban ni una curva bajo el atuendo

da, esto es todo lo que sé, pero ¿cómo lo consiguió Praxíteles?”, se pregunta Afrodita en un epigrama de Antípatro. Según un rumor, un joven se arroja al vacío desde un acantilado tras pasar una noche loca con la estatua, que deja en el muslo de esta una mancha visible. La escultura original fue trasladada a Constantin­opla por el emperador Teodosio y ardió durante los disturbios de Niká, en 532. El modelo, sin embargo, perduró. Se conservan más de una decena de copias, romanas en su mayoría, e infinidad de variacione­s del concepto inicial. ¿Qué la hace tan irresistib­le? La mirada masculina. La diosa se sabe sorprendid­a por un espectador. Su gesto al taparse el pubis parece pudoroso, pero revela más de lo que esconde. Una de sus variantes, la Afrodita de Menofanto, es aún más ambigua: ¿se cubre un seno o se señala un pezón? No es casualidad que este juego visual se populariza­ra en el siglo iv a. C., exactament­e en la época en que las hetairas se convirtier­on en sex symbols internacio­nales, una celebridad conquistad­a a golpe de erotismo, desde la vulnerabil­idad de quien no ha tenido otro modo de acceder a la esfera pública. “No es no”, el lema de las mujeres del siglo xxi, nunca fue el de las Venus clásicas. ●

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 ??  ?? Frasiclea, una koré (escultura femenina arcaica) de Aristión de Paros, siglo vi a. C.
A la dcha., copia de los siglos i-ii de la Afrodita de Cnido de Praxíteles (s. iv a. C.).
En la pág. siguiente, la Afrodita de Menofanto, basada en la de Cnido, siglo i a. C.
En la pág. anterior, detalle de esta misma escultura.
Frasiclea, una koré (escultura femenina arcaica) de Aristión de Paros, siglo vi a. C. A la dcha., copia de los siglos i-ii de la Afrodita de Cnido de Praxíteles (s. iv a. C.). En la pág. siguiente, la Afrodita de Menofanto, basada en la de Cnido, siglo i a. C. En la pág. anterior, detalle de esta misma escultura.
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