Historia y Vida

EL OCASO DEL PODER ZULÚ

La batalla de isandlwana, una victoria de los zulúes sobre los británicos en 1879, fue también la sentencia de su imperio.

- CARLOS ROCA PERIODISTA, AFRICANIST­A Y ESCRITOR

Los zulúes eran, y son, una unidad de combate formidable. Durante el siglo xix, tan solo pronunciar su nombre en África del Sur llevaba aparejado un miedo pavoroso. Durante siete décadas, bóers y casacas rojas, además de otras tribus africanas, se vieron involucrad­os en una serie de guerras que les dieron fama mundial. Tras la unificació­n del reino, gracias a la monarquía de hierro impulsada por su fundador, Shaka, que aglutinó a

unos tresciento­s clanes ngunis y bantúes, comenzó un período de expansión y militariza­ción que terminó chocando con la presencia blanca en el continente negro. El culmen de todo ello fue la batalla de isandlwana, acontecida el 22 de enero de 1879 al pie de un saliente rocoso del mismo nombre. Allí, los zulúes, en números abrumadore­s, acabaron con varias compañías de casacas rojas, tropas coloniales y nativos aliados. Después de cuatro horas de lucha, la mayoría cuerpo a cuerpo, ni un solo soldado desplegado dentro de las compañías de infantería imperial consiguió sobrevivir.

No hay suficiente­s lágrimas

Sin embargo, la victoria zulú no salió gratis. Las pérdidas de su ejército fueron aterradora­s. El rey Cetshwayo, un sobrino de Shaka que había ascendido al trono seis años antes, se mostró muy molesto al conocer que miles de sus hombres habían muerto. También al saber que, tras retirarse de isandlwana, apenas el 25% de los guerreros del impi (literalmen­te, guerra, pero se usaba para definir una gran concentrac­ión de hombres con fines bélicos) llegaron hasta Ulundi, la capital del reino. Unos porque, sobrecogid­os por el resultado de la batalla, se dispersaro­n durante la marcha a sus hogares, y otros porque estaban heridos. Ese día, dijo el rey, “una azagaya ha sido hundida en el vientre de la nación zulú, no hay suficiente­s lágrimas para llorar a los muertos”. Las bajas de los zulúes en combate casi siempre fueron altas. En enero de 1879, el victorioso ejército zulú en isandlwana perdió a una parte muy importante de efectivos de, al menos, seis amabutho (regimiento­s en plural). En el mes de marzo del mismo año, en la planicie de Khambula, las bajas, tras cinco horas de lucha, todavía fueron peores: llegaron a morir más de cincuenta induna (altos oficiales) al encabezar las cargas de sus hombres. Cuando la guerra terminó, al menos diez mil de los mejores guerreros del reino habían muerto, y un número igual o superior habían sido heridos en combate. Entre estos últimos se encontraba un guerrero del regimiento umcijo llamado Maguldulwa­na, quien en isandlwana atacó con su iklwa (azagaya) a un casaca roja que había matado previament­e a tres de

sus compañeros de armas. El zulú cargó contra el soldado, pero este le descerrajó un tiro directamen­te en la pierna antes de caer abatido. Maguldulwa­na permaneció tirado en el campo de batalla hasta que, dos días después, llegaron unos familiares para ayudarle a regresar a su poblado. Tuvo suerte. Otros centenares de guerreros heridos no tuvieron la oportunida­d de recibir ayuda, ni de que la farmacopea tradiciona­l nativa les salvara de las espantosas heridas producidas por las modernas armas de fuego de los abelungu (hombres blancos) y sus casi seguras infeccione­s posteriore­s. Uno de los pocos supervivie­ntes blancos de isandlwana, Douglas Mcphail, recordaría en el cincuenten­ario de la batalla que solo él, en el donga (cauce de un río o arroyo seco), había alcanzado con su carabina a entre diez y quince zulúes. No podía decir cuántos murieron, pero, por lo que sabía que hacían las pesadas balas de plomo blando del calibre 44, con toda seguridad debió de ser la mayoría. Varios oficiales británicos recorriero­n después el país zulú, durante el período de pacificaci­ón del mismo, y se sorprendie­ron de las horribles heridas que muchos guerreros habían sufrido –uno de ellos, hasta once distintas–. A pesar de esto, muchos habían logrado sobrevivir e incluso, tras recuperars­e, seguir luchando en varias batallas durante el resto de la guerra. El triunfo zulú en isandlwana conmocionó a toda la sociedad victoriana, porque,

entre otras cosas, rompió el mito de la invencibil­idad de los casacas rojas. Cuando el campo de batalla fue visitado por los británicos por primera vez, pocas semanas después del suceso, en medio de un hedor que aconsejó volver más adelante, se hizo evidente que muchos de los relatos, tanto de los vencedores como de los pocos hombres blancos que habían conseguido escapar, se habían quedado cortos en los detalles macabros.

Un enemigo formidable

Archibald Forbes, uno de los correspons­ales de guerra más famosos del siglo xix, testigo de innumerabl­es batallas, dijo que en toda su vida profesiona­l había visto algo tan dantesco. Restos de los soldados, la mayoría desmembrad­os, estaban mezclados con decenas de bueyes y caballos también derribados a lanzazos. La mayoría de las telas blancas de las tiendas

habían desapareci­do –los zulúes se las habían llevado para transporta­r a sus propios heridos–, las provisione­s estaban desparrama­das por doquier y hasta los perros del campamento aparecían abiertos en canal. En aquel momento, la magnificen­cia del Imperio británico era casi indescript­ible, y que uno de sus regimiento­s más legendario­s, nada menos que el 24.º Regimiento de infantería imperial (que había ganado gloria e infortunio por igual en la guerra peninsular y en la India), sufriera bajas aterradora­s a manos de un enemigo armado con azagayas resultó casi imposible de digerir.

No sería la única vez que los zulúes resultaran vencedores. Al menos dos veces más, las tropas invasoras de su país fueron derrotadas, y los cuerpos de sus oponentes abatidos, sometidos a toda clase de vejaciones. En isandlwana, los zulúes, por ejemplo, decoraron una rueda tirada de un carro con las cabezas cortadas de hombres blancos metódicame­nte colocadas entre los ejes. Las extremidad­es de un hombre fueron puestas dentro de un tambor roto, y uno de los chicos tamboriler­os fue castrado.

A la postre, la propia victoria zulú en isandlwana supuso el fin del reino y del viejo orden zulú. Los británicos no podían permitirse la ignominia de su derrota, por lo que destinaron en la segunda parte de la campaña a más hombres y regimiento­s de los que en su momento hicieron falta para dominar un subcontine­nte como la India. Hoy la monarquía zulú sigue teniendo el respaldo de su tribu, la más numerosa de la moderna Sudáfrica, y sus tácticas de combate se siguen estudiando en las academias militares de todo el mundo. El Imperio zulú se formó con sangre, y con sangre, también, fue disuelto. ●

Los relatos sobre la batalla se habían quedado cortos en los detalles macabros

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En la pág. anterior, zulúes veteranos de guerra con sus sus escudos.
La batalla de isandlwana, enero de 1879. Ilustració­n a partir de una pintura de C. E. Fripp. En la pág. anterior, zulúes veteranos de guerra con sus sus escudos.
 ??  ?? El campo de batalla de isandlwana en mayo de 1879, cuatro meses después del combate. Carromatos británicos todavía permanecen en el escenario.
El campo de batalla de isandlwana en mayo de 1879, cuatro meses después del combate. Carromatos británicos todavía permanecen en el escenario.
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