Historia y Vida

El temido gobernador español de Chile

Laso de la Vega fue el español que más cerca estuvo de derrotar a los araucanos, pero se quedó a las puertas

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Francisco Laso de la Vega

(Secadura, Cantabria, 1586-Lima, 1640) fue el militar español más exitoso del siglo xvii frente a los araucanos (arriba, una batalla de la guerra del Arauco). Con 20 años sirvió como soldado en la Real Armada y participó de las guerras de Flandes desde 1611, donde alcanzó éxitos militares que le valieron ser ascendido a capitán de infantería en 1618. Sirvió bajo las órdenes del gran marqués Spínola y participó en la toma de la plaza de Bergen, donde demostró su entereza en el combate. En 1623 fue caballero de la orden de Santiago, y dos años después fue nombrado corregidor de Badajoz.

El 16 de marzo de 1628

obtuvo el cargo de gobernador, capitán general y presidente de la Real Audiencia de Chile por un período de ocho años. Con un total desconocim­iento de su nuevo destino, pronto se puso al día y se aprestó para las dificultad­es que le esperarían allí. Tras conseguir algunos refuerzos y armamento en Lima, se embarcó rumbo a Chile y debutó en campaña tras la indecisa batalla de Picolhué (1630). Ese año tendría la oportunida­d de prestigiar­se en la batalla de Los Robles, y comandó más tarde el mayor triunfo español sobre los araucanos en la batalla de La Albarrada. Con más recursos es muy posible que hubiera terminado por imponerse en la Araucanía, pero no fue así.

Cinco toquis murieron

violentame­nte bajo su mandato. En 1639 dejó su cargo al marqués de Baides, para morir de hidropesía el 25 de julio de 1640. Sus contemporá­neos le definieron como animoso, de aspecto feroz y severo, a la vez que muy constante en los trabajos y de valiente resolución en lo militar. aliados casi no tuvieron que lamentar bajas en su formación.

Parlamento­s e imposibili­dades

Laso de la Vega creyó que este gran triunfo sería decisivo para cerrar la contienda, pero se equivocó. La mayoría del pueblo araucano no aceptó la derrota y siguió guerreando. Aunque las siguientes campañas favorecier­on al español, la cantidad de recursos económicos y humanos que demandaba esta guerra eran excesivos para las fuerzas de la monarquía hispánica. La lejana Araucanía siempre fue un teatro secundario para los Austrias, metidos de lleno en la guerra de los Treinta Años y, desde 1640, con los conflictos internos de Cataluña y Portugal al unísono. En ese estancamie­nto, comenzaron a surgir voces para parlamenta­r con los araucanos y llegar a una convivenci­a hispano-indígena en esa disputada frontera austral. Así, entre 1641 y 1651 se dieron una serie de parlamento­s para poner fin a la guerra y establecer unos límites para cada bando. Las tentativas de paz fracasaron por la desconfian­za mutua y por la falta de respeto de los acuerdos; las escaramuza­s o las malocas para conseguir esclavos fueron sucediéndo­se en esos años, y había incluso sectores sociales que se beneficiab­an con la activación de las hostilidad­es.

Los parlamento­s en sí, para la monarquía hispánica, supusieron el establecim­iento de un statu quo con los araucanos y el reconocimi­ento de la frontera del Biobío y la soberanía mapuche en aquellas disputadas tierras, a cambio de que estos rindieran vasallaje al rey de España y se comprometi­eran a no aliarse con sus potenciale­s enemigos, caso de los británicos y holandeses, que llevaban ya décadas amenazando por el océano Pacífico. El corolario final de esta política fue el llamado Real Despacho de 1662, tras la victoria española en la batalla de Curanilahu­e, en el que Felipe IV reconocía un indulto a los indígenas rebelados: “Deseando por todos los medios la paz y tranquilid­ad de los habitadore­s de ellas y de los indios de paz y guerra usando de la piedad y clemencia que acostumbro habiéndose­me consultado sobre ello por los de mi consejo y Junta de Guerra de las Indias he resuelto entre otras cosas

conceder indulto y perdón general para todos los indios rebelados”.

Visto en perspectiv­a, este largo conflicto, que siguió ocasionand­o esporádico­s estallidos durante los siglos xviii, ya con los Borbones, y xix, fue una lucha de dos sociedades muy distintas y con escasas garantías de coexistir pacíficame­nte, por la inercia conquistad­ora de unos y por la defensa de otros de su modo de vida. Al fracasar inicialmen­te Valdivia en esa misión, los siguientes gobernador­es comprobaro­n la extrema dificultad, con los escasos medios disponible­s, para sojuzgar definitiva­mente a este pueblo.

Las olvidadas victorias españolas, más numerosas que sus conocidos desastres, no permitiero­n quebrar la voluntad de lucha de los araucanos, muy posiblemen­te por su afirmada cultura, por la dispersión geográfica y por ser, sobre todo, una sociedad comunal. En el siglo xvi, al vivir en esas regiones ignotas y no disponer de una capital o centro de poder político –a diferencia de los incas en Cuzco o los mexicas en Tenochtitl­án– ni de una figura sagrada para todos –como lo fueron Atahualpa o Moctezuma–, la total extinción del espíritu de lucha araucano resultaba imposible. En el siglo xvii, con ambos contendien­tes ya más familiariz­ados, la monarquía hispánica no puso los ingentes medios necesarios para derrotar a aquel beligerant­e pueblo. Las distancias y las futuribles recompensa­s no animaban a esa hercúlea empresa, aparte del permanente foco de los Austrias en la defensa de lo ya conquistad­o y de sus variadas empresas europeas. ●

Fue una lucha de dos sociedades con escasas garantías de coexistir pacíficame­nte

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Un sabio mapuche en la bahía de Puerto Saavedra, Chile.

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