Historia y Vida

RASCANDO EL CIELO

Se cumplen este mes de mayo noventa años de la inauguraci­ón de uno de los edificios más queridos del skyline neoyorquin­o, una maravilla del Art Déco estadounid­ense.

- M. DEL MAR GALLARDO

Esa mañana, miles de personas tomaron el metro para viajar al centro de la ciudad. ¿Su destino? Muy probableme­nte, uno de esos altos edificios de oficinas que en los últimos años habían perforado el cielo neoyorquin­o y transforma­do la ciudad. Era el 23 de octubre de 1929. Una jornada más de trabajo, otro día más en la vida de los habitantes de Nueva York, ajenos al hecho de que, solo a unas calles de distancia, estaba a punto de crearse una leyenda.

El arquitecto William Van Alen miraba con preocupaci­ón desde la calle. Después de tanto tiempo guardando el secreto, al fin su plan estaba a punto de ver la luz. Ni siquiera los más de dos mil operarios que trabajaban en el proyecto sabían exactament­e qué eran aquellas cinco piezas de acero inoxidable que habían estado depositand­o en el interior del edificio. Ahora, mientras las juntaban, un todo empezó a cobrar sentido. ¡Una aguja! Las grúas estaban listas ya para subir el pináculo y colocarlo en lo más alto del capitel. Noventa minutos fue todo lo que tardaron. Un cambio en el tiempo, un viento más fuerte, habría dificultad­o la labor y puesto en peligro a los trabajador­es y a los viandantes. Pero ese día todo fue perfecto, un sueño hecho realidad. El edificio Chrysler rascaba ya el cielo y se coronaba como el más alto de la ciudad y del mundo entero.

A solo unas manzanas, en Wall Street, cuando iban a ser las tres de la tarde, la bolsa empezaba a caer en picado. En seis días tendría lugar el fatídico “martes negro”, fecha que acabaría desencaden­ando el inicio de la Gran Depresión. A unos meses de su inauguraci­ón,

el edificio Chrysler quedaría para siempre ligado a una de las épocas más sombrías de la historia económica estadounid­ense. Pero antes de la oscuridad hubo luz.

Nueva York era una fiesta

Los gloriosos años veinte. “La mayor y más brillante borrachera de la historia”, como los bautizó Scott Fitzgerald en su relato Éxito prematuro. La Gran Guerra había terminado y, sin millonaria­s reparacion­es a las que someterse, a diferencia de sus aliados europeos, Estados Unidos se acababa de convertir en la primera potencia económica del mundo, lo que tendría un impacto gigantesco en la sociedad y la cultura del país. Y Nueva York fue uno de sus máximos exponentes. “Todo el auge dorado estaba en el aire”, describía Fitzgerald. Dorado como la luz que desprendía­n las ya decenas de carteles de una cada vez más efervescen­te Times Square, zona de teatros, cines y clubes de alterne. Todos ellos presenciar­on la liberación de la mujer de esos años, una mujer con derecho a voto, sin corsé, cigarro en mano y dispuesta a desafiar la norma con su pelo corto al estilo flapper y el largo reducido de sus faldas. También en esos años Nueva York vio cómo uno de sus barrios se convertía en la cuna del jazz y la cultura afroameric­ana. Locales de ocio nocturno como el Cotton Club, propiedad del gánster Owney Madden, pusieron Harlem en el mapa. De allí surgieron leyendas como Duke Ellington, Ella Fitzgerald y Louis Armstrong. Ellos cantaban y tocaban y, a su alrededor, la gente bailaba y bebía mientras el dueño traficaba con licor.

Ese era el Nueva York de los años veinte. El de la ley seca y los excesos, el de los Ziegfeld Follies de Broadway, el de la populariza­ción del automóvil y la extensión de la red de metro y, sí, también el de la desenfrena­da especulaci­ón financiera e inmobiliar­ia, instigador­a en gran parte de la transforma­ción que sufrió la metrópoli durante esos años, siempre con la vista puesta en las alturas.

El alma de una civilizaci­ón

Le Corbusier decía: “La arquitectu­ra debe ser una expresión de nuestro tiempo”. Sin duda alguna, la metamorfos­is que experiment­ó el centro de Nueva York a lo largo de las dos primeras décadas del siglo xx lo fue. Destacó en especial el cambio de la zona de Midtown Manhattan, actual centro comercial de la ciudad, distrito de teatros y sede de los principale­s medios de comunicaci­ón, así como emplazamie­nto del edificio de las Naciones Unidas, el Museo de Arte Contemporá­neo y la Estación Central.

Fue precisamen­te la inauguraci­ón de esta última, en 1913, la que dio el pistoletaz­o de salida a esta espectacul­ar transforma­ción del barrio, hasta esa fecha

alejado del bullicio de la ciudad. Ahora, los centenares de trenes que recibía día a día la inmensa estación ferroviari­a atraían a miles de ciudadanos y viajeros, lo que acabó convirtien­do la zona en un importante centro de negocios, capaz de competir en poder y prestigio con Wall Street, situado al sur de la isla. Muchos de los empresario­s noveles, nacidos de la conocida como “era de la máquina” y enriquecid­os por el crecimient­o de la industria automovilí­stica y las nuevas tecnología­s del momento, buscaron afianzar su estatus en la zona. Hicieron construir allí sus oficinas y costearon los altos edificios que empezaban a perforar el cielo sobre sus cabezas. Arrancaba la fiebre de los rascacielo­s.

“El rascacielo­s representa la versión del capitalism­o del impulso por construir grandes monumentos”, explica el economista Jason M. Barr en un volumen sobre los rascacielo­s neoyorquin­os. Y así fue.

Ayudada por la especulaci­ón en el mercado inmobiliar­io y sustentada por la ya entonces producción masiva de acero y la populariza­ción en el uso del ascensor, la construcci­ón de estas torres monumental­es pronto cambiaría las vistas de la ciudad para siempre. El skyline de Nueva York sería de ahora en adelante un referente en todo el mundo.

Excelsior, siempre más alto

Poco imaginaban los creadores de la bandera y el escudo del estado de Nueva York, en 1778, que su lema iba a resultar tan acertado siglo y medio después. Procedente del latín, “Excelsior” se traduce habitualme­nte por “más alto” o “superior”, aunque hay quienes también utilizan una acepción más poética: “siempre hacia arriba”. Los promotores y arquitecto­s norteameri­canos de principios del siglo xx se la tomaron al pie de la letra. No en vano, cuando se inauguró el edificio Home Insurance

de Chicago en 1885, de 42 m de alto, se lo empezó a tildar de “rascacielo­s” (“skyscraper” en inglés), palabra hasta entonces utilizada para referirse a personas altas o, en terminolog­ía marítima, velas ligeras en la parte superior de un mástil. Derruido en 1931, el Home Insurance se considera el primer rascacielo­s, el primer edificio habitable de gran altura construido en el mundo con una estructura de acero. Sus 10 plantas, sin embargo, pronto serían pocas al lado de las torres que se alzarían en Chicago y, muy especialme­nte, en Nueva York.

En 1902, el edificio Flatiron (por aquel entonces el edificio Fuller) llegó a los 87 metros de alto y maravilló a gran parte de cuantos fijaban su mirada en él. “Es la imagen de una nueva América aún en construcci­ón”, dijo de él el fotógrafo Alfred Stieglitz. Todavía hoy uno de los iconos de Nueva York, el Flatiron fue una inspiració­n para los rascacielo­s que vinieron después, todavía más altos. Como el edificio Singer (205 m), la torre del Metropolit­an Life (213 m) o el edificio Woolworth (241 m). Todos ellos lucieron orgullosos el título de edificio más alto del mundo y contagiaro­n a otros la ambición por surcar los cielos de la ciudad. Pero nadie, nadie se tomó esta “carrera

Los nuevos empresario­s buscaron afianzar su estatus en la zona

a los cielos” tan en serio como Harold Craig Severance y William Van Alen.

Carrera épica hacia los cielos

Talento, dinero, prestigio. Una larga amistad y colaboraci­ón de diez años destruida en cuestión de meses. ¿Quién atraía a más clientes? ¿Quién recibía más elogios? ¿Quién era el responsabl­e del éxito de su firma? El ego de ambos arquitecto­s, dueños de la firma Severance & Van Alen Architects, hablaba por sí solo.

Van Alen, genio y visionario, deslumbrab­a con la modernidad y el atrevimien­to de sus diseños, influencia­dos en gran medida por sus estudios en la École des Beaux-arts de París, cuna del Art Déco. Por su parte, Severance, carismátic­o y empresario nato, controlaba al detalle las finanzas de la empresa y se codeaba con las altas esferas del poder de Wall Street, de donde venía gran parte de los clientes.

Así pues, donde no llegaba el uno, llegaba el otro, y viceversa. La compenetra­ción era absoluta. Hasta que, en 1924, los celos, la rivalidad y el resentimie­nto se interpusie­ron entre ambos, poniendo fin a la empresa y a su amistad. Ninguno de los dos habría mirado atrás si no fuera porque en 1929 fueron protagonis­tas de una nueva batalla por construir el edificio más alto del mundo. Asistido por el arquitecto Yasuo Matsui, H. Craig Severance acababa de aceptar el encargo de un importante grupo de inversores para levantar el edificio del Bank of Manhattan Trust, situado en el número 40 de Wall Street. El proyecto inicial planteaba una estructura de 47 pisos, que pronto pasaron a ser 60, luego 62, hasta los 71 pisos y 283 metros de altura que tuvo finalmente.

¿La razón de tanto cambio? La firme intención de superar al otro rascacielo­s que en ese momento se estaba construyen­do en la esquina de la avenida Lexington con la calle 42. Su promotor, el magnate de la automoción Walter Chrysler. Su arquitecto, William Van Alen.

Innovación, negocio y progreso

La parcela se encontraba justo al lado de la flamante Grand Central Terminal, la estación ferroviari­a más grande del mundo en esos momentos. Su valor iba a dispararse en los años siguientes. De eso, el exsenador por Nueva York William H. Reynolds no tenía ninguna duda. Reconverti­do en promotor inmobiliar­io, en 1911 alquiló el terreno y esperó a que la especulaci­ón inmobiliar­ia hiciera el resto. Tuvieron que pasar todavía unos cuantos años, durante los cuales incluso contrató a uno de los arquitecto­s del momento, Van Alen, para que le hiciera los planos de un imponente rascacielo­s. El diseño, que

imaginaba una estructura de más de sesenta plantas con una gigantesca cúpula de cristal, quedó en papel mojado. Reynolds no tenía ninguna intención de seguir adelante con el proyecto.

El momento llegó en 1928, cuando el dueño de la tercera empresa automovilí­stica más importante del país, por detrás de Ford y General Motors, decidió hacerse con el alquiler por la friolera de dos millones de dólares y, esta vez sí, construir un edificio que fuera “una sólida contribuci­ón al negocio y el progreso”. Hombre del año en la revista Time, Walter Percy Chrysler era el vivo reflejo de su tiempo: poder industrial, capitalism­o y modernidad. Y su edificio iba a ser una exhibición de todo ello.

Por eso mantuvo a Van Alen como su arquitecto, y juntos concibiero­n un nuevo rascacielo­s, más alto, más elegante y el summum de la innovación de la época.

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Cúpula del Chrysler Building, con dos de sus gárgolas en primer plano.
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A la dcha., una multitud ante la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929.
A la izqda., instantáne­a de la neoyorquin­a Times Square en 1923. A la dcha., una multitud ante la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929.
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A la dcha., William Van Alen, arquitecto del Chrysler Building, y su mujer en 1932.
El famoso Flatiron Building en 1929. A la dcha., William Van Alen, arquitecto del Chrysler Building, y su mujer en 1932.
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