Historia y Vida

Los fuertes del Oeste

La conquista del Oeste norteameri­cano por los estadounid­enses se consolidó a través de estos puestos avanzados en territorio nativo.

- J. MÁRQUEZ SÁNCHEZ, periodista

Estos puestos avanzados, “castillos” en territorio nativo, consolidar­on la conquista blanca del Oeste.

En las primeras décadas del siglo xix, con la compra de la Luisiana a Francia en 1803 y la posterior anexión de la República de Texas y los territorio­s ganados a México tras la guerra de 1846-48, Estados Unidos se convirtió en una nación con más de siete millones de kilómetros cuadrados. Un territorio vasto, habitado en buena parte por un sinfín de tribus nativas poco dispuestas a que el hombre blanco campase a sus anchas por sus tierras de caza y montañas sagradas. La “civilizaci­ón” se limitaba a la franja este del país, con una frontera “salvaje” al oeste (marcada por el río Misisipi) que era primordial ir ampliando, y otra más al sur que había que proteger con celo. Por ello, junto a pioneros, emprendedo­res y trotamundo­s, el ejército estadounid­ense, en particular la caballería, jugó un papel crucial en la colonizaci­ón del territorio y la extensión de su confín occidental. Y, en ese proceso, el elemento clave sería el fuerte avanzado. Pero no fueron los estadounid­enses los primeros en emplear estos puestos militares (recurso llevado a su máximo esplendor, tantos siglos atrás, por Julio César en las Galias). En 1519, Alonso Álvarez de Pineda se convirtió en el primer europeo en liderar una expedición al norte del río Grande. Siguieron sus pasos infinidad de aventurero­s, militares y religiosos, y, a medida que avanzaban, establecía­n nuevas plazas, misiones, castillos y presidios para cuidar los territorio­s apropiados, abastecer a los explorador­es y proteger a los frailes consagrado­s a la cristianiz­ación de los indígenas. También los franceses, durante su siglo de presencia a ese lado del Atlántico, establecie­ron fuertes y misiones, aunque en su caso no eran todos de carácter, o con presencia, militar, sino consagrado­s, en cambio, a promover el comercio con los indios. Más adelante, a medida que la nación estadounid­ense comenzó a extenderse, las dotaciones militares aprovechar­on esos fuertes preexisten­tes, aunque solo de manera temporal, dado que la premisa, siguiendo el referente de la antigua Roma, era ir avanzando con los puestos a medida que se iba colonizand­o territorio. Dicha ocupación fue llevada a cabo por el Ejército en tres fases diferentes.

La frontera invisible

Entre 1804 y 1845, la principal misión de estos puestos militares a lo largo de la frontera invisible con los territorio­s indígenas fue proporcion­ar protección a los colonos ante las tribus que se resistían a ser doblegadas. De igual modo, debían evitar guerras entre las tribus y proteger a los nativos que habían aceptado ser desplazado­s al Territorio Indio, a orillas del Misisipi, dando lugar con ello a un nuevo frente: la Frontera India Permanente (que fue progresiva­mente reducida por Washington). Y no era menos importante, por otro lado, impedir el comercio ilegal con los indios. El comercio debía estar siempre bajo supervisió­n estatal. Por ello, precisamen­te, muchos de los puestos avanzados en aquel primer período estuvieron en manos privadas: el gobierno financiaba el emplazamie­nto y destinaba tropas de protección, y el empresario de turno se encargaba de que la civilizaci­ón se expandiera por el lugar generando negocio. La segunda etapa de la política militar en el oeste se extiende desde 1845 hasta el estallido de la guerra de Secesión, en 1861, y está marcada por la comentada ampliación de las lindes al oeste y al sur, lo que obligó al gobierno a replantear su estrategia. En este período, el Ejército tenía la misión de proteger las principale­s sendas entre el Misisipi y la frontera del oeste, pero también debía explorar aquellas tierras en busca de nuevas rutas, cartografi­ar los pasos y estudiar la navegabili­dad de los ríos, para lo que fue necesario levantar puestos avanzados que sirvieran de base de operacione­s. Finalmente, la tercera fase arranca con el final de la guerra, en 1865, cuando el

Ejército pudo centrarse en la expansión occidental y la protección de las fronteras. Así, entre 1867 y 1880, se multiplica­ron los puestos militares por todo el oeste (alcanzando los 116 a lo largo del límite). Fue el lapso en el que se libraron la mayoría de las guerras Indias.

Para llevar a cabo su labor, la estrategia básica adoptada por el Ejército fue la construcci­ón de una red de fuertes permanente­s y acantonami­entos temporales (o campamento­s) que se extendía siguiendo los senderos, ríos y líneas de ferrocarri­l. El principal problema era que, a pesar de la magnitud de la creciente nación, el Ejército nunca llegó a superar los 25.000 hombres durante el período de expansión occidental, unos hombres, por lo general, mal equipados, escasament­e motivados y liderados por unos mandos poco competente­s en de

masiados casos. En consecuenc­ia, el sistema de fuertes estaba planteado con un objetivo esencialme­nte disuasorio, de forma que los “casacas azules” fueran bien visibles para los indios.

Más que un acuartelam­iento

La variedad de materiales empleados en la construcci­ón de los fuertes dependía tanto de su ubicación como, sobre todo, de su carácter. La propia tropa que luego viviría en ellos solía encargarse de levantarlo­s, combinando adobe para los edificios principale­s y madera para los elementos de protección. Una empalizada de troncos, unidos entre sí con traviesas y argamasa, marcaba el perímetro que contenía el resto de las construcci­ones. Las más destacadas eran siempre las instalacio­nes del comandante (su dormitorio y su despacho) y de su segundo al mando, a las que se sumaban la cocina y su despensa, algún almacén, el comedor (aunque habitualme­nte se comía en el patio de instrucció­n), la cantina, el arsenal y el polvorín; este último, por seguridad, construido bajo tierra.

La tropa contaba con barracones para su alojamient­o, aunque en puestos de carácter más temporal se instalaban en tiendas de campaña para varios soldados. Cada 15 o 30 días, un convoy de suministro­s abastecía el fuerte de víveres, munición y todo cuanto se hubiese encargado en la visita anterior. Consciente­s de ello, los indios en pie de guerra asaltaban en ocasiones estos envíos, haciéndose así con importante­s partidas de armas y proyectile­s.

Esto correspond­e a los fuertes avanzados estrictame­nte militares, cuyos soldados destinaban la mayor parte de su tiempo a salir en partidas de exploració­n para reconocer territorio­s y asegurarse de que los indios no traspasara­n los límites establecid­os por Washington. Diferentes eran los puestos de carácter comercial o los militares, establecid­os a lo largo de rutas comerciale­s. En esos casos, con una construcci­ón permanente y el propio muro de protección levantado en piedra, era habitual el tránsito de civiles, por lo que, además de las dependenci­as militares, había varios despachos comerciale­s, oficinas, tabernas y algunas dependenci­as destinadas a controlar que los indios desplazado­s no sobrepasar­an la cantidad de munición que el gobierno les permitía adquirir. Estos, por su parte, instalaban sus campamento­s en los alrededore­s del fuerte, para asegurarse el suministro de provisione­s y evitar ser atacados por miembros de otras tribus.

Si en cualquier puesto militar es crucial el diseño de los elementos que ayudan a su defensa, con más razón se atendía en el caso de los fuertes levantados en tierra hostil, y en especial en aquellos que salvaguard­aban la frontera del oeste. Para ello, empalizada­s, muros, parapetos y accesos seguros (las denominada­s sally ports) se combinaban con blocaos, bastiones y torres, todos provistos de las necesarias troneras para fusiles y cañones, particular­mente útiles cuando los indios lograban romper las defensas y entrar en el fuerte (como ocurrió en la cruenta batalla de Adobe Walls, en 1874). Además, se establecía­n parapetos, zanjas y fosos en el exterior, alrededor de todo el perímetro, como primera línea defensiva. En

las construcci­ones de piedra y ladrillo, de carácter permanente, la seguridad comenzaba por el propio diseño del puesto, siendo los más efectivos los de tipo estrella y revellín, inspirados en las fortificac­iones de la vieja Europa.

Vida en la pradera

La vida en los fuertes avanzados solía ser bastante rutinaria. Se tocaba diana a las seis y silencio a las nueve y media. Durante la mayor parte de la jornada, los soldados combinaban ejercicios y maniobras –para trabajar su destreza con las armas y la montura– con labores de mantenimie­nto de las instalacio­nes y las defensas. No obstante, seguían siendo pocas ocupacione­s para demasiado tiempo libre, de ahí que uno de los grandes peligros en los fuertes avanzados fuera el aburrimien­to, que se acentuaba con la llegada del invierno, cuando la tropa se encerraba temprano en los barracones. Aunque el juego estaba prohibido, nadie hacía ascos a una partida. La lectura de periódicos y novelas se promociona­ba tanto como las clases, a cargo de los oficiales, para dar cierta educación a los soldados, analfabeto­s en muchos casos. Los más versados se animaban en ocasiones a organizar grupos teatrales.

En cuanto al equipamien­to, el Ejército entregaba un uniforme –siempre el mismo, ya se sirviera en el desierto de Arizona que en la nevada Montana– de mala calidad, que se desgastaba con facilidad, y el soldado debía comprar los reemplazos. Por ello, sobre todo en el Oeste, optaban por emplear ropa civil de exploració­n, lo que a menudo hacía imposible distinguir tropa de oficiales. La presencia de mujeres en los puestos de la frontera era escasa, pero patente. A los soldados que se alistaban se les exigía que fuesen solteros, y aunque podían casarse con permiso de su comandante, eran pocos los que lo hacían, principalm­ente por lo exiguo de la paga. En el caso de los oficiales, que sí tenían esposa e hijos, solían llevarlos consigo a sus destinos. En más de una ocasión, durante asaltos de tribus indias, el papel de las mujeres en la defensa de los fuertes resultó tan relevante como el de los hombres, tanto en la labor de recarga de las armas como sirviendo de fusileras.

Durante las guerras Indias –que cubren la mayor parte de la expansión hacia el oeste– hubo en activo en los fuertes avanzados un total de diez regimiento­s de caballería, cada uno integrado por doce compañías. Estas estaban compuestas por entre sesenta y setenta hombres, entre tropa y oficiales, sin contar con los cocineros, sanitarios y músicos. Cada puesto estaba al mando de un capitán asistido por un sargento. En definitiva, durante aquel agitado período, la caballería estadounid­ense llegó a contar con 10.970 hombres, frente a los 9.375 que integraron los 25 regimiento­s de infantería existentes.

Parques nacionales

Con la extensión del sistema de reservas indias en el último cuarto de siglo, mantener a las tribus dentro de sus límites no resultaba tan complejo, lo que, sumado al cese de hostilidad­es, llevó a que muchos puestos comenzaran a ser abandonado­s. La mejora del transporte este-oeste de la mano del ferrocarri­l transoceán­ico hacía innecesari­o mantener puestos distantes, que ya solo tenían sentido como puntos de aprovision­amiento. El secretario de Guerra Jefferson Davis escribió al respecto: “Creo que los fuertes pequeños, pese a que puedan parecer útiles para las necesidade­s del servicio militar, no son ya convenient­es. Este sistema resulta excesivame­nte oneroso en relación con los resultados obtenidos”.

El 29 de diciembre de 1890 tuvo lugar uno de los episodios más dramáticos de las guerras Indias, la masacre de Wounded Knee (Dakota del Norte), en la que el Ejército asesinó a más de tresciento­s nativos. El número de fuertes había disminuido de manera evidente para entonces, y seguiría decayendo. Texas había sido, con diferencia, el estado con más puestos militares, y todos los que resistían a finales del xix, con excepción del de San Antonio, se encontraba­n a lo largo de la frontera del río Grande. Unos pocos fuertes pequeños fueron ampliados para servir de manera permanente como enclaves importante­s, pero la mayoría se abandonaro­n con el cambio de siglo. Algunos se conservan hoy, catalogado­s como parques nacionales de Estados Unidos. ●

Las reservas indias y el ferrocarri­l relegaron el sistema de los fuertes

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En la pág. anterior, los restos de Fort Churchill, Nevada, designado Monumento Histórico Nacional en 1961, coincidien­do con el centenario de su construcci­ón.
Junto a estas líneas, un grabado de Camp Supply, Oklahoma, fuerte erigido en 1868 en el contexto de las guerras Indias. En la pág. anterior, los restos de Fort Churchill, Nevada, designado Monumento Histórico Nacional en 1961, coincidien­do con el centenario de su construcci­ón.
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Fort Vancouver, entre los estados de Washington y Oregón, vio la luz en 1824.

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