LA INJUSTA LEYENDA NEGRA
El Imperio asirio arrastra todavía una engañosa fama de crueldad y barbarie que lo habría diferenciado de otros pueblos. ¿Cómo surge esa idea?
El 13 de enero de 1906, el erudito y arqueólogo catalán Pelegrí Casades i Gramatxes pronunciaba en el Centre Excursionista de Catalunya una de las primeras conferencias que se dictaban en España sobre el arte y la arqueología asirios. Ante una sorprendida audiencia, Casades recurría a la proyección de planchas de cristal con multitud de imágenes de relieves y estatuas, para tratar de demostrar que los asirios fueron un pueblo brutal, sanguinario, militarista, falto de originalidad y carente del más mínimo talento artístico. La idea quedaba clara: los asirios no eran santo de su devoción.
Lejos de ser una opinión excéntrica, lo cierto es que aquella definición tan negativa que Casades hacía de los asirios era muy común en la época. Por lo que se refiere al arte asirio, Henry Creswicke Rawlinson, uno de los primeros descifradores de la escritura cuneiforme, consideraba que los relieves de ciudades como Nínive, la gran capital asiria, no merecían ser considerados como arte, pues no proporcionaban ningún placer estético al espectador. Más radical todavía era el historiador suizo Jacob Burckhardt, que se refería a los relieves y esculturas hallados por británicos y franceses en las ciudades asirias como groseros, mezquinos y serviles. Tampoco él consideraba que el arte asirio fuese verdadero arte, pues no veía allí ni creatividad ni libertad individual. Eran meras obras propagandísticas, que únicamente glorificaban las brutales actuaciones de unos reyes tiránicos, auténticos déspotas orientales. Pero no solo el arte asirio era objeto de duras críticas. Muchos arqueólogos e historiadores mostraban aversión hacia todo lo relacionado con el Imperio asirio. Las causas que la provocaban eran, sobre todo, la brutalidad y la opresión que ejercían los asirios sobre las poblaciones vencidas, así como su gusto por reflejar estas prácticas en sus textos y relieves. Y es que, ciertamente, el arte y las inscripciones reales asirias están plagados
de referencias a deportaciones masivas de población, masacres, decapitaciones, empalamientos, torturas y mutilaciones, acciones que se han interpretado como ejemplos de una política de Estado basada en el terror, el terror asirio. De hecho, si un visitante atento se detiene a admirar en el Museo Británico los relieves que conmemoran el asedio de la ciudad judía de Laquish por parte de las tropas asirias de Sennaquerib en 701 a. C., podrá ver un magnífico ejemplo de ese terror. Allí, en diversas escenas, aparecen individuos decapitados, despellejados vivos, empalados, deportados. Algunos historiadores bienintencionados propusieron interpretarlo como mera retórica propagandística, que no debía tomarse al pie de la letra. Según esa lectura, los asirios se regodearían en palabras e imágenes brutales como una forma de humillación simbólica de los enemigos. Sin embargo, la arqueología se ha encargado de demostrar que aquellas palabras e imágenes que ilustran el terror asirio se llevaban efectivamente a la práctica. En la misma ciudad de Laquish se encontró una fosa común con 1.500 individuos, que los arqueólogos pudieron identificar como las víctimas de la conquista asiria de la ciudad. Pero no solo los relieves se encargaban de difundir la práctica asiria del terror. También las inscripciones reales contienen numerosas muestras de ello. En una de sus narraciones, el rey asirio Sargón II afirmaba que dejaba como legado sobre los países vencidos el miedo permanente a Assur, dios nacional asirio, un miedo que jamás iba a ser olvidado, concluía el texto. Otro rey asirio, Assarhadon, declaraba con orgullo que ante él, su ejército encontraba ciudades, pero detrás únicamente dejaba ruinas. No obstante, una de las descripciones más explícitas del terror asirio la encontramos en un texto de Assurnasirpal II que conmemoraba sus victorias de 882 a. C. en la zona del Alto Tigris. Allí, el rey afirmaba que capturó a muchos soldados. A algunos ordenó que se les cortasen los brazos, a otros la nariz o las orejas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas colgadas de los árboles. Finalmente, ordenó que niñas y niños fuesen quemados vivos. Otro de los momentos en los que el terror asirio se manifestaba con mayor intensidad era durante la celebración de las victorias militares. Así, por ejemplo, el rey Assurnasirpal II, tras derrotar al reino arameo de Bet-halupe en 883 a. C., llevó a su rey, un tal Ahi-yababa, hasta Nínive, donde ordenó que fuese despellejado y su piel expuesta en la muralla de la ciu
La práctica asiria del terror no fue tan distinta a la de otros pueblos de la época
dad. De forma parecida, el rey Assarhadon, con el fin de celebrar sus victorias en el Levante del año 676 a. C., ordenó que se decapitase al rey Abdi-milkuti de Sidón y al rey Sanda-uarri de Kundu. Sus cabezas fueron colgadas del cuello de dos prisioneros y exhibidas en procesión al son de la música por las calles de Nínive. Pero el ejemplo que conocemos mejor es el de los festejos organizados por el rey Assurbanipal para celebrar sus victorias de 653 a. C. En aquella ocasión, decidió decorar la puerta de la ciudadela de Nínive con la cabeza cortada de Teuman, rey de Elam derrotado por los asirios. La escena la completaba una pila de cabezas cortadas sobre las que el rey hizo una libación. Desde Nínive, la comitiva asiria se dirigió, entre otras, a la ciudad de Arbelas, donde, tras la entrada triunfal del rey, se procedió a la ejecución de dos altos dignatarios del país de Gambulu, a quienes se arrancó la lengua antes de ser despellejados. Escenas como las que hemos descrito explican que arqueólogos como Casades pronunciasen encendidas diatribas y duras condenas contra el conjunto de la civilización asiria, creando una auténtica leyenda negra en torno a aquel pueblo.
¿Una anomalía histórica?
Sin embargo, si analizamos el conjunto de las antiguas civilizaciones del Próximo Oriente, comprobaremos que los asirios no fueron ninguna anomalía histórica por lo que a la práctica de la brutalidad y el terror se refiere. Tradicionalmente, el pueblo sumerio se ha beneficiado de una imagen mucho más benévola que la atribuida a los asirios. Se le suele describir como un pueblo pacífico, inventor de la escritura, la ciudad y el Estado, especialmente preocupado por la gestión administrativa, la economía, el arte, la literatura, la liturgia o la teología. Pero en la documentación sumeria no faltan frecuentes referencias a gran cantidad de conflictos bélicos, a la práctica de deportaciones y a la imposición de castigos brutales sobre los enemigos vencidos. El rey de Ur Shu-sin, por ejemplo, se vanagloriaba en una de sus inscripciones,
Los sumerios se han beneficiado de una imagen mucho más benévola
a finales del iii milenio a. C., de haber arrasado innumerables aldeas y ciudades durante sus campañas y de haber deportado a los supervivientes hasta Ur para usarlos como esclavos. Además, ordenó que a todos los hombres deportados, que serían utilizados como fuerza de trabajo en labores agrícolas, se les arrancasen los ojos, para evitar posibles fugas. También el Imperio hitita implementó prácticas similares a las de los asirios, que incluían destrucciones indiscriminadas, saqueos, deportaciones, mutilaciones y humillaciones de los enemigos vencidos. Hattusili I, a mediados del siglo xvii a. C., se vanagloriaba en sus anales de haber destruido por completo un país enemigo y de haber decapitado a uno de sus líderes. Al igual que Shu-sin, también confirmaba la práctica de arrancar los ojos de los prisioneros para facilitar su control. Incluso algunos documentos hablan de violaciones masivas de las mujeres de las ciudades sometidas por parte de los soldados hititas.
Los hititas idearon una práctica militar especialmente cruenta, que consistía en dedicar una ciudad derrotada al dios de la tormenta. A nivel práctico, dicha dedicación tenía consecuencias funestas, ya que significaba que la ciudad era arrasada e incendiada, la población que no había muerto durante la lucha era de
portada y se prohibía que alguien más pudiese volver a ocupar el lugar en el futuro, al tiempo que se lanzaban sal y otros productos sobre la tierra para impedir que se pudiese cultivar allí durante un largo período de tiempo.
En el antiguo Egipto también encontramos abundantes referencias a acciones de terror similares. Un ejemplo paradigmático es la práctica de cortar las manos de los enemigos vencidos, atestiguada sobre todo a partir de 1550 a. C., a comienzos del Reino Nuevo. El soldado que
había cortado la mano la presentaba al faraón, por medio de un heraldo real, que le recompensaba por su supuesta hazaña. Posteriormente, el faraón reunía el conjunto de manos cortadas y ofrecía el macabro botín a las divinidades como muestra del éxito de sus campañas militares. Según los anales de Tutmosis III, tras su victoria en Megiddo (1457 a. C.), el faraón consiguió como trofeo un total de 80 manos mutiladas. Años más tarde, volvía a alardear de sus gestas, al haber logrado un botín de 29 manos cortadas durante su campaña en Siria. Más macabra resulta una inscripción de Amenofis II, donde se informaba de que, a la vuelta de su expedición en el Levante, el faraón adornó las cabezas de unos caballos con un total de 20 manos cortadas. Textos posteriores del propio Amenofis II y de sus sucesores insisten con orgullo en la obtención de estos botines: 372 manos en Samaria, 123 manos en Anaharath, 312 manos en Ibhet...
A finales del Reino Nuevo se popularizó la costumbre de cortar también los falos de los enemigos caídos, una acción simbólica que hacía referencia a la voluntad de aniquilar también la descendencia de los rivales. Otra forma de humillación era la de colgar los cadáveres cabeza abajo. Amenofis II celebraba haber matado con su propia maza a siete líderes de la región de Takhsi, cuyos cadáveres fueron exhibidos cabeza abajo en la proa del barco del faraón. Una vez en Tebas, los cuerpos fueron colgados en la muralla de la ciudad. También el faraón Merneptah se recreaba en su gusto por la humillación de los cuerpos de sus enemigos. En uno de sus textos, afirmaba que había empalado a diversos jefes libios, al tiempo que cortaba las manos, las orejas y los ojos de sus enemigos nubios, y los enviaba a Kush como escarnio. Los ejemplos expuestos demuestran que la brutalidad no fue, ni mucho menos, un monopolio asirio, por lo que cabe buscar otra explicación al hecho de que únicamente sobre los asirios se construyese esa leyenda negra. Y esa explicación la encontramos en la Biblia. El Imperio asirio fue realmente un azote para los reinos de Israel y de Judá. Tanto es así que, en 722 a. C., las tropas asirias conquistaron la ciudad de Samaria, capital de Israel, y deportaron a buena parte de su población, provocando la desaparición del reino, que fue degradado a la categoría de provincia asiria y reocupado por pobladores procedentes de distintas partes del Imperio. Más tarde, en 701 a. C., durante el reinado de Sennaquerib, le tocó el turno al reino de Judá, sometido por la fuerza de las armas y convertido en vasallo asirio. Teniendo en cuenta esos acontecimientos, no es de extrañar que la Biblia reserve palabras de condena contra el Imperio asirio. Profetas como Isaías,
Jonás o Nahum pronunciaron durísimas críticas contra los asirios, denunciando su arrogancia, crueldad y barbarie y profetizando su segura destrucción a manos del dios de Israel. Cuando, ya a partir del siglo xix, historiadores y arqueólogos redescubrieron los restos de la antigua Asiria, lo que hicieron fue describirla recurriendo a las mismas imágenes que habían utilizado miles de años antes los profetas de Israel, genuinos creadores de la leyenda negra de los asirios.
Las aportaciones asirias
Los especialistas han trabajado para revertir esa imagen tan negativa y simplista de la civilización asiria. El estudio detallado de la documentación ha servido para demostrar que, más allá de la guerra, el Imperio cultivó con éxito otras muchas facetas, relacionadas con la política, la diplomacia, las ciencias, la literatura, la religión, el arte o la arquitectura. Resulta especialmente remarcable la capacidad organizativa que demostraron los asirios para la gestión de su imperio.
Destaca, por ejemplo, la creación de un sofisticado sistema de comunicaciones que buscaba permitir el flujo ágil de información a lo largo de su vasto territorio. Ese sistema se basaba en una compleja red de calzadas reales, por la que transitaban los mensajeros y que contaba con estaciones de descanso y avituallamiento dispuestas a intervalos regulares. Imperios posteriores, como el babilónico, el persa o el romano, replicaron con éxito ese pionero sistema de comunicaciones asirio.
La civilización asiria también sobresalió en los ámbitos de la ingeniería, la arquitectura y el urbanismo. Uno de los ejemplos que mejor ilustra su pericia lo encontramos en la construcción de la ciudad de Kalhu durante el reinado de Assurnasirpal II, a principios del siglo ix a. C. La ciudad, de 360 hectáreas de extensión, se reformó en solo quince años, e incluía, entre otros, un palacio real, nueve templos, una muralla y un complejo sistema de abastecimiento de agua. No sorprende que, para celebrar aquella hazaña, el rey organizase uno de los mayores banquetes habidos en la historia de la humanidad, que se prolongó durante diez días y reunió a cerca de setenta mil invitados. Ciento cincuenta años después de la construcción de Kalhu, los asirios repitieron una proeza similar. Entre 717 y 706 a. C. construyeron otra ciudad de la nada. En esta ocasión se trataba de Dur-sharrukin, que debía ser la capital del imperio de Sargón II. Allí se construyeron seis templos, un magnífico palacio real, acompañado de un gran jardín y de un enorme zigurat, o torre escalonada, con los cuatro primeros pisos pintados de color blanco, negro, rojo y azul, respectivamente. Sin embargo, debido a la prematura muerte del rey en batalla contra la provincia insurrecta de Tabal, la ciudad apenas llegó a ponerse en funcionamiento.
Los jardines de Nínive
Otra obra sensacional fueron los 150 kilómetros de estructuras hidráulicas erigidas entre 702 y 688 a. C., durante el reinado de Sennaquerib, con el objetivo de garantizar el suministro de agua de la ciudad de Nínive. Aquellos impresionantes trabajos incluyeron la construcción de canales, acueductos, túneles y presas. Todo ello permitió, además, que el rey hiciese levantar en su palacio unos impresionantes jardines irrigados, dispuestos en distintos niveles y que reunían una gran cantidad de especies vegetales procedentes de todos los rincones del Imperio. Muy probablemente fueron aquellos jardines extraordinarios los que inspiraron la posterior leyenda clásica de los jardines colgantes de Babilonia, una de las siete maravillas del mundo antiguo. La imagen peyorativa de los reyes asirios como bárbaros sedientos de sangre con
Assurbanipal puso en marcha la mayor empresa cultural ideada hasta entonces
trasta vivamente con la política iniciada a finales del siglo viii a. C. por esos mismos reyes y destinada a la promoción y preservación del patrimonio intelectual de la antigua Mesopotamia. Su ejemplo más extraordinario fue la creación, en el siglo vii a. C., de la famosa biblioteca de Assurbanipal en Nínive. Los arqueólogos recuperaron allí más de treinta mil tablillas cuneiformes, con textos que cubrían todos los ámbitos del saber del momento: literatura, medicina, mitología, lexicografía, magia... Con la creación de aquella biblioteca, Assurbanipal intentó reunir en un mismo lugar todo el conocimiento producido en Mesopotamia a lo largo de los siglos y, para lograrlo, movilizó a un nutrido grupo de funcionarios del palacio para que recorriese el territorio, especialmente la región de Babilonia, y recogiese los textos que debían integrar la gran colección de Nínive.
Fue, pues, un rey asirio, Assurbanipal, quien puso en marcha la mayor empresa cultural ideada hasta entonces en la historia de la humanidad. Es un destacado ejemplo de que la imagen de la antigua Asiria como una brutal máquina de matar constituye una reducción simplista, que no hace en absoluto justicia a la grandeza de aquella civilización. ●