Cocaína para la salud
La farmacología de los siglos xix y xx encumbró la coca de mil maneras y promovió las adicciones de la población
Un médico muy
emprendedor, el doctor Angelo Mariani, comercializó en 1863, desde un París que frisaba ya la Belle Époque, el vino Mariani. Causó furor con este producto, al que siguió toda una serie: el elixir Mariani, los rombos Mariani, el té Mariani y las pastillas Mariani. Miles de colegas avalaron los beneficios de sus remedios, entre ellos, Marius Odin, caballero de la Legión de Honor.
El tónico original
se dirigía a hombres, mujeres y niños, y se presentaba como un prodigio contra el cansancio, el hambre y la sed. Claro, ¡porque estaba elaborado con coca! Cada litro de este vino tinto, sospechosamente hiperestimulante, contenía el equivalente a doscientos cuatro miligramos de cocaína.
“Fortifica y refresca
el cuerpo y la mente. Restaura la salud y la vitalidad”, rezaba la publicidad. Los papas León XIII y Pío X, dieciséis monarcas, como la reina Victoria y el zar de todas la Rusias, seis presidentes galos, la actriz Sarah Bernhardt, el inventor Edison y los escritores Zola, Dumas y Wells se contaron entre sus incondicionales.
La cocaína en
polvo, de la que Sigmund Freud fue usuario durante décadas y que recetó con entusiasmo, también gozó de gran predicamento entre la comunidad médica, sobre todo con el cambio del siglo y en el período de entreguerras. Podía comprarse en cualquier farmacia, se vendía como un analgésico dental corriente (abajo) y se publicitaba como un producto más.
el período de entreguerras, un sirope calmante con opiáceos y codeína. Sin olvidar los jarabes para la tos con heroína como principio activo, que proliferaron de 1898 a 1910 y produjeron, claro, una andanada de adicciones. No mucho más tarde, la gripe de 1918 no solo disparó la imaginación en las reboticas. Si los limones no llegaban a las fruterías no era por su demanda, sino porque había corrido el rumor de que su acidez eliminaba el virus de la influenza A del subtipo H1N1, que se cobró cincuenta millones de vidas. También las bebidas alcohólicas buscaron beneficiarse del pánico colectivo. Un anuncio de la época rezaba: “Contra la gripe, ron Trinidad”. Así de fácil.
Un resplandor siniestro
Ahora bien, pocos seudomedicamentos llegaron a la desfachatez letal de una bebida energética que, durante los locos años veinte, prometió ser “una cura para los muertos vivientes”. La Radithor lo sanaba todo y hasta daba felicidad, pero resultó ser todo lo contrario. Vendida desde 1918 hasta su prohibición en 1928, consistía básicamente en radio disuelto en agua, y su radiactividad mató a varios consumidores. Por esas fechas se comercializaron los también ultramodernos supositorios Vita Radium, una versión primitiva y siniestramente fosforescente del Viagra. Ya se ve que los remedios estrambóticos no son nada nuevo, medien o no pandemias. ●
Zygmunt Pusłowski, empresario y coleccionista, falleció un año después de que Olga Boznan´ska, a quien le unía una afectuosa amistad, terminara su retrato. Su viuda escribió a la pintora para agradecerle su excelente trabajo. El espíritu de su esposo, decía en su carta, llenaba con su presencia la estancia. Más allá de la mera semejanza física, la artista había logrado plasmar su carácter con asombrosa fidelidad. De haber podido expresarse, el difunto difícilmente se habría mostrado sorprendido. Para él, como para medio mundo, era indiscutible el talento como retratista de Olga Boznan´ska (Cracovia, 1865-París, 1940). En vida ya había elogiado su capacidad para “registrar lo irreal”. Un crítico francés decía de ella que, en vez de pintar ojos o bocas, pintaba sonrisas. Captar lo intangible era su fuerte. De sobra lo sabían las celebridades que hacían cola ante su estudio de Montparnasse, dispuestas a soportar eternas sesiones de posado. A menudo eran, como ella, de origen polaco. De no ser así, la artista les daba conversación en casi cualquier otro idioma: francés, alemán, inglés o ruso. Su objetivo: intimar con el cliente y vislumbrar su personalidad. El resultado son semblanzas de una enorme agudeza psicológica. Ella, por contraste, era discreta y reservada hasta el extremo. A diferencia de otros artistas de la Belle Époque, nunca sacaba el caballete al campo. Todos sus paisajes son vistas desde la ventana de sus estudios en Cracovia, Múnich y París. Allí organizaba veladas con amigos cercanos, pero ni siquiera las ganas de conocer al pintor Édouard Vuillard, a quien Olga admiraba sin reservas, bastaron para hacerla asistir a las tertulias de Misia Godebska. Las reuniones de la pianista, de ascendencia polaca y musa oficial de la bohemia, eran frecuentadas por pesos pesados como Debussy, Mallarmé, Picasso, Chanel o Vallotton.