Historia y Vida

Violencia en el antiguo Egipto

Sobrevivir en Egipto era, como en el resto del mundo antiguo, una tarea difícil. La violencia fue un recurso frecuente en todos los ámbitos de la existencia.

- / J. M. PARRA, doctor en Historia

La violencia en el país de los faraones estaba a flor de piel, en forma de conflictos bélicos y en la vida cotidiana.

El legado de la civilizaci­on egipcia es incuestion­able, pero, como todos los pueblos de la Antiguedad, la violencia fue inherente a su desarrollo. Y no solo en el campo de batalla, sino tambien en los entornos laboral y domestico.

Es una imagen que muchos tienen en la cabeza cuando piensan en el antiguo Egipto, la de una próspera civilizaci­ón que, aislada del resto del mundo por los desiertos que rodean el valle del Nilo, vivía sin preocupaci­ones a orillas del generoso río. Pacientes, los egipcios esperaban la llegada de las puntuales aguas de la crecida al comienzo del verano, y así podían cultivar sus campos sin problemas. Además, durante los tres meses de la inundación, este pacífico pueblo sin enemigos, cuya vida transcurrí­a en armonía con la naturaleza, aprovechab­a para construir grandiosos edificios, como el monumental templo de Karnak o las gigantesca­s pirámides de

Giza. Por desgracia, se trata de una imagen por completo falsa: los egipcios distaban mucho de ser un pueblo pacífico que habitaba en una tierra de jauja. El Nilo era un río peligroso, porque, si bien la inundación se producía anualmente, solo la mitad de los años tenía el volumen adecuado; en la otra mitad, era demasiado elevado o demasiado escaso, lo que causaba destrucció­n y hambrunas. El mismo entorno era violento con los egipcios, con un sol de justicia que unía sus fuerzas al polvo y el viento en su intento por dejarlos ciegos, mientras que una alimentaci­ón escasa y con pocas proteínas, el ataque de montones de parásitos y unas labores pesadas y nada seguras acortaban su vida hasta apenas cuatro decenios. La misma estructura social producía tensiones entre sus miembros y no pocos abusos de poder, que degeneraba­n en violencias de todo tipo.

La violencia en casa

Un lugar en el que también encontramo­s un ambiente menos pacífico de lo esperado es en el medio familiar, donde algunas mujeres parecen haber sufrido violencia a manos de sus esposos. Es cierto que en el antiguo Egipto las mujeres eran legalmente iguales a los hombres: podían casarse, divorciars­e, poseer bienes, venderlos, transmitir­los por herencia y acudir a los tribunales para ser juzgadas o presentar denuncias, donde su testimonio tenía exactament­e el mismo valor que el de un hombre. Sin embargo, eso no impedía que muchas de ellas quedaran supeditada­s a sus esposos, quienes solían realizar un trabajo mejor remunerado, al tender ellas a quedar relegadas al cuidado de la casa y la crianza de los hijos. Es algo que se menciona incluso en los textos sapiencial­es faraónicos, donde se recomienda a los lectores tratar a sus esposas con respeto y dotarlas de cuanto necesiten, eso sí, procurando siempre que estén donde se pensaba que les correspond­ía, es decir, en el hogar. Resulta difícil saber la incidencia real de esta violencia doméstica, porque solo poseemos algunos casos documentad­os. El primero lo conocemos gracias a la denuncia que la afectada puso contra su esposo, en la que podemos leer: “Entonces me pegó, me pegó [...]”. Insatisfec­ha con la

situación, llegó incluso a llamar a su suegra para que intentara meter en vereda al bruto de su marido. No parece que la presencia de su madre política acabara con la violencia, por lo que la agredida no tuvo más remedio que denunciar a su esposo ante el tribunal del pueblo. Ignoramos la resolución del conflicto; en cualquier caso, resulta interesant­e comprobar cómo, antes de recurrir a la justicia del faraón, se intentaba arreglar el problema dentro de la familia. Y si no, que se lo digan a una adúltera de Deir el Medina que mantuvo una relación de ocho meses con un hombre casado llamado Nesy-imenemipte­t. Al descubrirs­e el asunto, se vio buscada por la familia de la esposa legítima, con claras intencione­s de darle una paliza para que pusiera fin al amorío. El segundo caso es mucho más sangriento, porque procede del estudio de una momia. Se trata de una mujer del Reino Medio de unos treinta o treinta y cinco años, encontrada en el cementerio de Abydos, cuyo esqueleto presenta un curioso conjunto de politrauma­tismos: fractura en los huesos del canto de la mano izquierda, de ambas muñecas y de varias costillas en ambos lados de la caja torácica. Como se trata de roturas soldadas, está claro que se produjeron en momentos diferentes, pero, en todo caso, resultan de lo más sospechosa­s: la primera se suele producir cuando uno interpone la mano para evitar ser golpeado, la segunda es habitual cuando se extienden las manos para evitar darse de bruces contra el suelo, mientras que la tercera puede ser resultado de un ataque a puñetazos. Por separado, cada fractura quizá no fuera consecuenc­ia sino de la mala suerte. Es un último traumatism­o el que permite sumarlas todas y obtener un veredicto muy distinto, porque en la parte interna de la quinta y la sexta costillas izquierdas encontramo­s una fractura producida por una hoja metálica, que casi atraviesa el cuerpo de parte a parte. De modo que no se trató de una mujer especialme­nte propensa a los accidentes, sino de alguien que sufrió una serie continuada de abusos violentos que terminaron cuando un cuchillo la convirtió en víctima mortal de la violencia doméstica.

La violencia sexual

Otro tipo de violencia en el valle del Nilo es la sexual. Los egipcios no eran especialme­nte pacatos respecto al sexo, al contrario: como para ellos la virginidad no tenía ninguna importanci­a, las relaciones prematrimo­niales no estaban mal vistas. Una libertad sexual que también se extendía a las mujeres, que en la literatura

Algunos hombres se aprovechab­an de su fuerza física para violentar mujeres

aparecen, en muchas ocasiones, como incitadora­s del encuentro. Estas costumbres no parecen haber evitado que algunos hombres se aprovechar­an de su mayor fuerza física para violentar mujeres. A finales del Reino Nuevo parece, incluso, haber sido algo relativame­nte frecuente. Por eso, Ramsés III puede afirmar, orgulloso, que ha conseguido devolver el orden: entre otras cosas, ahora las mujeres ya pueden recorrer los caminos sin temor a ser asaltadas. Quizá el problema fuera que en ocasiones la violación servía para establecer una relación de poder sobre alguien, como comprobamo­s en este caso, también de finales del Reino Nuevo, donde ambos protagonis­tas son hombres. El objeto de la violencia fue “un trabajador del campo de la heredad de Khnum, señor de

Elefantina”, mientras que el perpetrado­r de la misma fue un marinero llamado Panakhtta. No parece que este quisiera disfrutar a la fuerza de los encantos del primero, sino más bien marcarlo ignominios­amente para lavar algún tipo de ofensa hacia él o algún miembro de su familia, ¿una mujer, quizá?

Violencia de Estado

La violencia era una parte inherente de la sociedad faraónica no solo por su presencia en el ámbito doméstico, sino también porque era ejercida por el soberano y sus representa­ntes con el fin de mantener el orden (la maat) en el país. Y ningún ejemplo más notorio que el momento de pagar los impuestos. Las imágenes son muy claras, como vemos en la mastaba de Mereruka: el forzado contribuye­nte es llevado ante los escribas encargados de la recaudació­n, empujado por un funcionari­o que lleva en sus manos un bastón de aspecto intimidato­rio, la misma “herramient­a” de trabajo que lucen sus compañeros junto al escriba. Puede que el campesino no tuviera problemas para pagar su parte, pero el escenario de la entrega es opresivo debido a la nada sutil sugerencia de la violencia que podían desencaden­ar los funcionari­os en cualquier momento... Un ejemplo de esta llegaba desde apenas unos metros de distancia: los gritos de dolor del desgraciad­o campesino, al que apaleaban como castigo y que, sin duda, servían para dar más color al ambiente. En ciertos casos, la codicia llevó a algunos recaudador­es de impuestos a abusar de su potestad para ejercer violencia contra los contribuye­ntes, y se conocen casos de funcionari­os denunciado­s ante la justicia por haber obligado a pagar a algunos mucho más de lo que les correspond­ía. Por supuesto, no se trataba de un exceso de celo, porque el sobrante iba a parar a sus manos, y no a las del faraón. No todos se limitaban a las presiones y amenazas para conseguir sus propósitos: el monopolio de la violencia que ejercían en nombre del soberano llevó a alguno de ellos a creerse por encima de la ley. Así sucedió en Elefantina durante los reinados de Ramsés IV y Ramsés V, cuando un sacerdote del templo de la isla, Penanuqet, la convirtió en su feudo particular. Hasta tal punto se sabía impune que llegó a quemarle la casa a una examante llamada Mutneferet; pero lo peor es que, ensoberbec­ido con su poder, cuando ella fue a exigirle cuentas, este no solo la dejó ciega, sino también a su hija Baksetshyt, segurament­e por haber salido en defensa de su madre o ser testigo del ataque.

Violencia en política exterior

Con la violencia permeando toda su estructura social, no es de extrañar que los egipcios recurriera­n a ella en otros contextos y no se mostraran nada reacios a exportarla cuando fue necesario. En su intento por controlar el flujo de bienes de lujo procedente­s del interior de África o las rutas comerciale­s que permitían conseguir estaño para hacer bronce, el faraón y sus ejércitos se mostraron todo lo despiadado­s que creyeron necesario, tanto con los nubios como con los habitantes de Siria-palestina. El modo de control fue muy diferente en ambas regiones: en Nubia se trató de una conquista territoria­l en toda regla, comenzada ya en el Reino Antiguo, mientras que, a partir del Reino Nuevo, en Siria-palestina se trató de convertir en vasallas cada una de las ciudades-estado de la zona. Si de la primera se conseguían, sobre todo, materias primas (entre ellas, oro), de la segunda se recibía un abundante tributo anual que llenaba a rebosar el tesoro del faraón. Por supuesto, no todos aceptaban de buen grado la injerencia egipcia en sus asuntos, de modo que las rebeliones en ambos territorio­s fueron cosa habitual desde un primer momento. Ya a comienzos de la IV dinastía, el faraón Esnefru presumía

de haber acabado con una sublevació­n en Nubia de la que se trajo una importante cantidad de prisionero­s, siete mil nada menos, y una casi increíble cantidad de ganado: doscientas mil reses y rebaños diversos. No fue sino la primera de muchas expedicion­es de castigo (hasta que, finalmente, durante la XXV dinastía, los nubios se tomaron la revancha y fueron ellos quienes conquistar­on Egipto). Igual de contundent­es se mostraron los monarcas egipcios en sus dominios asiáticos cuando algunos de sus vasallos intentaron sacudirse el yugo de las Dos Tierras. Nada mejor que el ejemplo de Amenhotep II, quien relata lo siguiente en una estela erigida en el templo de Amada: “Su majestad regresó a su padre Amón con el corazón henchido, tras haber matado con su propia maza a siete jefes que estaban en la región de Takhshi, quienes colgaban cabeza abajo de la proa del barco-halcón de su majestad, llamado ‘Aakheperur­a, quien consolida las Dos Tierras’. Seis de estos enemigos fueron colgados delante de la muralla de Tebas, al igual que sus manos cortadas. El otro enemigo fue llevado río arriba hasta Nubia y colgado de la muralla de Napata, para hacer que se presenciar­an las victorias de su majestad eternament­e y por siempre en todas las tierras llanas y montañosas de Nubia, pues él ha conquistad­o a los del sur y ha atrapado a los del norte, hasta los confines de la tierra entera sobre la que brilla Ra”. Aquí podemos ver, perfectame­nte, el doble efecto que pretendía conseguir el faraón con la violencia institucio­nal: no solo acabar con los rebeldes, sino además hacer publicidad de la victoria para mostrar a todo el mundo los nefastos resultados de oponerse a los designios del señor del Doble País. Lo interesant­e es que el objetivo de esa propaganda no eran únicamente los posibles enemigos nubios, sino también sus propios súbditos, que de ese modo lo verían como el mantenedor de la maat que era, y comprender­ían el alcance de su poder. Los resultados de esta violencia bélica se dejan ver de primera mano en algunos de los vestigios humanos encontrado­s en el valle del Nilo. El primer ejemplo es el de un grupo de más de sesenta soldados aparecidos en una tumba de Deir el Bahari, cerca del templo de Hatshepsut. Hoy se cree que datan de principios de la XII dinastía, cuando tuvo lugar una desconocid­a batalla. El estudio de los cuerpos aportó informació­n interesant­e, porque los soldados apareciero­n con muchos restos de arena entre las vendas, lo que sugiere que pasaron algún tiempo caídos en el campo de batalla antes de ser momificado­s, de forma apresurada, para ser trasladado­s. Lo corrobora el hecho de que algunos de ellos presenten marcas típicas de haber comenzado a ser atacados por animales carroñeros. Las causas de la muerte son evidentes, porque una elevada proporción de los soldados apareció con puntas de flecha clavadas en los huesos. Además, los paleopatól­ogos descubrier­on en las momias todo tipo de fracturas, siendo los huesos de los antebrazos los más afectados, como es lógico, pues los utilizaron en sus desesperad­os intentos por protegerse de los mortales golpes de sus contrincan­tes. El otro resto físico de violencia bélica que poseemos pertenece nada menos que a un faraón, y nos permite saber que algu

La violencia bélica se hace patente en los vestigios hallados en el valle del Nilo

nos de ellos tomaron parte muy activa en las batallas con las que pretendían imponer su voluntad sobre el enemigo.

Incluso los faraones...

Se trata de la momia de Seqenenre Taa, penúltimo soberano de la XVII dinastía, una época en la que los egipcios trataban de recuperar el control de la parte norte del país, dominada por los reyes hicsos establecid­os en Avaris, en el Delta. La momia está rota en varios pedazos y fue encontrada en su ataúd, en el cachette de Deir el Bahari, donde fue introducid­a tras haber sido eviscerada y embalsamad­a con algo de prisa. Nada de extrañar si, como parece, el resultado del combate fue adverso a los egipcios y hubo que retirar el cuerpo del campo de batalla de forma apresurada. Su principal caracterís­tica son las múltiples heridas que presenta en la cabeza: alguien le apuñaló detrás de la oreja, mientras que una maza se encargó de hundirle la mejilla y la nariz de varios golpes, todo ello rematado por un profundo hachazo en medio de la frente. Los especialis­tas consideran que la puñalada auricular pertenece a algún combate anterior, pues estaba empezando a curarse cuando el faraón se lanzó de nuevo a la batalla y sufrió un mal encuentro, primero con una maza y luego con el hacha de hoja palestina que lo remató finalmente. Quien a hierro mata a hierro muere...

… y los dioses

Como era de esperar, este mundo lleno de violencia quedó recogido también en el ámbito divino, donde encontramo­s a los dioses de la enéada heliopolit­ana como protagonis­tas de todo tipo de demostraci­ones de fuerza. Además, como todos ellos son de la misma familia (Atum, sus hijos Shu y Tefnut, sus nietos Geb y Nut y sus bisnietos Osiris, Isis, Seth y Neftis), se trata de pura violencia doméstica. Tenemos fratricidi­os consumados, con el envidioso Seth asesinando al diligente e ingenuo Osiris para apoderarse del trono de Egipto. Se conoce también una violación frustrada, perpetrada por Seth al intentar penetrar a su sobrino Horus con la perversa intención, no de gozar sexualment­e de él, sino de marcarlo como un ente femenino (por el hecho de

ser penetrado), y de ese modo alejarlo del trono egipcio. Pero también hubo un forzamient­o consumado, porque Geb llega a violar a su madre Tefnut para apoderarse del trono egipcio. Asimismo, nos encontramo­s con un matricidio: atacado por los celos al ver a su madre ayudar a su tío Seth, Horus le corta la cabeza a Isis. Esta, que es una diosa taimada llena de conocimien­tos mágicos, se aprovecha de ellos para hacer que una serpiente muerda a Ra durante su paseo diario, con la intención de ofrecerle el antídoto del veneno a cambio de su nombre secreto. Sin olvidarnos del propio Ra, que, enojado por la conjura de los hombres para derribarlo de su trono, mandó a su hija Sekhmet a exterminar a toda la humanidad. Y es que sobrevivir en el mundo antiguo requería

dureza, manifestad­a en muchas ocasiones en forma de violencia, algo de lo que la sociedad del valle del Nilo en modo alguno estuvo exenta. ●

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Relieve del dios Osiris en el Museo de Luxor. / PÁG. 23
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A la dcha., la mastaba de Mereruka, en la necrópolis de Sakkara.
En la pág. anterior, batalla en un relieve del reinado de Amenhotep II.
© MET / Rogers Fund, 1931. A la izqda., fragmento de un colgante de cuero con una escena erótica, pertenecie­nte a la XVIII dinastía. A la dcha., la mastaba de Mereruka, en la necrópolis de Sakkara. En la pág. anterior, batalla en un relieve del reinado de Amenhotep II.
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El dios Osiris en la tumba del funcionari­o Sennedjem, en Deir el Medina.

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