El Beethoven más político
La genialidad del compositor alemán es hoy más que conocida, pero pocos se preguntan cuál era su posicionamiento ideológico.
En una Europa que sufría profundas transformaciones, el genio defendió las ideas revolucionarias frente al viejo absolutismo.
No es ninguna novedad que Beethoven, de cuyo nacimiento se celebra este mes el doscientos cincuenta aniversario, fue un compositor revolucionario. Hizo sonar anticuada la música del período clásico, sentó las bases de la del romántico, que dominó el siglo xix, y avanzó esencialismos, disonancias y otros experimentos que solo volverían a escucharse con las vanguardias del xx. En otras palabras, marcó un antes y un después en su arte y significó en sí mismo una revolución. Hasta que él llegó, una sinfonía era poco más que un divertimento para muchos instrumentos, para que los aristócratas de turno complacieran sus oídos con graciosas melodías de salón. Sus nueve sinfonías, en cambio, y sobre todo la Ter
cera, la Quinta, la Sexta, la Séptima y la Novena, supusieron un estallido expresivo. Se daba la misma distancia entre ellas y todo lo anterior que la que habría más tarde entre los cuadros academicistas, tan impecables como insípidos, y un impresionista, un fauve, un cubista o algún otro hechicero con pincel. De hecho, los grandes sinfonistas del resto del siglo xix, desde Schubert, Mendelssohn y Berlioz hasta Schumann, Brahms y Mahler, no tuvieron más remedio que iniciarse en sus composiciones orquestales siguiendo o rehuyendo esta influencia tan inmensa, intensa e inspiradora como peligrosamente abismal a la hora de desarrollar un estilo propio. Pero Beethoven, por si fuera poco, escribió, además, obras de otros géneros que también representaron hitos en sus respectivos campos por la complejidad melódica y armónica, los potentes contrastes dinámicos, el dramatismo emocional, la vastedad de los movimientos y, por supuesto, la soberbia belleza del conjunto. Cinco conciertos para piano, uno para violín, el Triple concierto (para violín, violonchelo y piano más la orquesta), numerosos cuartetos de cuerda, la ópera Fidelio, la Missa solemnis y una treintena de sonatas para piano se cuentan entre estas maravillas. Gracias a páginas como estas del compositor, la música dejó de ser simplemente algo bonito que escuchar, a cuyo ritmo bailar o con que exaltar ceremonias religiosas o nacionales para volverse una experiencia trascendente en sí misma.
“Ese genio plebeyo”
Pero Beethoven no fue revolucionario únicamente en su arte. Su tiempo estuvo marcado a fuego por la Revolución Francesa, por las guerras napoleónicas y, en el Imperio austríaco en que vivió, por la tónica conservadora que volvió a imponerse, tras las aventuras anteriores, con el Congreso de Viena (1814-15), lo que en los países germánicos tuvo su manifestación estética en el aburguesado estilo Biedermeier. Pues bien, el compositor alemán experimentó estas fluctuaciones históricas, en general, a contracorriente de su entorno mayoritario. Fue innovador también en su orientación política; un idealista radical, aunque no violento; un intelectual progresista. Comulgó sinceramente con los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad durante la convulsa transición del Antiguo Régimen al siglo romántico, de la que fue el principal puente musical. Tales principios los asimiló “ese genio plebeyo”, como lo calificó agudamente Stravinski, en las décadas menos exploradas, hasta hace poco, de su biografía. Fue en sus años formativos, aquellos transcurridos
Creyó en los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad
en Bonn desde su nacimiento hasta que, con la mayoría de edad, se marchó a Viena para deslumbrar al mundo. Lo primero que debe decirse sobre la ciudad donde vio la luz Beethoven es que era un oasis liberal dentro del Antiguo Régimen. En 1770, cuando fue bautizado como Ludwig, germanizando el Louis de su abuelo, un afamado Kapellmeister llegado de Flandes (de ahí el “van” original del apellido), no hacía mucho que el arzobispado de Colonia estaba regido por un príncipe de ideas avanzadas. No en exceso, pero ciertamente más vanguardistas que las de los Wittelsbach que habían gobernado ese electorado los dos siglos anteriores. Mientras los dinastas bávaros habían entretenido sus horas cazando en los bosques del Rin, derro
chando fortunas en bailes, el juego y otros divertimentos señoriales, Maximiliano Federico von Königsegg-rothenfels recondujo la Hacienda del principado a inversiones menos frívolas. Quien había de ser su primer patrono y a quien el compositor dedicó una obra fundó, por ejemplo, la Academia de Bonn.
Un foco ilustrado
Esta apuesta inicial por los postulados ilustrados dio un decidido paso adelante en 1784, cuando asumió el relevo como arzobispo elector otro Maximiliano, el hijo menor de los dieciséis que alumbró la emperatriz María Teresa I de Austria. El archiduque Maximiliano Francisco no solo convirtió la academia de su antecesor en la Universidad de Bonn el mismo año de su asunción. También era un ávido lector de los autores de la Ilustración, que escandalizaban en muchas cortes europeas y esperanzaban a los demás. La medianía de su señorío de provincias, su independencia como Estado, el carácter periférico de este en el Imperio y su vecindad con Francia constituían ventajas para ello. Bonn no era Viena. La capital del electorado de Colonia disfrutaba de una etiqueta menos rígida, una sociedad más abierta y una mayor libertad intelectual. Por allí circulaba de lo último de Schiller, Goethe y Kant a los Rousseau, Voltaire y Montesquieu censurados en otros confines. A ello contribuía, en cierta medida, la relativa tolerancia que emanaba desde el trono imperial de José II. También era un déspota ilustrado, pero su hermano menor Maximiliano, por su posición, podía actuar con menos condicionamientos. El arzobispo de Colonia ejercía su función mayestática, vestía las púrpuras y los armiños y hacía todo lo que se esperaba de un príncipe elector. Sin embargo, a la vez se afanaba en dialogar en persona, sin intermediarios, con sus gobernados, sin importar su categoría social. Declaraba ser el responsable del bienestar general, dado que su deber como soberano era hacer lo mejor para sus súbditos. Y el tono que marcaba la Corona se irradiaba a la corte, imitada, a su vez, por la burguesía en sucesivas ondas expansivas que, a la postre, abarcaban al pueblo entero.
Maximiliano Federico von Königsegg-rothenfels, su primer patrono y a quien el compositor dedicó una obra, fundó la Academia de Bonn
Música a porrazos
De ahí que, por las calles de Bonn, no fuese extraño oír hablar en francés, el lenguaje de los aires nuevos. O que en 1787 se crease una Sociedad de Lectura en la que se compartían y debatían, además de las publicaciones nacionales, las llegadas del país vecino, ya en ebullición, lo que motivaba discusiones en torno a su candente actualidad política. Es más, tras la toma de la Bastilla, el periódico en francés de la ciudad publicó de forma íntegra la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciuda
dano, poco después de su aprobación en París. Este fue el ambiente liberal en el que se crio y estuvo sumergido Beethoven hasta los veintidós años. Su carrera musical había comenzado mucho antes. Su padre quiso hacer de él un nuevo Mozart, un prodigio precoz con el que ganar dinero en giras por palacios de toda Europa. Para ello, Johann van Beethoven –tenor que cantaba para la corte arzobispal, pero que nunca logró el renombre profesional de su progenitor, el Kapellmeister flamenco– sometió a su hijo a una férrea disciplina al piano. El niño, de un talento evidente, se adentró en ese mundo desde que era tan pequeño que había que elevar su taburete con una tarima para que llegase a las teclas. Johann, por desgracia, ejercía una autoridad severa, como se acostumbraba en ese entonces. Esto incluía serias palizas que solían acabar en llanto, ante la callada resignación de la madre, por lo demás afectuosa, una actitud que también se estilaba en esos tiempos. Algunos estudiosos no ven anómala esa escuela violenta, sino acorde con las azotainas y demás correctivos físicos de la pedagogía de la época. Otros biógrafos opinan, en cambio, que al hombre se le iba brutalmente la mano. Hasta el punto de que pudo haber causado daños físicos irreversibles, que explicarían la trágica sordera que afloró años más tarde. Lo que es seguro es que las tundas cincelaron golpe a golpe, con sufrimiento, el fuerte carácter de Beethoven, tan rocosamente altivo y rebelde como introvertido, huraño y fácilmente exasperable.
Un talento precoz
El caso es que el niño dio muy pronto su primer concierto ante una audiencia. Tenía siete años y dos meses, y el evento estuvo auspiciado por Maximiliano Francisco, entre cuyos patrocinados se encontrarían también Joseph Haydn y el ídolo de los Beethoven padre e hijo, Wolfgang Amadeus Mozart. Ufano por su vástago y consciente de que convenía conseguirle maestros más avezados que él, Johann lo hizo pasar por varios profesores escogidos entre sus compañeros de trabajo. También le permitía improvisar al teclado con ellos, como uno más, aun antes de cumplir los diez. El futuro creador adquirió así una impagable familiaridad con su herramienta expresiva, la música, con la consecuente libertad de trato. Fue en este desfile didáctico cuando, a los diez años, conoció a una de sus mayores influencias, no solo en el arte de los sonidos. Christian Gottlob Neefe, un organista contratado para el teatro de su corte por Maximiliano Francisco, se hizo cargo de la instrucción de Beethoven de una manera más asidua, competente y cálida que la recibida hasta el momento (por lo pronto, lo consideraba un “joven genio”, como expresó en la prensa de la época). Neefe era un músico versátil, que, además de ejercer como teclista, dirigía coros, montaba óperas y daba clases. Estuvo en condiciones de enseñar a su discípulo aspectos muy diversos del oficio. El progreso que realizó su alumno fue tal que, tres años más tarde, ya componía con cierta regularidad, acompañaba cantantes y misas al órgano, tocaba a las teclas el bajo continuo en espectáculos instrumentales y líricos e interpretaba en palacio la viola con la orquesta de la corte. En una palabra, era todo un profesional, y versátil. Pero la influencia de Neefe en Beethoven excedió lo estrictamente musical. También representó la figura paterna que el chico no tenía en su padre real, demasiado agresivo y cada vez más bebedor. Neefe transmitió al joven prodigio, además de mucho Bach, sus ideas políticas y sociales.
Bajo influencias libertarias
El profesor era un ferviente ilustrado, apasionado por los versos de Goethe y Schiller, seguidor del movimiento protorromántico Sturm und Drang, lector de filósofos idealistas como Kant, Hegel, Schelling y Fichte y, además, francmasón, lo mismo que otros modelos tempranos de Beethoven, como Haydn y Mozart. De todo ello se imbuyó el adolescente, que también se impregnó en la Universidad de Bonn de nobles aspiraciones, como la consecución de la fraternidad universal a través de la igualdad, la libertad y la oposición a cualquier tiranía. Beethoven se matriculó en este claustro liberal justo el año en que estalló la Revolución Francesa. Puede suponerse la exaltación ideológica que respiró en las aulas y en los cafés. Huella de estos años formativos cruciales en su ciudad natal, subestimados hasta tiempos recientes, fue el credo progresista que el compositor asumió con vehemencia de por vida. Lo resumió bellamente años más tarde en su correspondencia. Consistía en “hacer el bien allí donde podamos, amar la libertad
Cuando Neefe se hizo cargo de la instrucción de Beethoven, transmitió al joven prodigio, además de mucho Bach, sus ideas políticas y sociales
Sus últimos años en Bonn le depararon conocer en persona a Joseph Haydn, que no dudó en invitarle a Viena a tomar clases de composición con él
sobre todas las cosas y nunca negar la verdad, aunque sea frente al trono”. Un horizonte brillante parecía abrirse a esta edad ante el genio incipiente. Advertido de su talento desde hacía años, dos antes de la facultad, en 1787, el príncipe arzobispo había fletado a Beethoven a Viena a sus expensas, para que prosiguiera sus estudios y se diera a conocer. El joven llevaba en la maleta una treintena de obras de cuño propio –en su mayoría, pianísticas, camerísticas y Lieder de estilo clásico–, una agenda con estupendos contactos profesionales y nobiliarios (el conde Walsegg, los Von Breuning) y todas las expectativas que cabe imaginar.
Viena, objetivo fallido
La capital imperial no lo decepcionó. Allí pasó tres meses de gran actividad. En ellos se encontró con su admirado Mozart, unos quince años mayor que él y que reconoció el inmenso potencial de Beethoven al escucharlo tocar. Sin embargo, este no llegó a tomar clases con él, como querían ambos. Se debió a uno de los numerosos reveses que el destino reservaría a Beethoven. Su madre, a la que estaba muy apegado, había enfermado gravemente en Bonn. La tragedia en ciernes impidió su plan de regresar pronto a Viena. Su madre falleció ese verano, y la profunda depresión en que cayó su padre agravó su alcoholismo hasta tal extremo que las autoridades terminaron retirándole la custodia de los hijos. Esta recayó en Beethoven cuando cumplió los dieciocho años, lo que lo obligó a madurar de golpe y reconcentró la aspereza que lo caracterizaría. Trabajó duramente para sacar adelante a sus hermanos menores. Multiplicó sus apariciones como instrumentista en la orquesta cortesana y también dio clases, algo que odiaba. Su esfuerzo fructificó. De sus hermanos varones, uno fue farmacéutico y otro trabajó para Hacienda. Este final feliz lo reafirmó en otro de sus mantras vitalicios: la confianza en que la felicidad es inexorable para el individuo pese a las adversidades. A su entender, el espíritu humano podía superar los desafíos en un cosmos regido por principios racionales. Entretanto, sus últimos años en Bonn le depararon conocer en persona a Haydn. Este hizo escala en la capital arzobispal durante un viaje a Londres. Maximiliano Francisco presentó al maestro a su joven músico local, y este le mostró dos cantatas. Una la estaba escribiendo por encargo de la Sociedad de Lectura por la muerte de José II, y la otra, por el ascenso de su hermano Leopoldo II. Este último cultivaba un despotismo ilustrado como el soberano fallecido, pero acabaría aliándose con Prusia para luchar contra la Francia revolucionaria, donde ya estaba en serio peligro otro de los dieciséis hermanos Habsburgo-lorena, la reina María Antonieta.
Rebelión contra el silencio
La cantata fúnebre y la de coronación agradaron tanto a Haydn –el hombre que fijó la estructura de la sinfonía, consolidó la forma sonata y escribió los primeros grandes cuartetos de cuerda– que invitó a Beethoven a Viena a tomar clases de composición con él. La proposición cris
talizó dos años más tarde con el beneplácito de Maximiliano Francisco. El compositor de Bonn se trasladó en 1792 a la capital imperial. Rondaba los veintidós años y viviría allí un total de treinta y cinco, hasta su muerte en 1827.
En la metrópolis del Danubio florecerían tanto la culminación de su elegante período clásico, derivado de Haydn y Mozart, como su caudaloso catálogo romántico, iniciado con la Sonata n.º 8, la Patética, en 1799, y, con el ocaso de Napoleón en 1815, las sonoridades visionarias de sus últimos años, mientras aún “respiraba el aire de otro planeta”, como definió su inspiración en Beethoven el poeta Stefan George. Todo este legado portentoso, resonante en Europa entera, hundía sus raíces en los días remotos de Bonn. Otros aspectos de Beethoven se hicieron casi tan famosos como su música. Fue el caso de su asombrosa resiliencia. Ejercitada ante el maltrato paterno y las obligaciones familiares prematuras, esta le permitió transmutar el drama de la sordera, tan funesto para un músico, en un modo pionero de ejercer su profesión. Beethoven separó los roles del compositor y el intérprete, y compuso experimentos sublimes, como su Missa solemnis, sus últimos cuartetos de cuerda o incluso una monumental sinfonía coral, la extraordinaria Novena, desde el silencio más absoluto. Bonn estuvo también en el núcleo profundo del Beethoven revolucionario, aquel de los célebres desplantes: no descubrirse ante príncipes o suprimir a Napoleón Bonaparte de la portada de su Tercera por haberse encasquetado una corona. Ese compromiso indeclinable con la libertad, la igualdad y la fraternidad, con los principios de la Ilustración que había proclamado y difundido la Revolución Francesa, también retrotraía al hogar al músico por excelencia, afincado en la capital de la música. ●
Compuso su Missa solemnis y la Novena desde el silencio más absoluto