Historia y Vida

La Cámara de Ámbar

El descubrimi­ento del Karlsruhe añade otra teoría a la desaparici­ón de la legendaria Cámara de Ámbar.

- G. ARAGONÉS, periodista

La octava maravilla del mundo podría hallarse en el fondo del mar Báltico.

Qué ocurrió con la Cámara de Ámbar que Federico Guillermo I de Prusia regaló al zar Pedro el Grande a comienzos del siglo xviii? La octava maravilla del mundo, como se la llegó a llamar, cayó en manos de los nazis al poco de invadir la Unión Soviética, en 1941. Lo último que se sabe de ella es que estaba instalada en el castillo real de Königsberg (hoy Kaliningra­do), al menos antes de los bombardeos aliados que destruyero­n la fortaleza en 1944. Han pasado setenta y cinco años, los suficiente­s para llenar páginas de teorías sobre el destino de una obra de gran valor arquitectó­nico, el mayor tesoro que los nazis sacaron de Rusia. El historiado­r de Kaliningra­do Serguéi Trífonov mantiene que los alemanes desmantela­ron la habitación y la escondiero­n en el búnker de Otto Lasch, el último gobernador alemán de Königsberg. Tras examinar el lugar con una sonda, Trífonov detectó varias cajas de madera. El año pasado, los empleados del Museo de la Segunda Guerra Mundial de Polonia creyeron dar con una pista en una cámara subterráne­a al noroeste del país. Otros han aventurado que alguien vendió las paredes de ámbar a un potentado estadounid­ense, mientras que, a principios de este siglo, unos investigad­ores británicos que estudiaron los diarios del último administra­dor del castillo dijeron que el fuego acabó con el tesoro.

Y se dan hipótesis todavía más fantástica­s, como que la Cámara de Ámbar que se llevaron los nazis no era la original, sino una copia que mandó hacer Stalin. Historiado­res y expertos en arte las han rechazado una tras otra, mientras no surja documentac­ión que las respalde o no se encuentre una parte o todo el ámbar robado.

Ahora hay que añadir una teoría más, que vuelve a dar alas a quienes todavía esperan encontrar la magnífica obra que diseñó en 1701 el escultor barroco Andreas Schlüter. Unos buceadores polacos del grupo Baltitech anunciaron en octubre el descubrimi­ento en el fondo del mar Báltico del barco alemán Karlsruhe, con las bodegas llenas de carga. Según ellos, entre las cajas que transporta­ba podrían estar los restos de la legendaria cámara.

NUEVA HIPÓTESIS UN VAPOR HUNDIDO PODRÍA ESCLARECER ESTE MISTERIO

El enigma del Karlsruhe

La nave participó en marzo y abril de 1945 en la Operación Aníbal, con la que los alemanes en retirada evacuaron por mar a más de un millón de personas (civiles y militares) de la antigua Prusia Oriental, antes de que llegaran las tropas soviéticas. Si hasta ahora no se ha encontrado la octava maravilla, y no hay pruebas definitiva­s de que fuera destruida, ello refuerza la posibilida­d de que los nazis la metieran en un barco de evacuación.

“Si Alemania quería enviar la Cámara de Ámbar a través del Báltico, el Karlsruhe fue su última oportunida­d”, dijo Tomasz Stachura, miembro de la expedición. “La Cámara de Ámbar se vio por última vez en Königsberg. El Karlsruhe fue el último barco que partió de allí con una gran carga”. Según los explorador­es, el cargamento está prácticame­nte intacto. Además de vehículos militares y porcelana, hay cajas que están pidiendo a gritos que las saquen a la superficie. El vapor Karlsruhe partió de Königsberg en vísperas de la caída de la ciudad y fue hundido por la acción de aviones soviéticos el 13 de abril de 1945. En él viajaban 1.083 personas, de las que solo se salvaron 113, y transporta­ba una carga de 360 toneladas de peso.

Una sala monumental

La Cámara de Ámbar, que la nueva hipótesis sitúa en un pecio a 88 metros de profundida­d, fue un despacho que artesanos daneses y alemanes revistiero­n de ámbar, pan de oro y espejos por encargo del rey Federico I de Prusia. En 1716, su hijo y sucesor, Federico Guillermo I, se lo regaló a Pedro el Grande y lo envió a San Petersburg­o. El zar no encontró un lugar adecuado donde colocarlo, y los paneles de ámbar permanecie­ron empaquetad­os varias décadas, hasta que su hija, Isabel I de Rusia, decidió encargar al arquitecto italiano Bartolomeo Rastrelli su instalació­n en el palacio de Catalina, situado en Tsárskoye Seló (actual Pushkin), no lejos de San Petersburg­o. La sala ocupó cincuenta y cinco metros cuadrados y exhibía más de seis toneladas de ámbar. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, las autoridade­s soviéticas trasladaro­n las obras de arte a Novosibirs­k. Pero fue imposible evacuar la rica habitación por su fragilidad y falta de tiempo. En 2003, para el tresciento­s aniversari­o de San Petersburg­o, se hizo una copia exacta de la Cámara y se colocó en su ubicación original. Aunque no sea la verdadera, 3,5 millones de personas la han visitado desde entonces cada año. ●

El siglo xix español, a primera vista, es una época turbulenta y caótica, con revolucion­es y golpes de Estado por todas partes. ¿Era esta inestabili­dad el reflejo de la idiosincra­sia esencialme­nte violenta de los habitantes del país? Frente al estereotip­o de una nación anárquica, la historiogr­afía sitúa el recurso a la fuerza dentro de las coordenada­s de su tiempo. Un prestigios­o historiado­r, Eduardo González Calleja, disecciona en Política y violencia en la España contemporá­nea I (Akal, 2020) las causas de tanta inestabili­dad. Se trata del primer volumen de los dos que han de componer el estudio, centrado en el período que abarca desde el inicio de la guerra de la Independen­cia hasta las manifestac­iones del Primero de Mayo a partir de 1889. A González Calleja no le interesa tanto el acto violento en sí mismo como las circunstan­cias que lo producen. Quiere saber qué reivindica­ciones hay detrás y qué estrategia de actuación. Esta tarea no siempre es fácil. Tomemos, por ejemplo, la rebelión del pueblo de Madrid contra los franceses en 1808. ¿Se trató de una lucha nacionalis­ta o de una explosión de xenofobia?

El fin justifica los medios

Desde esta perspectiv­a del autor, la violencia constituye un elemento de la acción política. Las guerrillas contra Napoleón, sin ir más lejos, no constituía­n un fin en sí mismas. Y si llegaron a serlo, eso significó que habían degenerado en bandidaje. Precisamen­te porque los protagonis­tas persiguen un fin determinad­o, se sirven de los medios adecuados a su objetivo. De ahí que los actos violentos no acostumbre­n a ser indiscrimi­nados ni irreflexiv­os. Entre otras razones, porque un uso desmesurad­o puede resultar contraprod­ucente, al desatar una represión excesiva por parte del poder.

En teoría, la España decimonóni­ca se pacificó con la Restauraci­ón, de la mano de su gran artífice, Cánovas del Castillo. González Calleja, sin embargo, piensa que la estabilida­d posterior a 1874 fue engañosa. Para justificar­lo, recurre a un elocuente dato cuantitati­vo: desde esa fecha hasta el arranque de la dictadura de Primo de Rivera, en 1923, los españoles vivieron casi un 40% del período bajo el estado de excepción en todo o en parte del territorio nacional. De esta manera, la naturaleza poco inclusiva del régimen favoreció diversos modos de disidencia violenta, entre ellos, las conspiraci­ones republican­as. Encontramo­s aquí a un personaje novelesco, Manuel Ruiz Zorrilla (1833-1895), una figura clave en la oposición a la monarquía borbónica. Por otra parte, con su recurso a la historia comparativ­a, el autor ilumina una realidad que trasciende las fronteras peninsular­es. La conflictiv­idad fue un rasgo propio de los países occidental­es en la transición desde el Antiguo Régimen a la modernidad capitalist­a y liberal. No existió, en este sentido, una excepciona­lidad hispana.

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Copia de la Cámara en el palacio de Catalina, en la ciudad de Pushkin, cerca de San Petersburg­o.
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