El “imperio” de Erdogan
El islamismo turco representado por el presidente Recep Tayyip Erdogan aspira a desbordar el espacio otomano.
El polémico presidente de Turquía esgrime unas aspiraciones que van más allá de las glorias del Imperio otomano.
Oyen a los caballos? El Imperio otomano cabalga de nuevo. No solo ha resucitado en cuidadas series de ficción televisiva, sino también en el combate político turco. Los adversarios extranjeros del presidente Recep Tayyip Erdogan son los primeros en atribuirle delirios de sultán, cuando no de califa. Y la diplomacia artillada de Ankara, en los últimos tiempos, no contribuye precisamente a desmentirlo. Todo es un poco más complejo, pero la voluntad de proyección de la nueva Turquía excede incluso el espacio administrado durante siglos desde Constantinopla. Tras la llegada al poder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) a finales del año 2002, sultanes de hace cinco o seis siglos han descabalgado al general Atatürk a la hora de dar nombre a sus flamantes infraestructuras. Tal es el caso de los puentes Yavuz Sultan Selim –el tercero sobre el Bósforo– u Osmán Gazi, en Izmit (la antigua Nicomedia). La fiebre neootomana consume hasta a la oposición, llevando al alcalde kemalista Ekrem Imamoglu a adquirir en subasta un retrato de Mehmet II el Conquistador, al tiempo que guarda silencio sobre Santa Sofía. Como es sabido, la basílica levantada por Justiniano ha sido reconvertida en mezquita este año, tras ocho décadas como museo. Un sonoro portazo de Erdogan en las narices de Europa y también en las de la Unesco, por su ocultamiento de la imaginería cristiana. El presidente turco, que fuera un prometedor futbolista en su
barrio deprimido de Kasimpasa, cuna de la revolución industrial turca, nunca rehúye el cuerpo a cuerpo, como sabe su homólogo francés, Emmanuel Macron. Aunque la guerra de palabras a veces se vuelva guerra a secas. No hace falta extenderse en las tres operaciones turcas en tres años en el norte de Siria, ostensiblemente para frustrar la consolidación de un protoestado del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Desde entonces, tropas turcas y mercenarios islamistas ocupan una parte menguante de Idlib –en extraña convivencia con yihadistas de varias nacionalidades–, así como Afrín y una larga franja fronteriza. A ello hay que añadir las bases turcas en el norte de Irak, con el mismo objetivo de combatir al PKK, acuartelado en las montañas de Qandil. Menos nueva es la ocupación del norte de Chipre, que se remonta a 1974. Y menos predecible, el papel protagonista que el ejército turco ha terminado jugando en Libia, donde Ankara apoya al gobierno de Trípoli reconocido por la ONU. Las armas de Turquía –singularmente, los drones–, su asesoramiento militar y esa especie de legión extranjera formada por islamistas sirios han desbaratado el asedio de la capital y devuelto a las partes a la mesa de negociaciones. Como Argelia, Túnez o Egipto, Libia, evidentemente, formaba parte del espacio otomano desde los tiempos del pirata Barbarroja. Su tumba, junto al museo naval de Estambul, aún es saludada por los buques de la armada turca a su paso por Beshiktash, cuando navegan por el Bósforo. Aunque un partido hermano del AKP, Ennahda, entró en el gobierno tunecino, las cosas no han salido como Erdogan hubiera deseado en Damasco o El Cairo. El primer presidente egipcio
salido de las urnas, Mohamed Morsi, fue derrocado a sangre y fuego por el mariscal Abdul Fatah al Sisi.
Desde entonces, la escisión en dos bloques del campo suní es nítida. Por un lado, Turquía y Catar, agitando el populismo de base religiosa, representado desde hace casi un siglo por los Hermanos Musulmanes, y por otro, las autocracias de la región, de El Cairo a Riad y Abu Dabi, que rechazan la democratización en general y a la citada cofradía en particular. El apoyo de los primeros a Hamás, en Gaza, así como sus componendas con Irán, han alineado de forma cada vez más estrecha a los segundos con Israel. Francia también ha empezado a coleccionar desencuentros con Turquía, por tierra, mar y aire. El apoyo a bandos distintos en Libia es solo la punta del iceberg. Francia no ha digerido la creciente penetración turca en el África francófona,
desde Níger a Senegal, pasando por Malí, jugando la carta del islam político. Y es que Turkish Airlines vuela a más países africanos que cualquier otra línea aérea, y Erdogan ha cuadruplicado las embajadas en el continente. Y las academias militares. En Mogadiscio –como en Catar–, Turquía cuenta con una enorme base militar, en este caso para instruir al ejército somalí. En Sudán, antes del derrocamiento de Omar al Bashir, Ankara había logrado la cesión de la estratégica isla de Suakin so pretexto de rehabilitar su patrimonio otomano.
Lo cierto es que la factura de Turquía por el apoyo a Fayez al Sarraj en Libia incluye una delimitación marítima común, que ignora las aguas territoriales de las islas griegas. No por casualidad, el Mediterráneo oriental es el nuevo campo de batalla neootomano. Aunque la hoja de ruta de Erdogan –Mavi Vatan, o Patria Azul– fue trazada, de hecho, por un oficial kemalista, al que la infiltración gülenista (acusados de encabezar la asonada de 2016) en la judicatura luego intentó quitar de en medio. El caso es que una década de hallazgos de gas alrededor de Chipre o en aguas disputadas entre Grecia y Turquía ha caldeado la zona. Turquía ha aprovechado el tiempo para modernizar su armada y dotarse de barcos de prospección propios. Su primer portaaeronaves, una réplica del Juan Carlos I de Navantia, entrará en servicio a finales de año. Cabe decir que la reconversión de Santa Sofía en mezquita se produjo el día del aniversario del Tratado de Lausana, cuya denuncia es un nuevo caballo de batalla de Erdogan, que considera que Mustafá Kemal –que no tenía armada– cedió demasiadas islas. La de Castelórizo, singularmente, es la piedra en el zapato de Turquía, ya que achica extraordinariamente sus aguas territoriales, reduciéndolas prácticamente al litoral. Volviendo a la isla dividida, Erdogan ha interferido en la campaña de las presidenciales en la autodenominada República Turca de Chipre del Norte, favoreciendo la exigua victoria del candidato opuesto a la reunificación. Gran Bretaña, que jugó fuerte para que el desmantelamiento del Imperio otomano se saldara con una Turquía con bastantes kurdos pero sin ningún petróleo, es, actualmente, el país europeo más discreto ante las bravuconadas de Ankara.
No hay enemigos permanentes, y hoy comparten intereses. Por un lado, el de evitar que Chipre esté bajo una única bandera, algo que amenazaría las bases británicas. Por otro, el de reforzar el régimen autoritario de Ilham Aliyev en Azerbaiyán, donde la antigua British Petroleum es la principal extractora pri
vada. Dichos hidrocarburos luego atraviesan Georgia y Turquía –evitando Armenia– para llegar al Mediterráneo. Turquía, donde tanto el gobierno como la oposición se pronuncian cada día a favor de Azerbaiyán en su conflicto con Armenia, no solo está comprometida en la defensa del citado oleoducto, sino que facilita la llegada de mercenarios sirios para combatir a los armenios en el perímetro del Alto Karabaj.
A ello hay que añadir la hiperactividad turca en el antiguo pasto otomano en los Balcanes, volcada principalmente en los países o regiones de mayoría musulmana, como Albania, Kosovo o Bosnia. Hay que repetir que muchos turcos descienden de familias de refugiados musulmanes (muhayires) de origen balcánico.
El problema de Europa
Hoy Turquía, prácticamente arrinconada en Anatolia, ya no puede ser “el enfermo de Europa”. Sí, en cambio, el problema de Europa, porque es su guardabarrera, canalizando inmigración irregular, hidrocarburos u otras sustancias, a discreción. Así, entre febrero y marzo volvió a poner contra las cuerdas las fronteras de Grecia, que son las de la Unión Europea, alentando a miles de sirios, afganos, pakistaníes y hasta marroquíes a desbordar la verja o a alcanzar la isla de Lesbos. Para Bruselas, un chantaje.
Esta pasarela a Oriente Medio, paso marítimo obligado entre el Mediterráneo y el mar Negro, está jugando a fondo su situación estratégica. Un arma de doble filo, que el presidente turco Recep Tayyip Erdogan maneja con mucha más soltura que la mayoría de sus predecesores, coartados por la Guerra Fría y su condición fronteriza con la antigua URSS. Aquella Turquía, pobretona, seguidista y mostachuda, tal vez sea añorada en el occidente de Occidente, pero no por la mayoría de turcos. No volverá. Es imposible resucitar la política exterior turca entre 1950 y 1990 –o la falta de ella–, porque sus costuras –o sus alrededores– son completamente distintas. No solo por la caída del Telón de Acero –que le permitió volver a los Balcanes– y la desintegración de la URSS –cosa que hizo posible trenzar una relación particular con Georgia y, sobre todo, con la turcófona Azerbaiyán, aunque no con Armenia–. Lo que verdaderamente ha puesto patas arriba el tablero estratégico ha sido el esfuerzo concertado para derrocar los dos regímenes baazistas –laicos– de la región. En un caso, el de Irak, con el resultado de una victoria pírrica, y en el otro, el de Siria, con una victoria pírrica del adversario, Bashar al Asad, aún no sellada. En el bando de los perdedores, cientos de miles de muertos y millones de desplazados y de refugiados, en este caso con Turquía como primer destino.
A ello hay que sumar el asedio a otro vecino, Irán, acentuado durante los últimos cuatro años por Donald Trump. Aun así, el más veterano columnista de política internacional de Estambul, y probablemente del mundo, Sami Kohen, considera errónea la interpretación de que Turquía esté cambiando de eje. Esto se ha venido haciendo más evidente a lo largo del último año, a medida que Turquía y Rusia –pese a la polémica adquisición de baterías antiaéreas rusas– se iban encontrando en bandos opuestos, no solamente en Siria, sino también en Libia y, con más matices, en el conflicto del Alto Karabaj. Turquía, según la opinión de Kohen, busca un eje propio. En 2023 –si no antes–, los turcos deberán volver a las urnas, en el centenario de la República. El tándem con Catar, o el patrocinio de los Hermanos Musulmanes, puede ser circunstancial. Como lo puede ser el fin de la luna de miel con
Israel, tras sesenta años, o el intercambio de cuchillazos con el actual liderazgo saudí y sus adláteres de El Cairo y Abu Dabi. Pero devolver al redil a una economía del G20, con más habitantes que Alemania, es ilusorio.
La voz de los de abajo
Como puede serlo la ambición de Erdogan de acaudillar el mundo suní –frente a Arabia Saudí o Egipto–, cuando no todo el mundo musulmán. El problema irresoluble es que Turquía, como Irán, no es un país árabe (aunque Erdogan lea el árabe y su esposa lo hable), y, en el mundo árabe, la nostalgia por el pasado otomano es escasa, con la excepción de Palestina. Por eso, el presidente turco seguirá pulsando esta última tecla, abandonada por los líderes árabes y que es la que más popularidad le da en la calle árabe, pese a su alto riesgo frente a otras cancillerías. Los países musulmanes donde son legión los “fans” de Erdogan son, precisamente, aquellos ajenos al Imperio otomano, como Pakistán o Bangladesh.
Por otro lado, el uso político de la religión siempre ha ido aparejado, en Recep Tayyip Erdogan, con el discurso del humillado. Erdogan ha construido su carrera política como la voz de los de abajo, salido de sus mismas filas, aunque haya terminado concentrando el poder en sus manos como no sucedía desde los tiempos de Atatürk y, claro está, de los sultanes. Asimismo, en política internacional, pese a que procede del anticomunismo, ha adoptado un extraño tercermundismo, que le acerca, incluso, a Venezuela o Cuba (aunque lo primero que ofrezca una vez allí sea construir una mezquita). “Aguanta, amigo”, le dijo el presidente turco a Nicolás Maduro en el momento de mayor acoso estadounidense. Esta dimensión tercermundista, en la que no ha cosechado, ciertamente, grandes éxitos, convierte a sus medios afines en una empanada de difícil digestión, capaz de combinar la mojigatería islámica con Malcolm X y los Panteras Negras. “El mundo son más de cinco”, repite Erdogan un año tras otro en la Asamblea de la ONU. Con él o sin él, el mundo tendrá que acostumbrarse a que el país heredero del Imperio otomano ha vuelto a escena, como han vuelto China o Rusia, quizá porque en realidad nunca se fueron. Solo se estaban cambiando. ●
En 2023, los turcos volverán a las urnas, en el centenario de la República