AL ENEMIGO, NI AGUA
El veterano militar Ahmose dejó por escrito sus “hazañas” bélicas, entre ellas, la amputación de las manos de sus adversarios.
Ahmose fue un longevo militar de principios de la XVIII dinastía, nativo de El-kab, una ciudad a unos noventa kilómetros al sur de la antigua Tebas. Si bien su padre, Baba, tomó parte en la campaña contra los hicsos, comenzada por Seqenenre Taa, su progenitor más conocido es su madre, Abana, que lo acompaña como sobrenombre (Ahmose, hijo de Abana). Como militar, tuvo una amplia carrera, ya que combatió tanto en tierra firme como formando parte de la flota de tres faraones: Ahmose, Amenhotep I y Tutmosis I. Su bautizo de guerra se produjo durante la campaña que terminó por expulsar a los hicsos de Egipto, luchando contra ellos a las órdenes del faraón Ahmose en el ataque a su capital en el Delta, Avaris, y más tarde contra la fortaleza de Sharuhen, el último reducto de los hicsos en Palestina. Sabemos de su amplia hoja de servicios (llegó a ser almirante de la flota) porque él mismo la desgranó, orgulloso, desde las paredes de su tumba en su ciudad natal. Gracias a ella podemos ver muestras de la violencia egipcia para con sus enemigos.
El oro del valor
En su primera campaña siguió al soberano a pie, cuando este marchaba en su carro, y en los diferentes combates consiguió destacar como un valiente, haciéndose con dos manos, más tres mujeres y un hombre. El detalle de las manos es importante, porque se trata de una de las prácticas bélicas de los egipcios para demostrar valentía y que habían derrotado a un enemigo. Implicaba cortarle una mano, literalmente, al contrincante muerto, y presentársela a los diligentes escribas militares, con la esperanza de recibir, por ello, “el oro del valor”: un collar hecho con anillos de ese metal que no solo era una condecoración, sino también una recompensa en metálico. Tenemos una imagen muy gráfica de ello en los relieves de la batalla de Kadesh, del templo de Ramsés II en Abydos, donde un mercenario peleshet agarra el brazo izquierdo de un enemigo muerto a la orilla del Orontes y empieza a cortarle la muñeca con un cuchillo, con intenciones más que claras. Los egipcios no fueron los únicos en recurrir a este tipo de comportamiento, que hoy nos parece bárbaro. Durante el siglo xvii, el gobernador holandés de Nueva Ámsterdam (hoy Nueva York) exigió la presentación de la cabellera como prueba para poder cobrar la recompensa en metálico que ofrecía por cada indio muerto. En cuanto a esa contabilidad de enemigos muertos, los egipcios, en ocasiones, cambiaban las manos por los penes, que vemos amontonarse frente a los escribas en las paredes del templo de Ramsés III en Medinet Habu, mientras los cuentan afanosos.
Un botín humano
Acerca de las personas capturadas por Ahmose, es interesante imaginar cómo consiguió señalarlas, o inmovilizarlas de algún modo, durante el saqueo de la ciudad, para presentarlas como capturas a los aplicados contables militares, que luego las sumaban a la lista del botín. Ellos eran quienes informaban al faraón, que, a la postre, decidía la recompensa que merecía la hazaña, que solía consistir en regalárselos como esclavos a quien los había capturado. Veamos cómo cuenta Ahmose, hijo de Abana, su participación en un combate: “Yo estaba entonces en la vanguardia de nuestra tropa, luché de verdad, y su majestad observó mi valor, me traje dos manos y se las presenté a su majestad”. Un combate duro, con gran matanza de enemigos, tras el cual los supervivientes fueron trasladados a Egipto en una larga fila, atados los unos a los otros con una cuerda al cuello.
Con todo, quizá la descripción más gráfica de la violencia de los combates sea la siguiente, que describe el poder del soberano de las Dos Tierras: “Su majestad se enfureció como una pantera, disparó y su primera flecha se clavó en el pecho de aquel enemigo. Entonces, estos [...] abatidos por la llamarada de su cobra-uraeus. Al momento, se llevó a cabo una matanza y sus vasallos fueron traídos como prisioneros. Su majestad navegó río abajo, estando todas las tierras extranjeras en su puño, y aquel maldito iuntiu iba colgado boca abajo de la proa del barco-halcón de su majestad, atracado en Karnak”. ●
Para contar a sus enemigos muertos, a veces cambiaban las manos por los penes
En el antiguo Egipto, la figura del faraón era sacrosanta, nadie podía tocarlo. No tenemos más que ver el caso de Raur, un cortesano de la V dinastía que, por un descuido, resultó rozado por el cetro del soberano durante una ceremonia. Solo la intervención directa del monarca, diciendo que se sintiera bien, impidió que saliera mal parado del incidente. Otra prueba de ello es la elevada categoría social de la que disfrutaban ciertos miembros de la corte, que tenían el privilegio de tocar a menudo al soberano, como en el caso de sus manicuros personales. Véase, en este sentido, la calidad de la tumba de Niankhkhnum y Khnumhotep para comprobarlo. No obstante, el faraón no dejaba de ser alguien mortal, y eran sus más íntimos quienes mejor lo sabían. Por eso, al menos tres faraones (quizá cuatro) sufrieron un intento de asesinato con la intención de usurpar su trono: Pepi I (Reino Antiguo), Amenemhat I (Reino Medio) y Ramsés III (Reino Nuevo). La existencia de apenas un trío de conjuras, en casi tres mil años de historia, deja bien claro que el faraón, verdaderamente, era considerado como alguien intocable.
La conjura del harén
Todas las conjuras nacieron en el harén real, en el centro de la corte, pergeñadas por una reina secundaria deseosa de que el mayor de sus retoños ocupara el trono, en vez del heredero del reino. La mejor conocida fue la que sufrió Ramsés III en el año 29 de su reinado, y lo es porque se han conservado varios papiros que contienen las actas del juicio contra los conjurados. En ellas podemos leer desde confesiones donde se explican los detalles de la conjura hasta denuncias de otros cómplices, todo ello obtenido con las adecuadas dosis de “amabilidad” por parte de los interrogadores, por supuesto. Tampoco falta una lista con los nombres de los condenados y sus sentencias correspondientes, donde la violencia legal se usa, de forma contundente, como castigo. La instigadora de todo parece haber sido la desconocida reina Tiyi (ayudada por el chambelán Pabakkamen), decidida a que su hijo Pentaur se convirtiera en el siguiente faraón, aprovechando que, tras veintinueve años de reinado, Ramsés III estaba débil y enfrascado en preparar su primera fiesta Sed. Los conjurados no carecían de enjundia, porque, además de seis coperos reales y diez funcionarios del harén, una esposa secundaria del faraón, que era nubia, consiguió el apoyo de su hermano, Binemuast, “jefe de los arqueros de Kush”, un general del ejército, nada menos. Además, utilizaron todas las armas a su disposición, como la magia simpática, creando figurillas de cera de algunas de las personas encargadas de la seguridad del faraón. Con estas muñequitas vudú pretendieron crear confusión entre ellas y dejarlas sin fuerzas. La magia y el resto del plan funcionaron, ya que el comando logró infiltrarse entre las defensas de Medinet Habu, llegar hasta la alcoba de Ramsés III y degollarlo. Las pruebas de ello se encontraron hace pocos años en la momia del rey, al realizarle un escáner que sacó a
la luz unas heridas hasta entonces ocultas por la propia momificación. El arma asesina cortó con tanta violencia la carne que seccionó la tráquea y todos los tejidos blandos del lado anterior del cuello, causando un corte de siete centímetros de longitud en la laringe y llegando, incluso, hasta el esófago.
Crimen y castigo
Pese a conseguir su propósito de acabar con la vida del soberano, los conjurados no alcanzaron su objetivo de sentar en el trono a un nuevo heredero. Al final todos acabaron siendo juzgados y sentenciados. A los cómplices menores les cortaron la nariz y las orejas, mientras que los organizadores fueron condenados a muerte, y otros fueron obligados a suicidarse. Se les aplicó la máxima violencia, que iba más allá de quitarle la vida a una persona, pues el castigo implicaba cambiarles el nombre en todos los documentos oficiales que se referían a ellos. No se trataba de algo baladí, porque el nombre era, para los egipcios, uno de los cinco componentes del ser humano y ayudaba a definirlo como persona, junto al cuerpo, la sombra, el ka y el ba. De este modo, el condenado perdía parte de su esencia; pero, sobre todo, su capacidad para renacer en el más allá. Así sucede con uno de los principales encausados, Pabakkamen, “el servidor ciego”, pero cuyo nombre original posiblemente fuera “Ra está a su derecha”. Lo mismo ocurre con Parakamenef, “Ra le ciega”; Binemuast, “el malvado en Tebas”; Mesedsure, “Ra le odia”; Penhuybin, “Penhuy el malvado”; y Panik, “el demonio”.
Con esta damnatio memoriae (“condena de la memoria”), la justicia del faraón se aseguraba el sufrimiento total del condenado para toda la eternidad. Violencia en grado sumo, qué duda cabe. ●
Los conspiradores acabaron siendo juzgados y sentenciados