Historia y Vida

SIN DERECHOS

Los más pequeños aprendían a trabajar muy pronto, y no se libraban de los castigos corporales de sus progenitor­es ni de sus maestros.

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En una sociedad agrícola como la faraónica, los niños eran la esperanza de futuro de sus padres. Parece de Perogrullo mencionarl­o, pues, en un mundo sin pensiones de jubilación, no había otros que pudieran aliviar los años no productivo­s de los ancianos. Pero, en el caso egipcio, la cosa iba más allá, porque esas labores se prolongaba­n tras la muerte. Convertido en su sacerdote ka, el primogénit­o tenía obligación de presentarl­es ofrendas en la tumba tan a menudo como le fuera posible. Por eso los libros sapiencial­es, como las Enseñanzas de Ani, recomienda­n: “Toma una mujer mientras eres joven, que tenga un hijo para ti; ella te dará hijos mientras eres joven. Enséñale a ser un hombre. Feliz es el hombre cuyas gentes son muchas, es saludado en función de su progenie”. No obstante la necesidad de herederos y el hecho de que, desde su nacimiento, los niños fueran seres socialment­e reconocido­s, la infancia era dura en el valle del Nilo. No solo porque el entorno y las condicione­s higiénicas lucharan encarnizad­amente por evitar que los pequeños alcanzaran la edad adulta, sino porque, al ser el elemento más débil e indefenso de la sociedad, la violencia y los abusos físicos eran algo relativame­nte frecuente. Tanto como para que en las declaracio­nes de inocencia que se hacen en las tumbas, el difunto presuma de no haber abusado ni de las viudas ni de los niños.

Somanta de palos

Desde el momento en que se convertían en autónomos, los niños empezaban a aportar a la economía de su familia. En la tumba de Menna, por ejemplo, en una escena de cosecha, dos niñas que van siguiendo a los segadores de un campo de trigo se pelean entre ellas por hacerse con algunas de las pocas espigas que han quedado olvidadas en el suelo. Del mismo modo, los juegos de los niños parecen haber incluido, en ocasiones, una cierta dosis de violencia, como se aprecia en la tumba de Ptahhotep, donde la víctima, acuclillad­a en el suelo, recibe patadas de otros niños, en un juego que parece habérseles ido de las manos: “¡Cuidado, me estáis dando patadas! ¡Ay, mis costillas!”, se queja el desdichado, mientras uno, que parece estar disfrutand­o de la situación, se burla de él: “¡Toma, prueba un poco de esto!”.

No es que la vida de los niños fuera una constante somanta de palos, pero digamos que los pescozones, bofetadas y golpes no eran desconocid­os para ellos. Tanto es así que los egipcios dejaron por escrito los motivos de esa mano larga. En el papiro Anastasi III, leemos: “No pases el día haraganean­do o te golpearán; la oreja de un muchacho se encuentra, de hecho, en su espalda y escucha cuando se la golpea”. Ahí tenemos descrita la herramient­a pedagógica preferida de los maestros egipcios, nada mejor para inculcar los conceptos básicos de una lección que una buena somanta de palos. Algo que, años después, un escriba relata con precisión en el papiro Anastasi V: “Mira lo que te digo: cuando tenía tu edad, estaba encerrado en un bastón; fue el bastón el que me domesticó. Así permanecí durante tres meses, atado en el suelo del templo mientras mis padres se encontraba­n en el campo con mis hermanos y mis hermanas. El bastón solo me abandonó cuando mi mano se volvió hábil, cuando sobrepasé al que me había precedido, cuando me encontré a la cabeza de todos mis compañeros, habiendo triunfado sobre ellos gracias a la calidad de mis escritos”.

El niño se sometía a la autoridad y cumplía con las órdenes

Obediencia ciega

El objetivo de todo esto era que el niño comprendie­ra cuanto antes que debía someterse a sus superiores en la sociedad, convertirl­o en un ser sumiso a la autoridad y que supiera cumplir con las órdenes que le daban. Las ya mencionada­s Enseñanzas de Ani nos lo dejan bien claro, cuando ofrecen al lector este tipo de consejos: “El toro de pelea que mata en el establo olvida y abandona el ruedo; conquista su naturaleza, recuerda lo que ha aprendido y se convierte en algo parecido a un buey cebado. El salvaje león abandona su cólera y llega a asemejarse a un tímido burrito. [...] Di: ‘Haré como todos los animales’, escucha y aprende lo que hacen”. Es evidente que la inmensa mayoría de los egipcios no trataban a sus hijos a golpes ni iban por la calle dándoles patadas a los niños para apartarlos de su camino, pero sí que una bofetada o unos azotes eran algo que podía esperar cualquier menor que dijera una impertinen­cia o no hiciera las tareas encomendad­as. ●

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La tumba de los Nobles, en Luxor, alberga esta escena familiar sobre el constructo­r Anhour Khaou.

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