Las fans inglesas del Führer
El fervor de Diana y la loca obsesión de Unity Mitford
El de las hermanas
Diana y Unity Mitford fue un caso excepcional. Nacidas en el seno de una muy conocida familia aristocrática británica (eran seis hermanas y un hermano; arriba, cuatro de ellas, Nancy, Diana, Unity y Jessica), las dos jóvenes escandalizaron a la sociedad de su país al declarar abiertamente su admiración por Hitler.
Lo vieron por primera
vez durante el Congreso de Núremberg de 1933. Diana asistió en calidad de novia de Oswald Mosley, el líder de los fascistas británicos, con quien se casaría en 1936 en casa de los Goebbels y con el Führer como invitado. La acompañó su hermana pequeña, Unity Valkyrie, de veinte años.
Esta, haciendo honor a su nombre y su belleza nórdica, se propuso ser la “valkiria” de Hitler. Deslumbrada por su intervención en el mitin, persiguió al canciller por todo Múnich hasta que logró conocerlo en persona.
Unity se convirtió en
una especie de grupi del partido nazi. Acompañaba a Hitler a los actos oficiales e incluso escribió una carta en el diario antisemita Der Stürmer, instando a sus compatriotas a expulsar de Inglaterra a los judíos. Al enterarse, en 1939, de que Alemania y Gran Bretaña habían entrado en guerra, se pegó un tiro en la cabeza. No se mató, pero le quedaron graves secuelas neurológicas que le provocaron la muerte en 1948.
Winifred Wagner, nuera del célebre compositor, en el revelador documental Las confesiones de Winifred Wagner (1978), a un salvador de la patria, un hombre con la determinación y la fuerza suficientes para restaurar el antiguo régimen y devolver la “grandeza” a Alemania. Winifred conoció a Hitler en 1923, durante el festival anual de Bayreuth, dedicado a la obra de Richard Wagner, de la que el líder nazi era un gran admirador. Según sus palabras, le causó una “profunda y potente impresión”. A pesar de las reticencias de su marido, Siegfried Wagner, que consideraba a Hitler un “farsante arribista”, Winifred introdujo a su nuevo amigo en el influyente círculo wagneriano. Un círculo al que pertenecían destacadas personalidades de la cultura germana más nacionalista y antisemita, como Ludwig Schemann, promotor en Alemania de las teorías sobre la superioridad de la raza aria del conde de Gobineau, y Houston Stewart Chamberlain, casado con otra Wagner, Eva von Bülow, y autor del ensayo pangermanista Los fundamentos del siglo (1899), un texto de gran influencia en la configuración de la ideología nazi. La relación con Winifred le proporcionó a Hitler respetabilidad y prestigio social. Pero, para conseguir otro tipo de favores, más materiales, necesitó besar manos aún más enjoyadas que las de Wagner. El líder nazi desplegó sus dotes de seducción para atraer a su causa a señoras adineradas y muy de derechas. Como la princesa rumana Elsa Bruckmann, esposa del magnate Hugo Bruckmann (editor, no por casualidad, de Chamberlain), quien le introdujo en su selecto grupo de amistades y le presentó a destacados banqueros y empresarios. O como Gertrud von Seidlitz, una acaudalada dama de la alta sociedad que puso parte de su fortuna a disposición del NSDAP. También fue el caso de Marie Adelheid de Lippe, una aristócrata venida a menos, pero muy bien relacionada, que colaboró, activamente, con el nazismo, trabajando como asistenta del ministro de Agricultura Walther Darré. De Lippe difundió, además, el ideario nazi a través de la traducción de textos y la redacción de sus propios ensayos (actividad que mantuvo hasta su muerte en 1993, traduciendo obras negacionistas del Holocausto y promoviendo publicaciones neonazis).
Otra de las “conquistas” del austríaco fue la neoyorquina Helene Hanfstaengl, mujer de Ernst “Putzi” Hanfstaengl, pianista, empresario y mecenas del NSDAP, quien escondió a Adolf Hitler en su casa tras el putsch de 1923 y evitó que se suicidara de un tiro en la cabeza.
Hitler encontró en ellas a unas aliadas para impulsar su proyecto
Pero, sin duda, la mayor benefactora de Hitler fue Helene Bechstein, esposa del famoso fabricante de pianos Carl Bechstein. Helene conoció a Adolf en 1921 por mediación de Dietrich Eckart, uno de los fundadores del NSDAP, a quien Bechstein, que compartía sus ideas nacionalistas y antisemitas, estaba prestando ayuda. Según Otto Strasser, un miembro del partido que más tarde rompería con Hitler, Bechstein “le prodigaba una devoción extasiada y levemente maternal”. Helene acogió a su “pequeño lobo”, como le llamaba cariñosamente, casi como a un miembro más de su familia: le ayudó a refinar sus modales e imagen pública, le introdujo en los ambientes de la alta sociedad, le proporcionó fondos para el partido, le asistió durante su intento de huida a Austria tras el levantamiento de Múnich, le visitó y le mandó regalos durante su estancia en la cárcel (incluida la máquina de escribir con la que mecanografió Mein Kampf ), le obsequió con un flamante Mercedes cuando salió de ella e, incluso, le animó a cortejar a su hija adolescente con la esperanza de que se convirtiera en su yerno. Tras la guerra, fue detenida por las fuerzas estadounidenses y sentenciada a trabajos forzados por su colaboración con los nazis. Gran parte de sus bienes fueron confiscados.
La llegada del “salvador”
Tras alcanzar el poder en 1933, la popularidad de Hitler comenzó a crecer de forma extraordinaria. Gran parte de las mujeres alemanas, no solo sus votantes, fueron cayendo poco a poco bajo el influjo del Führer. Unas, las más impresionables, a causa de la intensa y eficaz propaganda desplegada por el régimen, que mitificó la figura de Hitler hasta convertirla en casi divina. Otras, por el deseo de volver a encomendarse a un líder fuerte tras vivir la experiencia de la democracia de forma insatisfactoria. Y la mayoría, por puro interés, porque veían cómo la situación económica y social estaba mejorando y las políticas del gobierno les beneficiaban.
El régimen se afanó durante los primeros meses en reducir el desempleo (entre otras medidas, expulsando a las mujeres del mercado laboral) y en limpiar su imagen de partido violento, purgando a los agresivos camisas pardas. La suma de
Muchas alemanas, no solo sus votantes, fueron cayendo bajo su influjo
estos tres factores –la percepción de un liderazgo firme, ver a sus maridos e hijos con trabajo y que hubiera seguridad en las calles– hizo que muchas alemanas, incluso aquellas que criticaban al resto del gobierno (en estos años se fue popularizando la famosa frase “si el Führer lo supiera”, para disculpar los errores del régimen), depositaran su confianza en Hitler y prefirieran no ver los aspectos más negativos –represión, “limpieza racial”, adoctrinamiento ideológico, militarización– de su mandato.
Esta distinción entre partido y persona parece que fue muy común entre muchas alemanas. Tanto es así que se convirtió en una explicación –¿justificación?– muy repetida entre las admiradoras de Hitler más célebres cuando fueron interrogadas sobre su filiación nazi tras la guerra. La cineasta Leni Riefenstahl, autora de los afamados documentales propagandísticos El triunfo de la voluntad (1935) y Olimpiada
(1938), confiesa en sus memorias que se sintió cautivada por la personalidad de Hitler y halagada por la admiración profesional que le profesaba. A pesar de no coincidir con sus ideas racistas, confió en sus planes políticos para Alemania, al igual que millones de compatriotas. La popular aviadora Hanna Reitsch vio en Hitler a un líder capaz de poner en práctica sus ideas nacionalistas. Como Leni, se sentía profundamente complacida por el reconocimiento que recibió del Führer. Nunca renegó de él, y siempre lució con orgullo la Cruz de Hierro que le otorgó personalmente. Lo cierto es que ninguna de las dos se afilió nunca al partido, algo que sí hicieron otras celebridades, como la cineasta Thea von Harbou, que, a diferencia de su exmarido Fritz Lang –con quien trabajó en filmes como Metrópolis (1927) o M, el vampiro de Düsseldorf (1931)–, no se exilió y continuó trabajando bajo el régimen nazi.
También fue ese el caso de la escritora Ina Seidel, autora de populares novelas históricas (El hijo, El laberinto) que contribuyeron a difundir la ideología nacionalsocialista, o de la pianista Elly Ney, especialista en Beethoven, que fue una nazi convencida y colaboró estrechamente con el régimen en su política cultural. Curiosamente, una de estas mujeres nos sirve como posible respuesta a las preguntas formuladas al principio: Thea von Harbou, después de ser liberada de un campo de prisioneros británico en 1945, trabajó varios meses como “mujer de los escombros”. ●