Historia y Vida

LA ROPA DE MUJER QUE EMPEZÓ SIENDO DE HOMBRE

Faldas, tacones y, desde luego, pantalones echaron a andar en el terreno masculino. Así pasaron al armario femenino.

- ABIGAIL CAMPOS PERIODISTA

A la izqda.,

Marlene Dietrich en

Morocco, película dirigida por Josef von Sternberg en 1930.

La mayoría de las prendas que vestimos no tiene su origen en el mundo de la moda, sino en las necesidade­s del ser humano en un momento dado de la historia. El objetivo, a menudo, ha tenido que ver con garantizar la comodidad en una determinad­a tarea, ya fuese el trabajo, la guerra o actividade­s como la caza o los deportes. La historia nos deja muestras de prendas y accesorios que no estaban destinados al público que hoy los luce. Muchos, por ejemplo, nacieron para ser utilizados por hombres y, con el devenir de los tiempos, han pasado a ser exclusivos de las mujeres. Otros han terminado por tener un uso unisex. Y los hay que en su origen carecían de género diferencia­do y, con el paso de los años, acabaron ganándolo.

Leotardos de altura

Jules Léotard nació en Toulouse en 1838. Intentó estudiar Derecho, pero la vida le tenía guardado un trapecio y unas medias de lana para pasar a la historia. Comenzó a trabajar en un circo, y se convirtió en un acróbata de fama mundial al inventar el trapecio volante, con el que acometía asombrosas hazañas. Para sus ejercicios, el trapecista necesitaba una prenda que le permitiera una libertad total de movimiento en las alturas. Así, empezó a usar una malla tupida de lana que causó un revuelo monumental en la sociedad del siglo xix, impactada por esa pieza totalmente ajustada al cuerpo. La malla dejaba adivinar sin mucha imaginació­n el envidiable físico del acróbata, que ya conquistab­a corazones allá por donde pasaba. El leotardo se quedó para siempre con el apellido de su creador, aunque su uso masculino actual se reduzca casi únicamente a los profesiona­les del ballet.

Tacones ¿para la guerra?

Poder, sensualida­d, erotismo... La simbología de los tacones es profusa y está ligada al sexo femenino. Pero al principio no fue así. Los zapatos con tacón nacieron por una necesidad estratégic­a. Los hititas, civilizaci­ón asentada en la península de Anatolia que se desarrolló entre los siglos xvii y xii a. C., eran un pueblo guerrero. Los miembros de su ejército los incorporar­on a su vestimenta con el fin de

El acróbata Jules Léotard hacia 1865.

afirmar el pie a los estribos del caballo, ganar estabilida­d y dejar ambas manos libres para manejar el arco.

En la Edad Media, los hombres y las mujeres de clases acomodadas llevaban calzas con alzas, con las que evitaban pisar la suciedad del suelo y, al mismo tiempo, conseguían mantener limpios los bajos de la vestimenta. Pero aquello eran plataforma­s, por utilizar un término actual. El tacón como tal, aquel elemento diferencia­dor que llevaban los hititas, comenzó a entrar en Europa occidental a finales del siglo xvi, cuando el sha de Persia Abbas I mandó una serie de delegacion­es diplomátic­as para intentar establecer lazos con sus gobernante­s. El gusto por lo oriental se puso de moda en Europa, y aquel exótico calzado tan masculino saltó de los ejércitos al terreno de la estética. Pronto comenzaron a verse en las cortes; y, aunque no fue el primero en emplearlos, los de Luis XIV de Francia se ganaron a pulso su titular en la historia. El Rey Sol los incorporó a su vestuario como símbolo de masculinid­ad, poder y privilegio. Fichó a un zapatero llamado Nicholas Lestage, a quien indicó que se los hiciera

gas y faldas. Pero hay algunas referencia­s arqueológi­cas que sitúan los primeros pantalones en la cultura celta. Los pueblos germanos también los lucían, con tejidos que teñían de rayas y cuadros. Los romanos, por su parte, identifica­ron esta prenda con los bárbaros, y, en el año 397, el emperador Honorio prohibió su uso en Roma. Con la progresiva mezcla de pueblos y costumbres, el pantalón acabó extendiénd­ose, primero entre clases populares (artesanos, campesinos, marineros y gentes de clases bajas en general), hasta hacerse universal en Occidente..., aunque solo entre los hombres.

Pocas prendas representa­n mejor el dominio secular masculino que el pantalón. La historia de su conquista para el armario femenino está íntimament­e ligada a

Las mujeres que defendían el uso del pantalón eran tachadas de indecentes

la lucha por la igualdad de derechos de las mujeres. Las pioneras en llevarlos, como la líder feminista Amelia Bloomer (18181854), se enfrentaro­n a la sociedad del siglo xix y generaron oleadas de indignació­n. Aquellas que defendían el uso igualitari­o del pantalón eran tachadas de indecentes, masculiniz­antes, defensoras del amor libre, el divorcio y el consumo de tabaco entre la población femenina. Con la Primera Guerra Mundial comenzaron a cambiar las cosas, y el giro definitivo se dio en el período de entreguerr­as. La mujer se incorporó a las fábricas y asistió a los soldados en el campo de batalla: el pantalón se hizo necesario por razones eminenteme­nte prácticas. Mención aparte merece el vaquero. La que hoy es la prenda unisex por antonomasi­a nació como ropa de trabajo. Se remonta al siglo xii, en la ciudad de Génova (Gênes es Génova en francés, lo que derivó en “jeans” para los angloparla­ntes).

Su armada necesitaba un pantalón que fuera muy resistente. Durante mucho tiempo, los vaqueros quedaron limitados al terreno laboral, y su uso generaliza­do (masculino) se remonta al año 1873, cuando la oficina de patentes americana autorizó a Levi Strauss la producción industrial en exclusiva de estos pantalones. Pero la compañía pronto vio un filón en la clientela femenina, y en 1934 creó los Lady Levis. Estaban pensados para trabajador­as de granjas y ranchos del Oeste americano. Y también se los enfundaban, como licencia exótica, las mujeres que pasaban sus vacaciones en ranchos para turistas. Llevaban botones en la bragueta en lugar de cremallera, un pequeño gesto con el que se intentaba mantener cierto decoro.

Gabardina en excedente

Los pantalones no han sido el único ejemplo de vestimenta que, por diferentes motivos, ha pasado de hombres a mujeres. Thomas Burberry creó un tejido transpirab­le, impermeabl­e y resistente en 1880, revolucion­ando las hasta entonces pesadas prendas de lluvia. Tras varios modelos preliminar­es, la famosa gabardina prosperó durante la Primera Guerra Mundial (no en vano, se la conoce en inglés como trench coat, abrigo de trinchera). Su funcional diseño presentaba trabillas para que los oficiales del ejército británico pudieran colgar de ellas su utillaje, y hasta disponía de anillas en forma de D para acarrear granadas. Una solapa frontal ofrecía protección adicional, y un panel impermeabl­e en la espalda permitía que el agua se deslizara fácilmente.

Las mujeres comenzaron a utilizar gabardinas después de la Segunda Guerra Mundial para dar salida a los excedentes de aquella pieza, asociada durante años al ámbito militar y después convertida en unisex.

Un tardío esmoquin

Pero el uso indistinto por géneros de las prendas no siempre ha nacido de la necesidad. En ocasiones ha llegado simplement­e de la mano de la moda y la estética, como es el caso del esmoquin. A mediados del siglo xix, los caballeros ingleses comenzaron a ponerse lo que se

uno de los escasos ejemplos de falda masculina: el kilt escocés.

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A la izqda., la actriz alemana Julia Arnall, vestida con gabardina y fumando un cigarrillo, en 1956. A la dcha.,

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