Y MARAVILLOSAS
florentino, Francesco Guicciardini, afirmó que “la empresa descubridora” había “hecho reconsiderar muchas afirmaciones de los escritores anteriores”. A su vez, el jesuita José de Acosta, a la vista de tantas “cosas nuevas y extrañas” que se habían descubierto, dedicaba un amplio espacio de su Historia natural y moral de las Indias a detallar en qué se habían equivocado los clásicos. No acertaron al afirmar que las Antípodas no existían, ni al pretender que en una región del planeta denominada “Tórrida”, la vida resultaba imposible por el excesivo calor. En adelante, las opiniones de autoridades sacrosantas como Aristóteles ya no iban a contar tanto. Importaba más lo que se podía aprender de primera mano, a través de la experimentación. Es a esto a lo que se refería el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo cuando aseguraba que las cosas que él decía no se podían aprender en Salamanca, París o Bolonia, es decir, en tres de las universidades más importantes de la época.
En busca de la utilidad
Las Indias abrían un riquísimo filón para emprender todo tipo de estudios, tanto en humanidades como en las ciencias de la naturaleza. Las investigaciones acostumbraban a realizarse no por afán de saber, sino con vistas a resolver algún problema práctico. En el ámbito de la navegación, por ejemplo, se necesitaban mapas de las costas americanas. También se buscaron otro tipo de informaciones, como datos acerca de los eclipses. Gobernar equivalía a tomar una multitud de decisiones. Si se tenían que fijar los impuestos que iban a satisfacer los nativos, ¿cómo establecerlos sin tener alguna noción de cómo era su mundo antes de la conquista? Había que averiguar cuánto tributaban a sus antiguos señores para obtener, así, una orientación sobre qué se les podía exigir. Como apuntó Elliott, “las visitas de funcionarios reales a las localidades indias tendían, así pues, a convertirse en laboriosas investigaciones sobre la historia, la posesión de la tierra y las leyes de sucesión de las sociedades indígenas”. La elaboración de diversos trabajos con información de los territorios americanos se entiende, en esta línea, como un servicio
A la dcha., detalle de una carabela en el cuadro de Alejo Fernández Virgen de los Navegantes, en el Real Alcázar de Sevilla.
En la otra pág., un mapa del mundo elaborado por el cartógrafo italiano Paolo Forlani y publicado por el grabador Fernando Bertelli en Venecia, en torno a 1565. a los intereses imperiales. Juan López de Velasco, entre 1571 y 1574, escribió su Geografía y descripción universal de las Indias, donde daba cuenta de los pueblos nativos, los fenómenos naturales y otras cuestiones relevantes. Su obra, sin embargo, no llegó a influir en la opinión pública porque no se publicó hasta el siglo xix. Elliott, en su clásico El Viejo Mundo y el Nuevo (1492-1650), indica que este fue el destino de diversos trabajos de investigación de la época. También fueron para el uso privado de las autoridades las Relaciones Geográficas de Indias, los cuestionarios detallados que Felipe II hizo distribuir en México. Esta macroencuesta pretendía averiguar todo tipo de datos sobre impuestos, recursos, mercados, costumbres nativas y otras cuestiones que debían ayudar al Estado a gobernar su territorio. Las Relaciones se consideran el primer estudio estadístico sobre la realidad americana. ¿Por qué tantos conocimientos no llegaron a salir a la luz? Se trataba, en algunos casos, de una cuestión política. La razón de Estado dictaba que un enorme caudal de saber, en campos como la astronomía,
Los conocimientos no siempre salieron a la luz por cuestiones políticas
las matemáticas y otras disciplinas, no debía caer en manos de las potencias enemigas de España. De ahí que el Consejo de Indias se negara a autorizar la publicación del Itinerario de navegación de los mares y tierras occidentales, del cartógrafo Juan Escalante de Mendoza. El libro no se publicaría completo hasta una fecha tan extremadamente tardía como 1985.
Entre la fe y la ciencia
El Estado tenía incentivos fiscales para conocer a los indígenas. La Iglesia, por su parte, pretendía evangelizarlos. Para facilitar esta tarea, los religiosos elaboraron diccionarios de las lenguas autóctonas y se esforzaron por conocer sus costumbres y su antigua fe. Si había que evangelizar a los indios, primero se necesitaba averiguarlo todo acerca de su forma de pensar y de vivir. De otro modo, estos seguirían practicando sus viejas idolatrías, sin que los españoles, por falta de conocimientos, se dieran cuenta. En ese sentido se manifestaba, en 1581, fray Diego Durán: “Y así erraron mucho los que, con buen celo, pero no con mucha prudencia, quemaron y destruyeron al principio todas las pinturas de antiguallas que tenían [los nativos], pues nos dejaron tan sin luz, que delante de nuestros ojos idolatran y no los entendemos”. Autores como los franciscanos Toribio de Benavente o Bernardino de Sahagún se convirtieron en pioneros de la etnografía por sus trabajos en la Nueva España. Es cierto que su labor investigadora estuvo guiada por un objetivo proselitista, la conversión de los nativos, pero eso, como señala Jaime Marroquín en Diálogos con Quetzalcóatl, “no vuelve su trabajo menos moderno”. Ambos, al tiempo que describían las formas de vida indígenas, propugnaron la igualdad de los indios mexicanos respecto a los europeos. Sahagún, por ejemplo, escribió que los primeros tenían suficiente capacidad para aprender tanto las artes como la teología. Por su parte, Benavente se dedicó a profundizar en las costumbres de los pueblos originarios. De su pluma salieron descripciones pormenorizadas de aspectos como las fiestas o las creencias religiosas. Según Marroquín, este tipo de humanistas, de adscripción religiosa, defendieron como evidente que Mesoamérica no es