MIEDO A LA TECNOLOGÍA
Innovaciones tan decisivas como la imprenta, el ferrocarril o Internet han transformado el mundo, pero también fueron rechazadas por muchos en sus inicios.
“Es obvio lo que producirán [las letras] en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos”. Es más, Thamus alerta de la ignorancia a la que puede conducir la escritura en quienes la aprendan: “Parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad”. La percepción de un avance incomprensible abre un precipicio ante los ojos de quien lo contempla por primera vez. Un abismo de miedo a las consecuencias de lo que no se conoce, miedo a perder el statu quo por parte de los que dominaban los sistemas previos. Ya en la antigua Roma, Tito Livio llamaba a afrontar estas incertidumbres asociadas a la novedad con valentía: “El miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son”, escribió.
La Iglesia, contra la imprenta
La invención de la imprenta a mediados del siglo xv avivó las llamas de ese miedo a lo desconocido, mientras pulverizaba el esqueleto del conocimiento desarrollado hasta entonces. Los monjes habían tenido el privilegio de reproducir los textos en manuscritos, y había sido prerrogativa de la Iglesia la difusión del saber escrito. El invento de Gutenberg podía democratizar esta estructura. Con el incremento de libros, las ideas críticas contra los poderes del rey y la religión comenzaron a propagarse. Según los historiadores Asa Briggs y Peter Burke en De Gutenberg a Internet, hacia 1500, las 250 imprentas que había en Europa habían dado paso a 27.000 ediciones, ante el rechazo de muchos de los grandes intelectuales de la época. A finales del siglo xv, el monje y erudito alemán Johannes Trithemius hizo de la resistencia contra la imprenta una cruzada
personal. Afirmó que generaría una menor profundidad de los pensamientos y sería un ataque a la ética por la facilidad de reproducción que implicaba. Su apellido dio nombre con el tiempo a un síndrome asociado a las dificultades para aceptar el cambio y la búsqueda de razonamientos lógicos para luchar contra él.
El miedo a las máquinas
La Revolución Industrial transformó el paisaje y la vida de millones de personas. La máquina de vapor y las fábricas dibujaron un mundo nuevo en el que innumerables individuos se vieron arrastrados a las ciudades, donde crecieron las bolsas de miseria y precariedad. Aquel no era un avance apetecible para muchos, que consideraron que los nuevos inventos habían deteriorado su existencia. En este entorno surge el ludismo, movimiento contrario a la destrucción del empleo artesanal, generada por la industrialización. Entre 1811 y 1816, múltiples grupos atacan y destrozan miles de máquinas. Siguiendo su ejemplo, el 2 de marzo de 1821, más de un millar de jornaleros de los pueblos circundantes acudieron a la ciudad alicantina de Alcoy y destruyeron diecisiete máquinas. Asociado a la Revolución Industrial, un invento se erige en punto culminante de la nueva época: el ferrocarril. Ese ingenio que circulaba con vértigo y despedía amenazadoras columnas de humo fue considerado por la población como un instrumento diabólico. Incluso los medios y científicos más reputados alertaban de los efectos de hacer uso de él. “El paso excesivamente brusco de un clima a otro producirá un efecto mortal sobre las vías respiratorias”, destacaba la Academia de Ciencias de Lyon en 1835. E iba más allá: “Para una mujer embarazada, el viaje la conduciría inevitablemente a un aborto con todas las consecuencias”.
La gente temía, además, los accidentes. Desde luego, no ayudó mucho la ceremonia de inauguración de la línea Liverpool-mánchester. El 15 de septiembre de 1830, el acto reunió a lo más granado de la política y la industria británicas del momento. Entre los invitados se encontraba el parlamentario William Huskisson, quien tuvo el infortunio de bajar de su vagón y toparse de frente con una locomotora que lo arrolló, dejándolo malherido. Murió a los pocos días. Trágica tarjeta de presentación para el invento. No fue menos intenso el temor a la electricidad, que se extendió por el mundo cuando empezó a formar parte del mundo doméstico. Según cuenta el historiador Graeme Gooday en Domesticating Electricity, esta fobia se hizo especialmente patente entre las empleadas del hogar que trabajaban a finales del xix y principios del xx en residencias dotadas de instalación eléctrica. Temían que, como había pasado con las calderas de vapor o el gas, las casas explotaran súbitamente.
Un progreso imparable
El siglo xx vino cargado de inventos que cambiaron la vida y el ocio de las sociedades avanzadas. La llegada del cine parecía hacer realidad los relatos de ciencia ficción. Esa rompedora aparición de figuras en movimiento despertó a la vez el asombro y el espanto de los primeros espectadores. Es conocido el ataque de pánico que desató la proyección de La llegada del tren a la estación, de los hermanos Lumière, en 1896 (aunque hay
una joven, en un café, con las herramientas de trabajo y ocio propias de este siglo, un ordenador y un móvil.
En la pág. anterior, un grabado sobre un dibujo de Jan van der Straet, acerca de la impresión de libros, fechado entre finales del siglo principios del y
El siglo xx vino cargado de inventos que cambiaron la vida de las sociedades
quienes ponen en duda que se llegara al punto de echar a correr de la sala). A partir de ahí, toda la centuria se convirtió en una incansable escalada tecnológica. La radio, la televisión, la propagación de los electrodomésticos y, a finales de siglo, la revolución total: Internet. Célebre es la frase crítica con los avances que incluye George Orwell en su novela distópica 1984: “El progreso tecnológico se permite solo cuando sus productos pueden aplicarse de algún modo a disminuir la libertad humana”. Hoy circulan por Internet miles de teorías de la conspiración que señalan la propia red como instrumento en poder de un ejército secreto de manipuladores que quieren dominar nuestros comportamientos, determinar nuestras actitudes y cambiar nuestra psicología. Curiosamente, el púlpito desde el que predican sus alertas es el mismo Internet. No deja de ser cierto que, en manos de ciertos grupos, Internet y las redes sociales pueden convertirse en una herramienta destinada a socavar valores e instituciones democráticos, pero estos temores están alejados de las teorías conspirativas.
Todo avance abruma. La ultraconexión tecnológica y la velocidad de los cambios asociados a ella han generado un nuevo padecimiento en parte de la sociedad. El psiquiatra Craig Bood le puso nombre: tecnoestrés. En su libro Technostress: The Human Cost of the Computer Revolution definía el fenómeno como un padecimiento adaptativo “causado por la falta de habilidad para tratar con las nuevas tecnologías del ordenador de manera saludable”. Diversos autores han recogido este concepto y analizado sus efectos en los últimos veinte años.
La sensación de no entender algo nuevo de gran complejidad técnica, como pudo ser en su momento la electricidad, como lo son hoy Internet o el 5G, puede encontrar el rechazo de la ciudadanía como respuesta. Ese repudio a las innovaciones implica, de algún modo, mostrarse alerta ante posibles atropellos, pero el temor, asumible hasta cierto grado, puede estar por encima de lo razonable. “El día que yo nací, mi madre parió dos gemelos: yo y el miedo”, escribió en el siglo xvii el filósofo inglés Thomas Hobbes. ●
En 1891, el carismático marchante de gemas otomano Alexander Malcolm Jacob viajó hasta Hyderabad (o Haiderabad en fuentes españolas), entonces el estado más grande y rico de la India. En un bolsillo de su chaqueta llevaba, envuelto en terciopelo, un diamante de color azul de 184 quilates que había pertenecido al zar de Rusia. Su intención era vendérselo al nizam de Hyderabad, el hombre más rico del país. Jacob se movía como pez en el agua entre los aristócratas de la India, tanto hindúes como musulmanes. Marajás, maharanís, rajás, nababs, begums, sultanes y nizams para quienes las joyas no eran solo un ornamento, sino un signo de poder. Las joyas han tenido un papel muy relevante en la historia india y han sido, además, un valioso instrumento para gobernar: “El tesoro tiene su origen en las minas. A partir del tesoro se crea el ejército. Con el tesoro y el ejército, se obtiene la tierra”, se lee en el Artha-shastra, un tratado sobre el arte de dirigir un imperio escrito en el siglo iv a. C.