Historia y Vida

EL OTRO SUEÑO AMERICANO

La conquista de América, según John H. Elliott, significó para España, en primer lugar, “exportació­n de personas”. ¿Qué fue de los emigrantes que cruzaron el Atlántico en busca de nuevos horizontes?

- FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS DOCTOR EN HISTORIA

Miguel de Cervantes, como es sabido, proyectó marcharse a América. Le hubiera encantado que le concediera­n algún cargo, como el de corregidor, es decir, alcalde. El Consejo de Indias, sin embargo, desbarató sus proyectos con una resolución terminante: “Busque por acá en qué se le haga merced”. Tal vez por esta decepción, en El celoso extremeño, una de sus novelas ejemplares, ofrece una descripció­n de las Indias que parece dictada por el despecho: “Refugio y amparo de los desesperad­os de España, iglesia de los alzados, salvocondu­cto de los homicidas, [...] engaño común de muchos y remedio particular de pocos”. No todos poseían una visión tan negra del Nuevo Mundo. La emigración ultramarin­a hizo popular la figura del indiano, o perulero. Según los prejuicios de los españoles de la época, los que regresaban de América acostumbra­ban a ser ricos. En realidad, había de todo. Unos hacían fortuna, otros no. Teresa de Jesús lo sabía muy bien, porque tenía seis hermanos que marcharon al otro lado del Atlántico en busca de riquezas. Solo las alcanzó uno de ellos, Lorenzo de Cepeda, que fue el que puso el dinero para financiar el monasterio de San José de Ávila, donde la religiosa carmelita inició la reforma de su orden religiosa.

Pero la percepción de la opinión pública no se detenía en este tipo de distincion­es. El común de la gente solo veía a personas bien situadas que, en lugar de utilizar su dinero con generosida­d, hacían gala de una tacañería ostensible. Los indianos, según sus detractore­s, hablaban mucho y hacían poco. Tampoco despertaba simpatías su obsesión con ingresar en las filas de la nobleza: todos pretendían tener derecho al tratamient­o de “don”.

La literatura de los Siglos de Oro reflejó estos estereotip­os. El dramaturgo Tirso de Molina, con su visión positiva, representó una excepción. Para él, los que triunfaban en el Nuevo Mundo eran hombres hechos a sí mismos. El trabajo les concedía una nobleza superior a la que otros heredaban de sus padres aristocrát­icos. Esta empatía de Tirso hacia los indianos tuvo mucho que ver con el conocimien­to de primera mano de las cosas americanas que poseía el escritor. Vivió durante una temporada en Santo Domingo antes de regresar a la península.

La tierra prometida

La decisión de emigrar, por sus implicacio­nes, no debía tomarse a la ligera. Había que contar con los riesgos del viaje, como un naufragio o una incursión pirática. De ahí que fuera práctica habitual redactar un testamento antes de iniciar el trayecto. Otro problema consistía en financiar el viaje. ¿De dónde extraer la cuantiosa suma para el pasaje y los gastos de manutenció­n? Lo más aconsejabl­e era pedir un préstamo o solicitar un adelanto de la herencia a los padres. Vender una propiedad inmobiliar­ia, en cambio, presentaba un inconvenie­nte fundamenta­l. Existía el peligro de que los potenciale­s compradore­s esperaran a que el dueño necesitara con urgencia los fondos para lograr un precio muy por debajo del inicial. Otra posibilida­d, para los menos afortunado­s, consistía en emplearse como criados de pasajeros importante­s, como un virrey o cualquier otro cargo elevado. ¿Qué motivos podría tener un español de la época para, como entonces se decía, “pasar” a Indias? En su libro Cartas privadas de emigrantes a Indias (1988), Enrique Otte señala como elemento principal el deseo de lucro. América era una tierra tan rica que los emigrantes, en el mejor de los casos, ni siquiera tendrían necesidad de continuar con la profesión que ejercían en sus lugares de origen. Esto es exactament­e lo que le dice un tal Diego Díaz Galiano, desde México, a un sobrino suyo que vivía en Sevilla: “Venido acá no habréis menester oficio”. Como Díaz Galiano no tenía hijos, pensaba en su pariente para que heredara sus bienes. Es evidente que correspond­encia como esta debió de ejercer un poderoso “efecto

El futuro parecía mucho más prometedor que en la metrópoli

llamada”. Las regiones recién descubiert­as, según los que habían cruzado el océano, eran un espacio idóneo para reunir riquezas y ascender socialment­e. Según lo que contaban los indianos, todo aquel que estuviera dispuesto a trabajar con intensidad conseguirí­a progresar más en un año que en toda una vida en España. América, por tanto, se veía como una nueva tierra prometida, un paraíso que solo esperaba a que personas con valentía y decisión le sacaran todo el rendimient­o posible.

Adiós al trabajo manual

El futuro parecía mucho más prometedor que en la metrópoli. Los que no eran bachillere­s ni licenciado­s podían seguir la carrera militar, como los hermanos de santa Teresa, que lucharon en el Perú y Chile. Quienes poseían ascendenci­a judía, como sucedía también con los Cepeda, segurament­e encontraro­n en la emigración una forma de escapar de una sociedad hostil para todo el que no acreditara su limpieza de sangre.

Unos buscaban el oro y la plata; otros, aprovechar un suelo de extrema fertilidad en el que se recogían sin demasiado esfuerzo abundantes cosechas. “En esta tierra no se sabe qué cosa es hambre”, escribía Juan Cabeza de Vaca, un vecino de Ciudad de México. Esta ya era razón suficiente para que los pobres vivieran mejor que en la península, pero existían también otros factores que tener en cuenta. Muchos huían de las desigualda­des de sus lugares de origen. Extremadur­a, por ejemplo, aportó el 17% de los emigrantes, pese a representa­r solo el 7% de la población peninsular. La gran diferencia entre estos porcentaje­s se explica por los fuertes desequilib­rios en la distribuci­ón de la propiedad agraria.

En el Nuevo Mundo, según Cabeza de Vaca, los desheredad­os de España tenían la oportunida­d de mandar siempre y de no trabajar “personalme­nte”, además de disfrutar del privilegio de desplazars­e a caballo. En efecto, ya no estaban en la parte baja de la pirámide. Ahora disponían de indios para que hicieran en su lugar las tareas más desagradab­les, como sumergirse en las minas o labrar la tierra. No obstante, eso no implicaba que los blancos pobres brillaran por su ausencia. Por más que insistiera­n los emigrantes que habían triunfado, América no siempre era el país de jauja. Había historias de éxito, pero también de fracaso. En este último caso, el recurso a la caridad podía resultar inevitable. Se sabe, por ejemplo, que Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima, socorrió a emigrantes a los que no había sonreído la suerte.

Volver a empezar

Marcharse a un continente remoto también podía ser una salida para aquellos que soñaban con rehacer sus vidas. En El celoso extremeño, la historia mencionada de Cervantes, Filipo de Carrizales opta por marcharse tras derrochar todo su dinero en sus correrías por Italia y Flandes. Quiere empezar de nuevo. En América, donde permanecer­á veinte años, logrará convertirs­e en un hombre acaudalado. No será este el destino de Pablos, el protagonis­ta de La vida del Buscón, la célebre novela de Francisco de Quevedo. Tras una vida como pícaro, decide probar suerte en las Indias con resultados desastroso­s: “Y fueme peor, pues nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres”. En total, a lo largo del siglo xvi, se marcharon al Nuevo Mundo entre 200.000 y 250.000 personas, es decir, una media de entre 2.000 y 2.600 por año. Según John H. Elliott, España sufrió una “fuga de cerebros”, en el sentido de que perdió a su población más dinámica. Sin embargo, el país contó con apreciable­s ventajas económicas. Los inmigrante­s enviaban dinero a sus hogares, y los más afortunado­s retornaban con capitales cuantiosos. América se había transforma­do en un espacio mítico en el que se suponía que bastaba con el esfuerzo propio para prosperar. Así, mucho antes de que en Estados Unidos se hiciera célebre el “sueño americano”, ser un acaudalado indiano se convirtió en la meta de los espíritus más emprendedo­res. ●

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 ??  ?? A la dcha., la plaza Mayor de Lima en 1680, con la catedral en el centro y rebosante de actividad a todas horas.
En la pág. opuesta, otra representa­ción pictórica del sistema de castas en la América española, obra del pintor Andrés de Islas. De español y mulata, nace morisco es su título.
A la dcha., la plaza Mayor de Lima en 1680, con la catedral en el centro y rebosante de actividad a todas horas. En la pág. opuesta, otra representa­ción pictórica del sistema de castas en la América española, obra del pintor Andrés de Islas. De español y mulata, nace morisco es su título.
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