EL OTRO SUEÑO AMERICANO
La conquista de América, según John H. Elliott, significó para España, en primer lugar, “exportación de personas”. ¿Qué fue de los emigrantes que cruzaron el Atlántico en busca de nuevos horizontes?
Miguel de Cervantes, como es sabido, proyectó marcharse a América. Le hubiera encantado que le concedieran algún cargo, como el de corregidor, es decir, alcalde. El Consejo de Indias, sin embargo, desbarató sus proyectos con una resolución terminante: “Busque por acá en qué se le haga merced”. Tal vez por esta decepción, en El celoso extremeño, una de sus novelas ejemplares, ofrece una descripción de las Indias que parece dictada por el despecho: “Refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, [...] engaño común de muchos y remedio particular de pocos”. No todos poseían una visión tan negra del Nuevo Mundo. La emigración ultramarina hizo popular la figura del indiano, o perulero. Según los prejuicios de los españoles de la época, los que regresaban de América acostumbraban a ser ricos. En realidad, había de todo. Unos hacían fortuna, otros no. Teresa de Jesús lo sabía muy bien, porque tenía seis hermanos que marcharon al otro lado del Atlántico en busca de riquezas. Solo las alcanzó uno de ellos, Lorenzo de Cepeda, que fue el que puso el dinero para financiar el monasterio de San José de Ávila, donde la religiosa carmelita inició la reforma de su orden religiosa.
Pero la percepción de la opinión pública no se detenía en este tipo de distinciones. El común de la gente solo veía a personas bien situadas que, en lugar de utilizar su dinero con generosidad, hacían gala de una tacañería ostensible. Los indianos, según sus detractores, hablaban mucho y hacían poco. Tampoco despertaba simpatías su obsesión con ingresar en las filas de la nobleza: todos pretendían tener derecho al tratamiento de “don”.
La literatura de los Siglos de Oro reflejó estos estereotipos. El dramaturgo Tirso de Molina, con su visión positiva, representó una excepción. Para él, los que triunfaban en el Nuevo Mundo eran hombres hechos a sí mismos. El trabajo les concedía una nobleza superior a la que otros heredaban de sus padres aristocráticos. Esta empatía de Tirso hacia los indianos tuvo mucho que ver con el conocimiento de primera mano de las cosas americanas que poseía el escritor. Vivió durante una temporada en Santo Domingo antes de regresar a la península.
La tierra prometida
La decisión de emigrar, por sus implicaciones, no debía tomarse a la ligera. Había que contar con los riesgos del viaje, como un naufragio o una incursión pirática. De ahí que fuera práctica habitual redactar un testamento antes de iniciar el trayecto. Otro problema consistía en financiar el viaje. ¿De dónde extraer la cuantiosa suma para el pasaje y los gastos de manutención? Lo más aconsejable era pedir un préstamo o solicitar un adelanto de la herencia a los padres. Vender una propiedad inmobiliaria, en cambio, presentaba un inconveniente fundamental. Existía el peligro de que los potenciales compradores esperaran a que el dueño necesitara con urgencia los fondos para lograr un precio muy por debajo del inicial. Otra posibilidad, para los menos afortunados, consistía en emplearse como criados de pasajeros importantes, como un virrey o cualquier otro cargo elevado. ¿Qué motivos podría tener un español de la época para, como entonces se decía, “pasar” a Indias? En su libro Cartas privadas de emigrantes a Indias (1988), Enrique Otte señala como elemento principal el deseo de lucro. América era una tierra tan rica que los emigrantes, en el mejor de los casos, ni siquiera tendrían necesidad de continuar con la profesión que ejercían en sus lugares de origen. Esto es exactamente lo que le dice un tal Diego Díaz Galiano, desde México, a un sobrino suyo que vivía en Sevilla: “Venido acá no habréis menester oficio”. Como Díaz Galiano no tenía hijos, pensaba en su pariente para que heredara sus bienes. Es evidente que correspondencia como esta debió de ejercer un poderoso “efecto
El futuro parecía mucho más prometedor que en la metrópoli
llamada”. Las regiones recién descubiertas, según los que habían cruzado el océano, eran un espacio idóneo para reunir riquezas y ascender socialmente. Según lo que contaban los indianos, todo aquel que estuviera dispuesto a trabajar con intensidad conseguiría progresar más en un año que en toda una vida en España. América, por tanto, se veía como una nueva tierra prometida, un paraíso que solo esperaba a que personas con valentía y decisión le sacaran todo el rendimiento posible.
Adiós al trabajo manual
El futuro parecía mucho más prometedor que en la metrópoli. Los que no eran bachilleres ni licenciados podían seguir la carrera militar, como los hermanos de santa Teresa, que lucharon en el Perú y Chile. Quienes poseían ascendencia judía, como sucedía también con los Cepeda, seguramente encontraron en la emigración una forma de escapar de una sociedad hostil para todo el que no acreditara su limpieza de sangre.
Unos buscaban el oro y la plata; otros, aprovechar un suelo de extrema fertilidad en el que se recogían sin demasiado esfuerzo abundantes cosechas. “En esta tierra no se sabe qué cosa es hambre”, escribía Juan Cabeza de Vaca, un vecino de Ciudad de México. Esta ya era razón suficiente para que los pobres vivieran mejor que en la península, pero existían también otros factores que tener en cuenta. Muchos huían de las desigualdades de sus lugares de origen. Extremadura, por ejemplo, aportó el 17% de los emigrantes, pese a representar solo el 7% de la población peninsular. La gran diferencia entre estos porcentajes se explica por los fuertes desequilibrios en la distribución de la propiedad agraria.
En el Nuevo Mundo, según Cabeza de Vaca, los desheredados de España tenían la oportunidad de mandar siempre y de no trabajar “personalmente”, además de disfrutar del privilegio de desplazarse a caballo. En efecto, ya no estaban en la parte baja de la pirámide. Ahora disponían de indios para que hicieran en su lugar las tareas más desagradables, como sumergirse en las minas o labrar la tierra. No obstante, eso no implicaba que los blancos pobres brillaran por su ausencia. Por más que insistieran los emigrantes que habían triunfado, América no siempre era el país de jauja. Había historias de éxito, pero también de fracaso. En este último caso, el recurso a la caridad podía resultar inevitable. Se sabe, por ejemplo, que Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima, socorrió a emigrantes a los que no había sonreído la suerte.
Volver a empezar
Marcharse a un continente remoto también podía ser una salida para aquellos que soñaban con rehacer sus vidas. En El celoso extremeño, la historia mencionada de Cervantes, Filipo de Carrizales opta por marcharse tras derrochar todo su dinero en sus correrías por Italia y Flandes. Quiere empezar de nuevo. En América, donde permanecerá veinte años, logrará convertirse en un hombre acaudalado. No será este el destino de Pablos, el protagonista de La vida del Buscón, la célebre novela de Francisco de Quevedo. Tras una vida como pícaro, decide probar suerte en las Indias con resultados desastrosos: “Y fueme peor, pues nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres”. En total, a lo largo del siglo xvi, se marcharon al Nuevo Mundo entre 200.000 y 250.000 personas, es decir, una media de entre 2.000 y 2.600 por año. Según John H. Elliott, España sufrió una “fuga de cerebros”, en el sentido de que perdió a su población más dinámica. Sin embargo, el país contó con apreciables ventajas económicas. Los inmigrantes enviaban dinero a sus hogares, y los más afortunados retornaban con capitales cuantiosos. América se había transformado en un espacio mítico en el que se suponía que bastaba con el esfuerzo propio para prosperar. Así, mucho antes de que en Estados Unidos se hiciera célebre el “sueño americano”, ser un acaudalado indiano se convirtió en la meta de los espíritus más emprendedores. ●