Historia y Vida

JOSÉ MIGUEL PARRA

La altura física del arqueólogo Belzoni asombra tanto como la intelectua­l. Sus hallazgos en Egipto marcaron toda una época en el siglo xix.

- / DOCTOR EN HISTORIA

Cuando nació, nada parecía indicar que nuestro protagonis­ta, Giovanni Battista Belzoni (1778-1823), estuviera destinado a tener una vida diferente a la de su padre, que era barbero, pero lo cierto es que vivió en tiempos interesant­es, que lo acabaron llevando por toda Europa antes de acabar en Egipto excavando antigüedad­es. Belzoni vino al mundo en Padua, en el seno de una familia originaria de Roma, ciudad a la que marchó a los dieciséis años. Allí –contaría tiempo después en su libro Viajes por Egipto y Nubia– estudió hidráulica y quiso convertirs­e en monje, unos objetivos que quedaron en nada con la llegada de las fuerzas revolucion­arias francesas en 1798. Obligado por las circunstan­cias, abandonó primero Roma y luego el país. De algún modo, en 1800 terminó recalando en Holanda con su hermano Francesco, donde estuvieron trabajando a salto de mata en lo que les salía, hasta que, en 1803, viajaron a Inglaterra. Allí, Giovanni conoció a su futura esposa, Sarah Banne, con la que se unió a un circo ambulante. Fueron sus conocimien­tos de ingeniería y su tremendo físico (una altura de 2,01 m, en un mundo donde la gente apenas alcanzaba el 1,70 m) los que lo convirtier­on en el

Hijo de un barbero, Belzoni se unió a un circo ambulante

forzudo del espectácul­o, el “Sansón patagón”, pues tal era su nombre artístico.

Un lustro bien aprovechad­o

En 1812, la pareja salió de gira por España, Portugal y Sicilia, un periplo que concluyero­n en Malta tres años después. Allí conocieron a un enviado de Muhammad Alí, el pachá de Egipto, que estaba intentando modernizar el país. Dispuesto a venderle un aparato de su invención para elevar agua desde el Nilo, Belzoni y Sarah viajaron a Egipto, donde su proyecto fue rechazado. No obstante, la pareja decidió quedarse allí y buscar sustento, para lo que contaron con la ayuda del cónsul británico en El Cairo, Henry Salt. Este estaba embarcado en una incruenta, pero feroz, guerra con el cónsul francés, Bernardino Drovetti, por conseguir la mayor colección de antigüedad­es faraónicas, y encontró en Belzoni el hombre perfecto para ello.

El retirado forzudo de circo demostró su valía a las primeras de cambio, pues su inteligenc­ia y conocimien­tos de física aplicada le permitiero­n trasladar al Museo Británico un gigantesco busto de Ramsés II que, hasta entonces, se pensaba inamovible. La carrera de protoarque­ólogo de Belzoni había comenzado, y esta fue tan espectacul­ar como corta, ya que apenas estuvo en Egipto cinco laboriosos años, entre 1815 y 1819, en los que realizó grandes descubrimi­entos. Llegado a Luxor, tras dejar preparado el busto de Ramsés II para su posterior y definitivo traslado hasta Alejandría y luego Londres, Belzoni lo dispuso todo para viajar hasta la segunda catarata, en plena Nubia. Allí tuvo lugar uno de sus logros más conocidos, penetrar en el templo de

Abu Simbel. En realidad, el monumento no fue descubiert­o por Belzoni, sino por el suizo Johann Ludwig Burckhardt, en 1813. No obstante, convertida su existencia en vox populi, nuestro forzudo protagonis­ta no dudó en visitarlo mientras remontaba el río en 1816, e intentó penetrar en él durante su viaje de retorno. Su primer intento fracasó, pero solo momentánea­mente, porque un año después estaba de regreso, y esta vez sí consiguió su propósito, tras un mes de trabajo.

A la segunda, pudo penetrar en el templo de Abu Simbel

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