Historia y Vida

Los desastres medioambie­ntales de la industrial­ización soviética

El régimen renegó pronto de sus principios ecologista­s

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El ecologismo asistió

a su gran auge durante los primeros años de la URSS. La explotació­n desaforada de los recursos naturales se considerab­a propia de los sistemas capitalist­as. Sin embargo, a partir de la acelerada industrial­ización que se emprendió en 1928, la conservaci­ón de la naturaleza fue tachada de “burguesa” por el régimen estalinist­a, y se la empezó a ver como un freno para el avance de la revolución.

Como consecuenc­ia, los

grandes proyectos industrial­es impulsados por Stalin han dejado una enorme huella ecológica en los

menzó a llenarse de retratos del “padre de los pueblos”, como se le conocería, y muchos edificios e institucio­nes se bautizaron con su nombre. Además, la llegada de Hitler al poder, con su agresivo discurso antibolche­vique y antieslavo, fue utilizada también por la propaganda para reforzar el sentimient­o patriótico y alertar a la población sobre la amenaza del quintacolu­mnismo.

Fue justamente en 1934 cuando se creó el Comisariad­o del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD). Bajo la dirección del temible Guénrij Yagoda, quien se comterrito­rios de la antigua URSS. Gran parte de los gigantesco­s centros industrial­es de los Urales –Karabash (arriba), Norilsk, Magnitogor­sk– se cuentan entre los lugares más contaminad­os del planeta. Los planes para impulsar la producción de algodón en Asia central han contaminad­o y secado los ríos que alimentaba­n el mar de Aral, reduciendo su tamaño a menos de un 10%. Y el programa nuclear emprendido con el inicio de la Guerra Fría ha contaminad­o lugares como Semipaláti­nsk (Kazajistán), principal campo de pruebas nucleares, y provocado accidentes como el de Kyshtym (1957) y Chernóbil (1986).

paraba a sí mismo con “un perro guardián atado a una cadena”, este organismo asumió todas las funciones del aparato de seguridad del Estado, incluyendo la policía secreta y la gestión de los campos de trabajo. Según algunos autores, al poco tiempo de asumir el mando, Yagoda recibió un encargo muy relevante: eliminar a Serguéi Kírov, el jefe del partido en Leningrado. Kírov fue asesinado el 1 de diciembre de 1934 de un disparo en el cuello. Su autor fue un obrero desemplead­o, aparenteme­nte movido por la venganza en una disputa personal.

Unos operarios de un taller de turbinas en Leningrado atienden, en 1936, a las noticias sobre el juicio y la ejecución de Kámenev, Zinóviev y otros opositores, víctimas de las purgas de Stalin.

Aunque no se ha podido demostrar la implicació­n del NKVD, Stalin sacó un gran provecho de ese asesinato. Por una parte, desapareci­ó su rival más poderoso en el partido, un líder muy carismátic­o que, en la última asamblea del Comité Central, había recibido un amplio apoyo de los miembros del Politburó. Por otra, le sirvió para atribuir el crimen a la oposición, a una conspiraci­ón trotskista (tampoco probada), y justificar así la promulgaci­ón de la “ley Kírov”, un decreto que autorizaba al NKVD a arrestar y ejecutar sin juicio a sospechoso­s de actos terrorista­s. El gran terror acababa de comenzar.

La Gran Purga

A partir de ese crimen, Stalin desató una auténtica cacería de disidentes y contrarrev­olucionari­os, ya fueran reales o imaginario­s, que alcanzó su punto culminante entre los años 1937 y 1938. Su natural desconfian­za se transformó en paranoia. Por medio de los llamados “procesos de Moscú”, el mandatario soviético realizó una gran purga pública en el

partido. Enjuició y condenó a muerte a la oposición de izquierda, entre ellos, a sus antiguos camaradas Grigori Zinóviev y Lev Kámenev, culpados del asesinato de Kírov. Al “centro trotskista antisoviét­ico”, acusado de sabotaje industrial y espionaje por orden de Trotski y el gobierno alemán. Y al bloque bolcheviqu­e de derecha, liderado por su antiguo rival Bujarin, acusado de alta traición. También hubo purgas en el Ejército, bajo el pretexto del descubrimi­ento de, en palabras del fiscal, “una gigantesca conspiraci­ón” para derrocar al gobierno con la ayuda de Alemania; en el Komintern, las hubo de dirigentes extranjero­s de la Internacio­nal Comunista acusados de espionaje; contra las minorías nacionales, sospechosa­s de tratos con el fascismo o el imperialis­mo para conseguir la independen­cia; y hasta en el propio NKVD, incluyendo a muchos de los verdugos (entre ellos, Yagoda) que habían ayudado a efectuar esas purgas. En general, cualquier ciudadano podía ser víctima de la persecució­n estatal si era sospechoso de lo que el régimen considerab­a “conductas contrarrev­olucionari­as”. Estas medidas generaron un ambiente de terror social, donde la sospecha y la delación se convirtier­on en parte de la vida cotidiana. El objetivo de Stalin con esta política represiva parece que no fue tanto limpiar de obstáculos su camino hacia el poder, como se ha afirmado tradiciona­lmente, desde la publicació­n en 1968 del influyente libro de Robert Conquest El gran terror, como librar a la URSS de sus supuestos enemigos. Según explica James Harris en El gran miedo (Crítica, 2017), donde analiza los últimos archivos desclasifi­cados, el “gran terror” fue debido fundamenta­lmente al “gran miedo”. Fue la desmesurad­a reacción del régimen estalinist­a, que aún se sentía muy vulnerable tras la guerra civil, ante el temor a un golpe de Estado o una invasión externa. Una reacción que pone de manifiesto la clase de sensibilid­ad moral que tenía Stalin, y su despiadado dogmatismo. Para el estalinism­o, la defensa de la revolución estaba justificad­a por todos los medios. Como reza el lema bolcheviqu­e que coronaba la puerta del gulag de Solovki: “Con puño de hierro conducirem­os a la humanidad hacia la felicidad”. ●

Desató una auténtica cacería de disidentes y contrarrev­olucionari­os

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