Mentiras sobre el Reichstag
Las largas noches romanas eran muy distintas para la plebe y las clases altas. Para todos, salir a la calle era una aventura por culpa de la delincuencia.
Es el gran símbolo
de la victoria en la batalla de Berlín: la imagen de un soldado del Ejército Rojo alzando la bandera de la URSS sobre el tejado de un Reichstag en ruinas (arriba). Según aseguraba la propaganda soviética, la instantánea se tomó el 30 de abril de 1945 durante el asalto al emblemático edificio. Sin embargo, tras la apertura de los archivos secretos de la Unión Soviética, se supo la verdad: había sido una reconstrucción.
La fotografía se realizó
el 2 de mayo, cuando terminaron los combates. El fotógrafo ruso
desde Inglaterra, alertándole del peligro alemán. Temía –como temió durante toda la guerra– que esta firmara una paz con Alemania y emprendieran juntos una cruzada contra el comunismo.
Un desastre épico
Sea como fuere, lo cierto es que este error de cálculo provocó una enorme pérdida de territorios en muy poco tiempo, y una inmensa cantidad de bajas en las tropas y la población soviética. Fue una de las peores derrotas sufridas por un ejército en la historia. Se calcula que en septiembre de 1941, cuando la Wehrmacht conquistó
Yevgeni Jaldéi pidió a varios soldados que recrearan la escena ocurrida dos días antes, cuando un soldado colocó la bandera en el Reichstag durante la noche y estuvo ondeando varias horas hasta que fue quitada por los alemanes. Además, la fotografía fue también retocada. Se añadieron unas columnas de humo para aportar dramatismo a la escena y se borró uno de los dos relojes que lucía el soldado en su muñeca, producto de los saqueos. La imagen obtuvo una gran difusión, convirtiéndose en el equivalente soviético a la célebre fotografía de los soldados estadounidenses en Iwo Jima.
Kiev, un tercio del Ejército Rojo había sucumbido. La debilidad de la defensa soviética se debió, principalmente, a la falta de previsión y la poca capacidad de reacción ante el formidable ímpetu alemán. Pero también influyó la escasez de buenos y experimentados oficiales, causada por las purgas estalinistas perpetradas en el Ejército años atrás. Nada menos que tres de los cinco mariscales del Ejército, trece de los quince comandantes en jefe y ocho de los nueve almirantes habían sido depurados en 1938. El avance de las tropas alemanas hacia Moscú, en parte facilitado por la insistencia de Stalin en concentrar el grueso de las tropas en el industrializado sur, creyendo erróneamente que era el principal objetivo alemán, desató el terror entre el mando soviético. En un último intento para detener el ataque, Stalin ordenó al jefe del NKVD, Lavrenti Beria, que sondeara la posibilidad de alcanzar una paz con Hitler a través del embajador de Bulgaria, una nación amiga de Alemania. Estaba dispuesto a cederle todos los territorios que se habían anexionado tras el pacto e incluso añadir Ucrania. En otras palabras: Stalin le estaba ofreciendo a Hitler su ansiado “espacio vital”. Pero no hubo discusión. La Operación Tifón, como se denominó a la ofensiva alemana contra Moscú, siguió su curso. ¿Cómo logró la URSS detener el avance alemán? Principalmente, por los propios errores de la Wehrmacht. El rápido avance alemán por los vastos espacios rusos, en un amplísimo frente que iba desde el mar Negro al Báltico, generó graves problemas de comunicación entre las unidades y numerosos retrasos en el envío de suministros y refuerzos. De esta manera, cuando la guerra, que estaba planeada para unas pocas semanas, se prolongó más allá del otoño, los problemas de logística se convirtieron en obstáculos mortales: miles de soldados mal equipados sucumbieron al crudo invierno ruso.
Contraofensiva soviética
A partir de ese crudísimo invierno de 1942, el Ejército Rojo logró rehacerse. La brutalidad que mostraron las fuerzas de ocupación nazis durante su avance, tanto con los civiles, a quienes masacraron en una auténtica guerra de exterminio, como con los prisioneros, a quienes dejaban morir de hambre en los campos, sirvió para intensificar aún más la determinación de los soldados soviéticos en la defensa de su país, de la “madre patria”, como había subrayado Stalin en su discurso a la nación, alejándose, convenientemente, de la retórica marxista. Por temor a las represalias, muchos soldados preferían morir en combate a ser capturados. Y los que no estaban tan motivados tenían detrás a miembros del NKVD para “insuflarles” el valor necesario. Stalin, que en un gesto de indudable carga simbólica y psicológica no había aban
donado Moscú ante la amenaza alemana, sacó mucho partido de los avances industriales logrados en sus planes quinquenales. Las mejoras en las comunicaciones le permitieron evacuar parte de la industria hacia el este y trasladar un gran contingente de tropas desde Siberia al oeste, aun a costa de dejar desguarnecido el otro extremo del país. A este respecto, el líder soviético tuvo mucha suerte. Japón, aliado de Alemania, no solo no atacó a la URSS cuando más débil estaba, sino que atacó a Estados Unidos, provocando su entrada en la guerra, cuando la URSS más lo necesitaba.
El 16 de abril de 1945, el Ejército Rojo se encontraba a las afueras de Berlín. Habían pasado dos años desde la brutal batalla de Stalingrado, que cambió definitivamente el curso de la guerra, y casi uno desde que los aliados desembarcaran en Normandía, abriendo el segundo frente que tanto había reclamado Stalin a sus colegas occidentales. El líder soviético quería ser el primero en entrar en la capital alemana. No tanto por su valor militar como por el político y propagandístico. Tomar Berlín le supuso al ejército soviético ochenta mil muertos y más de doscientos ochenta mil heridos. ¿Era necesario el sacrificio? ¿No habría sido mejor asediar la ciudad y forzar su rendición? Esta subordinación de los intereses militares –entendidos como la búsqueda de la victoria con el menor coste humano posible– a los políticos es una de las principales críticas que le han hecho a Stalin. Durante la posguerra, la propaganda estalinista impuso un relato de la victoria monolítico y patriótico. Una versión que
Un soldado soviético le disputa la bicicleta a una alemana. El saqueo y las violaciones fueron una constante en el asalto a Berlín en 1945.
omitía tanto la ayuda aportada por los aliados como las brutalidades cometidas contra la población civil por el Ejército Rojo en su avance hacia Berlín (particularmente contra las mujeres), así como la cifra real de bajas: siete millones de muertos, en vez de los veintisiete millones que se estiman en la actualidad. Unas pérdidas descomunales, desproporcionadas con respecto a los demás contendientes (Alemania perdió la guerra con menos de la mitad de bajas que los soviéticos), que no hacen sino cuestionar la “grandeza” de la victoria militar de Stalin. ●
Tomar Berlín le supuso al ejército soviético ochenta mil muertos
En el siglo i a. C., en la época de Julio César, la antigua Roma era una ciudad de un millón de habitantes, pero, al caer la noche, cualquier sonido se convertía en una amenaza velada. En ocasiones podía tratarse de grupos de camorristas prestos a dar una paliza a cualquiera que se cruzara en su camino, de borrachos armando bulla o incluso de orinales cargados de excrementos que aterrizaban en la calzada con la impunidad de las tinieblas. A estos ruidos se les sumaban los ocasionados por las patrullas de vigiles (antiguos esclavos liberados) que, a partir del año 6 d. C., intentaban sofocar los incendios que provocaban los braseros, las velas y las antorchas. El cuerpo de vigiles contaba con unos tres mil efectivos y una organización de corte militar, con siete cohortes que se repartían otras tantas zonas de la ciudad. Sus miembros estaban especializados en diversas labores: los aquarii, por ejemplo, formaban rápidamente cadenas de cubos de agua, gracias a la red de fuentes que pronto se construyó en Roma. Los siphonarii, por su parte, transportaban en carros un invento parecido a las modernas bombas de agua para proyectar el
líquido elemento a una mayor distancia. Finalmente, los centones portaban antorchas para iluminar el lugar del siniestro, y facilitar así el trabajo de quienes empleaban mantas empapadas de agua y vinagre para sofocar las llamas.
Los vigiles fueron utilizados también para desempeñar labores policiales en caso de disturbios. Su lema era “Ubi dolor ibi vigiles” (allí donde hay dolor están los vigilantes). En realidad, la primera gran brigada contra incendios fue organizada años antes por Marco Licinio Craso, aunque, según cuenta Plutarco en Vidas paralelas, este conocido usurero pedía, a cambio de sofocar el fuego, la venta de las casas en llamas a precios irrisorios. Sin embargo, lo peor era el incesante traqueteo de los carruajes, con sus llantas de hierro hollando las empedradas
Los braseros y velas provocaban numerosos incendios nocturnos
calles de Roma. Según el historiador Karl-wilhelm Weeber, el intenso tráfico nocturno obedecía a una ley promulgada en tiempos de Julio César, la Lex Iulia Municipalis, que tenía por objeto asegurar que las calles pudieran ser usadas por todos los ciudadanos, y no solo por los comerciantes. Para ello, se prohibía el tráfico rodado desde la salida del sol hasta la hora décima (las 14 h en invierno y las 16 h en verano). Las únicas excepciones eran los carros militares, los que transportaban material para construir edificios de culto u obras públicas y los carruajes de los cortejos circenses. Otra actividad nocturna era la retirada de las basuras hasta las afueras de la ciudad. Asimismo, aunque los funerales de los ricos se celebraban a plena luz del día, los de la gente humilde exigían el traslado nocturno de los cadáveres hasta el extrarradio. De hecho, la palabra “funeral” podría proceder de funalia, las antorchas que abrían los cortejos fúnebres. También trabajaban por la noche los esclavos (algunos arqueólogos estiman que la típica villa rústica romana contaba con unos cincuenta), bien fuera ayudando a sus amos a encontrar el camino de regreso a casa cuando el vino les nublaba la vista, bien realizando todo tipo de tareas domésticas, ya que se consideraba que un esclavo debía estar disponible las veinticuatro horas. Un ejemplo: en un campamento del ejército, Bruto convocó en plena noche a todos sus sirvientes tras declarar haber visto un fantasma. La cuestión es que los romanos se quejaban mucho del ruido nocturno, caso del poeta Juvenal, quien sostenía satíricamente que, al caer el día, era más seguro caminar por el bosque Gallinaria o por las mismísimas marismas Pontinas (unas antiguas ciénagas al sureste de Roma) que hacerlo por el centro de la capital.
Cuidaos de la noche
Desde finales del siglo xx, algunos historiadores han intentado arrojar luz sobre lo que sucedía en la oscuridad en el mundo antiguo y, especialmente, en las larguísimas noches romanas, cuya duración oscilaba entre las casi nueve horas del mes de julio y las más de catorce de diciembre y enero. Según explica, en su estudio pionero sobre el sueño, el historiador Roger Ekirch, hay indicios que sugieren que hace dos mil años era costumbre dormir en dos tramos diferenciados de unas cuatro horas y despertarse en medio entre una y tres horas. ¿Era la noche en la antigua Roma tan peligrosa como sugieren algunas investigaciones actuales? La popular divulgadora de la historia clásica Mary Beard cree que “probablemente sí”. Sin embargo, aunque se cuenta que Nerón se ocultaba al caer la noche bajo una capucha para mezclarse con la plebe o que Mesalina, la esposa del emperador Claudio, se escabullía del palacio para saciar sus apetitos y los de sus clientes en un lupanar, el también historiador Jason Linn señala en su tesis doctoral que posiblemente se tratara de leyendas urbanas que se hacían circular sobre la familia imperial. La preocupación por la seguridad nocturna se convirtió en una obsesión para
A la izqda.,
un mosaico (siglo que muestra los preparativos para una fiesta por un grupo de sirvientes y esclavos.
En la pág. anterior, Los romanos en su decadencia, obra de Thomas Couture (1847) en el parisino Museo de Orsay.
Para los romanos, el ruido nocturno más virtuoso era la conversación
los romanos. Como consecuencia, se promulgaron normas que castigaban de manera más severa los delitos cometidos por la noche. En torno al año 200 d. C., Julius Paulus Prudentissimus, uno de los más destacados juristas romanos, escribió que, de entre todos los malhechores, los intrusos nocturnos se consideraban los más abyectos, por lo que después de ser azotados eran enviados a las minas.
Noches con clase
Para los romanos, el ruido nocturno más virtuoso era la conversación. En cambio, las clases pudientes sobrellevaban muy mal el guirigay, ya que la oscuridad amplificaba el poder emocional de los sonidos. Los romanos, apunta Linn, medían la moralidad basándose, en parte, en los ruidos que hacía una persona por la noche. Los ronquidos, por ejemplo, se consideraban una falta de autocontrol. Además, la larga noche potenciaba el aburrimiento. La diferencia entre desear que llegara el día o la noche radicaba en la posición en el escalafón social. En la práctica, los que anhelaban la llegada de las primeras luces no deseaban tanto la diversión y el otium como la actividad y el negotium. Con todo, existían dos mundos nocturnos bien diferenciados. De una parte estaban las élites. Una de sus formas de escapar del aburrimiento era leer o escribir. Otra, organizar o participar en cenas con familiares y amigos –en el segundo caso, desplazándose en literas dentro de comitivas flanqueadas por una nutrida escolta de esclavos–.
El segundo submundo nocturno era patrimonio de los esclavos. En muchos casos, en presencia de sus amos, los esclavos no tenían permitido hablar, hasta el extremo de que cualquier murmullo era reprimido por la vara. Incluso sonidos involuntarios como la tos, los estornudos o el hipo no estaban exentos del látigo, indica Jason Linn. Séneca dejó anotado en sus escritos que los amos buscaban sofocar la camaradería servil, exigiendo que los esclavos fueran “herramientas sin palabras”. Los amos comían, los esclavos servían. Los amos se reclinaban, los esclavos se quedaban de pie. Los amos hablaban, los esclavos callaban. En definitiva, los esclavos no participaban de la acción nocturna, sino que únicamente formaban parte del telón de fondo. A modo de curiosidad, para los romanos, la forma de dormir era un indicador social tan revelador como comer, beber o trabajar. Las camas, por ejemplo, distinguían a los civilizados de los bárbaros. Cuanto más artificial era la cama, mayor era la distancia con los animales y mayor también el nivel de civilización (y el estatus) alcanzado. Aquellos que dormían cerca de los animales o en sus mismos lugares, como los establos, se hallaban en la escala más baja. Y dormir con pieles estaba mal visto. Las pieles ataban a los durmientes al mundo animal, mientras que las telas los vinculaban a la civilización. En ese concepto de civilización, los mejores colchones procedían de la Galia y estaban rellenos de lana considerada de la mejor calidad. El lujo era, además, directamente proporcional al número de almohadas en una cama. Rellenar los cojines de pétalos se convirtió, de alguna forma, en una metáfora de la frescura con la que la moralidad vigente aconsejaba recibir al nuevo día. ●