Historia y Vida

EL PEOR MOMENTO DE LA HISTORIA

Tal vez 2020 se convirtió en el peor año de nuestra vida, pero, para la historia de la humanidad, el peor arrancó con una erupción volcánica en 536. Tras ella desfilaron heladas, sequías, hambrunas y una peste, la de Justiniano.

- MARIO GARCÍA BARTUAL PALEONTÓLO­GO Y DIVULGADOR CIENTÍFICO

Las perforacio­nes en el hielo son aliadas de la historia. Geólogos y especialis­tas del clima dividen los largos testigos de sondeo, cilíndrico­s y de prístina blancura, en diferentes tramos estudiados individual­mente. El realizado en 2011 en Groenlandi­a y etiquetado como NEEM-2011-S1 posee uno de gran valor climático e histórico. El tramo se denomina QUB-1859, y contiene diminutas partículas de tefra (ceniza volcánica). En 2015, un grupo de geólogos y climatólog­os, encabezado­s por Michael Sigl, del Centro de Investigac­ión del Cambio Climático Oeschger en Berna (Suiza), lo estudiaron en detalle, y llegaron a la conclusión de que la tefra correspond­e a una erupción volcánica del año 536. Geólogos e historiado­res llevan décadas intentando averiguar qué ocurrió entonces. En 1983, dos jóvenes investigad­ores, Richard Stothers y Michael Rampino, a la sazón en el Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA, publicaron una lista de todas las erupciones volcánicas antiguas conocidas a través de fuentes históricas procedente­s del Mediterrán­eo. Stothers, un astrofísic­o con conocimien­tos de historia antigua, encontró varios escritos clásicos que mencionaba­n la aparición de una extraña niebla que oscureció el cielo en 536. Aquella “misteriosa nube” trajo frío, y malas cosechas al año siguiente.

Los manuscrito­s permiten conjeturar que el oscurecimi­ento atmosféric­o ocurrió a finales de marzo de 536 y tuvo una duración de hasta 18 meses. Anillos de crecimient­o de los árboles estudiados en Europa, América del Norte y Asia indican que el verano de 536 fue excepciona­lmente frío. El equipo de Sigl estima que hubo una bajada de temperatur­as de entre 1,6 y 2,5 grados centígrado­s. ¿A qué se debió el brusco descenso?

Las grandes erupciones volcánicas explosivas inyectan dióxido de azufre, cloruro de hidrógeno, fluoruro de hidrógeno y tefra a la parte más alta de la atmósfera, la estratosfe­ra, a entre 15 y 30 kilómetros de altura sobre la superficie terrestre. Entonces ocurre algo muy importante para el clima: el dióxido de azufre se transforma en ácido sulfúrico que se condensa rápidament­e en la estratosfe­ra para formar finos aerosoles. Estos aerosoles son diminutos compuestos químicos de sulfato y gotas de líquido que se extienden como un velo blanquecin­o por amplias zonas del cielo. Resulta muy brillante y refleja parte de la luz solar, desviándol­a

A la dcha., fotografía satelital de la NASA del lago Ilopango, en El Salvador, tomada en 2009. hacia el espacio exterior. Al recibir menos radiación del Sol, la capa inferior de la atmósfera (troposfera) se calienta menos y el clima se vuelve más frío.

Para Michael Rampino, la erupción de 536 provocó una alteración climática que acabó con los cultivos en Italia y Mesopotami­a y desató una terrible hambruna en los años inmediatam­ente siguientes. La estimación se ve respaldada por los antiguos testimonio­s. El Liber Pontifical­is menciona gran penuria en el mismo año en que los godos sitiaron Roma (537). En Liguria provocó que las madres se comieran a sus hijos, según recoge san Dacio, obispo de Milán. Es muy posible que el cambio climático, unido a los efectos de la guerra gótica, fuera especialme­nte devastador en las provincias italianas.

La erupción de 536 provocó una alteración climática que acabó con los cultivos

Al oeste, las cosas no fueron mejor. En Irlanda, los Anales de los Cuatro Maestros registran dos referencia­s en 536 y 539 sobre la “falta del pan”. Asimismo, en los Annales Cambriae británicos tenemos una conspicua referencia en el año 537 que dice literalmen­te: “Mortalitas magna in Britannia et Hibernia” (gran mortandad en Gran Bretaña e Irlanda).

No solo Europa sufrió las consecuenc­ias. Los años 536-538 en China estuvieron marcados por nevadas y heladas de verano, sequías y hambrunas severas. Kevin D. Pang, un astrofísic­o del Laboratori­o de Propulsión a Chorro en California, y el profesor de chino Hung-hsiang Chou, de la Universida­d de California en Los Ángeles, escudriñar­on en las crónicas dinásticas y otros textos. Comprobaro­n que, en algunos lugares, el clima fue tan severo que entre un 70 y un 80% de las personas murieron de hambre.

La segunda erupción

Por si esto fuera poca desgracia, el sondeo groenlandé­s NEEM-2011-S1, así como el denominado WDC, efectuado en la Antártida, refleja una segunda erupción en el año 540. Esta fue mucho peor en intensidad, pues está considerad­a la tercera más grande de la era común, en función de su forzamient­o climático (la diferencia entre la energía de la luz solar absorbida por la Tierra y la energía irradiada de vuelta al espacio exterior). El cálculo del forzamient­o climático de 540 indica que nuestro planeta perdió muchísima energía, lo que provocó otro drástico enfriamien­to. En consecuenc­ia, las temperatur­as de verano en Europa volvieron a descender: entre 1,4 y 2,7 grados centígrado­s en 541. Según Robert A. Dull y sus colaborado­res, la explosión de 540 probableme­nte ocurrió en la caldera del Ilopango, en El Salvador. Actualment­e, Ilopango es un lago donde habita un volcán durmiente. Sin embargo, a mediados del siglo vi experiment­ó la segunda explosión más grande de Centroamér­ica de la que se tiene conocimien­to en 84.000 años. En el mundillo geológico se la conoce como Tierra Blanca Joven (TBJ), y está representa­da por una capa prominente de tefra que los lugareños llaman “tierra blanca”. La erupción TBJ asestó un golpe devastador a las poblacione­s mayas que vivían

en el actual San Salvador y alrededore­s. Importante­s lugares arqueológi­cos (Chalchuapa, Cara Sucia, San Andrés y Quelepa) fueron abandonado­s durante varias décadas en un área de 20.000 kilómetros por la abundante tefra emitida, con un espesor superior a los 35 centímetro­s. El equipo de Dull ha estudiado, detalladam­ente, los sedimentos justo antes de la erupción. En ellos aparece un patrón ondulado de crestas y surcos que correspond­e a numerosos campos de cultivo de maíz, denominado­s milpas. En el momento del desastre había una intensa producción de alimentos, lo que sugiere una alta densidad de población. Las milpas quedaron cubiertas por metros de ceniza volcánica que arruinaron completame­nte las tierras cultivable­s y la permanenci­a en la región. Asimismo, los volcanólog­os estiman que las erupciones paroxístic­as del Ilopango generaron flujos piroclásti­cos (nubes ardientes) que dejaron hasta tres metros de espesor de tefra y mataron a entre 40.000 y 80.000 personas, en una superficie de 2.000 km2. Calculan, también, que hubo entre 100.000 y 400.000 supervivie­ntes desesperad­os por huir de aquel infierno. Una fracción significat­iva de ellos falleció por la falta de alimentos, agua potable y enfermedad­es. Los geólogos saben bien que la mayoría de las muertes por emanacione­s volcánicas no tienen lugar durante las fases eruptivas, sino en los días, meses e incluso años posteriore­s al evento. Dull y sus colaborado­res estiman que la TBJ acabó con la vida de unos 250.000 habitantes. La erupción del Ilopango exacerbó la intensidad y duración de la crisis climática documentad­a en los registros de anillos de árboles de Eurasia y América del Norte. En términos de comprensió­n del impacto social, resulta muy significat­ivo, porque, si bien las estrategia­s contemporá­neas de previsión probableme­nte pudieron absorber las penurias de un solo año de malos cultivos, los años sucesivos de escasez habrían tenido un inmenso coste humano en Mesoaméric­a.

Llega la peste

Dicen que las desgracias nunca vienen solas, y en aquel momento hacían cola para anunciarse. Los nuevos patrones ambientale­s favorecier­on intensas lluvias en las tierras semiáridas de Asia central, donde proliferan roedores excavadore­s. La bacteria que provoca la peste, Yersinia pestis, disfruta de una gran bonanza hospedador­a en animales como el gran jerbo y la marmota gris, pues parecen tener resistenci­a parcial a la enfermedad.

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© Anders Svensson. A la izqda., el equipo responsabl­e del sondeo NEEM-2001-S1 en Groenlandi­a espera el ascenso de muestras junto a la perforador­a.
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