La muerte de Moctezuma
Junio de 1520.
Hernán Cortés mantiene a Moctezuma II cautivo en su palacio (arriba). Los mexicas comienzan un ataque para expulsar a los españoles de Tenochtitlán tras la matanza del Templo Mayor, en la que uno de los capitanes del extremeño había ordenado acuchillar a decenas de mexicas que celebraban una ceremonia religiosa. Cortés sube a Moctezuma a la azotea del edificio para que les ayude a escapar negociando un alto el fuego.
Los relatos de los
españoles cuentan que los aztecas, al ver a su soberano, se detuvieron un momento, pero rápidamente comenzaron a lanzarle piedras y flechas y murió de esas heridas tres días después. De acuerdo con los cronistas indígenas, fueron los hombres de Cortés los que le acuchillaron hasta la muerte.
Los españoles emprendieron
su huida la noche lluviosa del 30 de junio, pero, descubiertos por los mexicas, fueron atacados. Durante la fuga murieron casi la mitad de los hombres de Cortés, y perdieron casi todo el oro expoliado. Cortés lloró junto a un árbol. Fue la llamada Noche Triste.
Moctezuma
murió en junio de 1520 y fue sucedido por Cuitláhuac, que murió a los ochenta días por la viruela. El siguiente fue Cuauhtémoc, el último emperador de los aztecas. Dirigió la resistencia, fue capturado en 1521 y mantenido vivo como rehén político. En 1525 fue ahorcado por orden de Cortés.
soamericana, no creo que fuera así”, sostiene Bueno. “Los combates se prolongan quince días, en los que Cortés pidió la paz cinco veces. Una parte de los dirigentes tlaxcaltecas no querían cesar la guerra, pero cuando Moctezuma manda emisarios a Tlaxcala para avisar de que él no les está atacando, los tlaxcaltecas optan por parar la ofensiva y recibir a los españoles y sus aliados, sumándose frente al enemigo. Fue una paz decidida, no obligada, porque los tlaxcaltecas tenían capacidad de reacción. A lo largo de la conquista los tlaxcaltecas se comportan como aliados, no como vencidos, ni sumisos”. De acuerdo con el libro Historia breve de México, de Raúl Pérez López-portillo, en la parte final de la guerra contra el Imperio azteca, las fuerzas de Cortés estaban compuestas por ochenta y seis caballos, ochocientos peones españoles y varias piezas de artillería, mientras que las fuerzas de Tlaxcala y otros aliados sumaban más de cincuenta mil hombres.
“Se ve que usan a los conquistadores como sus aliados con el fin de, por ejemplo, renegociar las obligaciones tributarias de los totonacas para con los aztecas, expandir y fortalecer el poder de los tlaxcaltecas en su valle o acabar con la dominación de la Triple Alianza sobre el resto”, argumenta Restall. “Los líderes indígenas tuvieron éxito en esos objetivos”.
“En 1521 los invasores españoles no conquistaron México. Causaron una disrupción de los equilibrios de poder de la zona, introdujeron enfermedades epidémicas y llevaron el tráfico de esclavos
La idea era formar un gran ejército con el objetivo de derrotar a Moctezuma
del Caribe a México”, afirma Restall. Y concluye: “Estos factores, combinados con el nuevo flujo continuo de colonos a México, significan que la conquista de México en realidad empezó en 1521”. ●
El terrorismo internacional no es un invento de nuestra época. A finales del siglo xix, el mundo se vio sacudido por una sucesión espectacular de atentados, en aquel momento de signo anarquista. Tendemos a pensar en la Belle Époque como un tiempo feliz, lleno de arte y glamur. En realidad, el esplendor de esta época legendaria tenía el reverso de las espantosas desigualdades sociales que se vivían en ciudades como Londres o París. En la capital del Sena, los trabajadores vivían en barrios insalubres, en los que el impacto de las enfermedades era muy superior al que sufrían las zonas más ricas. En el caso de la tuberculosis, esta desproporción era de cinco a uno entre el distrito XX y el de la Ópera. La salud de los proletarios era mucho más frágil, algo lógico, puesto que, para ellos, conseguir una alimentación digna suponía una aventura épica. Vivían inmersos en una constante incertidumbre, sin perspectivas de futuro. No había suficientes escuelas para sus hijos, pero contaban, eso sí, con infinito nú
mero de tabernas en las que ahogar su desesperación con la bebida. Cuando no había manera de llegar a fin de mes, algunas mujeres no veían otro camino que el de la prostitución esporádica. La vivienda constituía otro problema grave. En los suburbios de las grandes urbes, la gente se amontonaba en chabolas que edificaban de un día para otro.
La brecha social se muestra bien en l’aube (Al alba), el impactante lienzo de Charles Hermans, de 1875, conservado en el Museo de Bellas Artes de Bruselas. Un hombre con frac y sombrero de copa, ostensiblemente borracho, sale de un local. Le acompañan dos mujeres, atraídas no tanto por él como por su cartera. A la izquierda de la pintura, una familia pro
El esplendor de la Belle Époque tuvo su reverso en la desigualdad
A
letaria les contempla en silencio. El mensaje del artista no puede ser más claro: mientras a unos les sobra el dinero, otros no tienen qué comer.
“Propaganda por el hecho”
Ante la magnitud de las injusticias, un sector del movimiento anarquista vio en la violencia una solución. La revolución iba a llegar, supuestamente, a través de la denominada “propaganda por el hecho”. Determinados periódicos libertarios apostaron por una apología directa de los métodos más contundentes. Fue en este ambiente de crispación donde un joven de apenas veintiún años, Émile Henry (1872-1894), lanzó un explosivo en el café Terminus de París.
Era la primera vez que un libertario atacaba a personas corrientes, que no eran representantes del poder político militar. Para Henry, solo contaba su pertenencia a la burguesía. Pensaba que ningún miembro de esta clase social era inocente de la explotación de los trabajadores. Henry buscaba rebelarse contra la tiranía del capitalismo, pero también quería asegurarse un lugar en la posteridad revolucionaria. De ahí que en ningún momento intentara defenderse para escapar a la pena de muerte.
Estado de psicosis
La sucesión de atentados anarquistas, con la muerte de políticos como el presidente francés Nicolas Léonard Sadi Carnot o el español Antonio Cánovas del Castillo, generó una psicosis mundial. Los gobiernos y los periódicos supusieron que existía una organización internacional que decidía los atentados, el denominado “club de la dinamita”, que solo existía en la mente de los creadores de teorías conspiratorias.
Los poderosos veían por todas partes a escurridizos anarquistas portadores de explosivos, un estereotipo como el que utilizaría Joseph Conrad en su novela El agente secreto (1907). La prensa, con sus exageraciones sensacionalistas, contribuyó poderosamente a la propagación del pánico. En Francia llegó un momento en que los más acomodados se lo pensaban dos veces antes de acudir al teatro o a un restaurante caro. Nadie sabía cuándo los “dinamiteros” podían entrar en acción.