La mala fama
Roma legó una civilización que aún pervive. Y también prototipos que inspiraron a grandes autores, de Shakespeare a Camus. En su drama Calígula, compuesto en plena Segunda Guerra Mundial, el escritor francés hizo del emperador un símbolo del nihilismo más exacerbado. Algún estudioso se ha aventurado a entrever en su Calígula una recreación de Hitler. Para otros, en cambio, los excesos que muestra en la obra son fruto de la desesperación tras la muerte de su hermana Drusila.
Desde el retrato creado por Suetonio, la mala fama persigue a este ser poliédrico, cuya figura es sinónimo de todo tipo de aberraciones. Pero ¿qué hay de realidad en ese juicio? Las investigaciones más recientes analizan la evolución de su personalidad y ponen el acento en el papel determinante que jugó su entorno. El miedo a ser asesinado como su familia, las agresiones sexuales a las que fue sometido y los valores autocráticos en los que creció cincelaron el perfil de un hombre desconfiado, megalómano y cruel. A ello se sumó, al parecer, un trastorno bipolar que pudo alterar su conducta. En sus primeros pasos como gobernante, Calígula mostró buenas cualidades hacia la gestión pública, pero pronto llegó su particular ajuste de cuentas. No hubo piedad. Como tampoco mesura en sus excentricidades, que alimentaron su apelativo de “emperador loco”. Su fascinación por el poder fue equivalente a su atracción por el mal. Víctima y verdugo de los más perversos entresijos del Imperio romano, “en Calígula se juntan por primera vez todos los elementos de la tiranía tal y como la concebimos actualmente. Y por eso tal vez dejó una huella tan profunda en nuestro mundo”, como afirma la historiadora Mary Beard. ●